martes, 26 de febrero de 2019

Leyendas urbanas:Los peligros del yantar apresurado

Los peligros del yantar apresurado El saciar el hambre en olla ajena ha merecido a LO largo de la historia Toda clase de chascarrillos, no pocas desconfianzas y más de un recelo hacia cocineros poco diligentes, si no torpes y abiertamente impúdicos. El descuidado uso de los ingredientes, la profanación de ciertos tabús gastronómicos, la bondad de las materias primas y la falta de higiene, son algunas de las rémoras más citadas que acompañan al comer fuera de casa. De su génesis y posterior evolución tenemos constancia por libros como Tumbaollas y hambrientos, de Juan Eslava, donde se da cuenta y se aportan detalles sobre los pasteles de carne de ahorcado denunciados por Quevedo, de los salchichones con gato encerrado o de animales menudos de muy diverso pelaje que muchas veces hicieron las veces de corderos, pavos o conejos.
   Hasta hace poco, tropelías de este tipo acostumbraban a relacionarse con mesoneros muy concretos que se rendían a los pies de la alquimia cuando el hambre apretaba. Ahora, en cambio, se señala con el dedo, si es que no falta y está en la olla, a multinacionales muy honradas, cuya receta del éxito se afirma que tiene mucho que ver con la misteriosa desaparición de animales muy prolíficos.

   La primera en ser acusada de malas artes fue la casa Coca-Cola, que en 1914 perdió un juicio en el estado de Mississippi tras ser denunciada por un consumidor que encontró trozos de un ratón flotando en el refresco. Desde entonces, otros cuarenta y cuatro casos han venido a sumarse al precedente para entablar procesos contra las sociedades concesionarias del embotellado de esta bebida. Aunque los juicios no tuvieron demasiada repercusión, los hechos debieron de impresionar de tal manera a las gentes que el rumor corrió por todo el país y provocó dimes y diretes sobre si la pretendida fórmula secreta no sería en realidad conocida.

   En este capítulo nos referiremos al éxito de la comida rápida, para algunos símil de «basura», asociación que, como se verá después, ha dado lugar en los cinco continentes a una serie de leyendas en las que se aventura que en lugar de gato por liebre ahora nos dan rata por hamburguesa, orín por cerveza o rebozados de muy diversa calaña.

   El relato más universal, por conocido, tiene por protagonistas a los hermanos MacDonald. Ambos inventaron en 1955 la hamburguesa de 15 centavos —cuando en la competencia valía 30— lo que les marcaría de por vida con un estigma: la calidad de los ingredientes utilizados. Tanto es así que perros, ratas y, sobre todo, gusanos, creyeron ser «vistos» en sus preparados. A tal efecto, la empresa se anunció en televisión —«¡Cien por cien carne de vaca!», rezaba la campaña— para defenderse de los ataques e hizo lucir en sus establecimientos un cartel que reproducía una carta del Ministerio de Agricultura donde se garantizaba el respeto de la firma a las normas del «Food Safety and Quality Service» —Consejo de Calidad y Sanidad Alimentaria. Hasta tal punto llegó la cosa, que MacDonald's llegó a rebatir el rumor desde el plano económico: un kilo de gusanos era cinco veces más caro que otro de ternera. Un esfuerzo vano, como cualquiera podrá comprobar.

   Daniel Cano, un malagueño de veinte años natural de Estepona, nos introduce sin remilgos en la cara oculta del Big Mac:

   No es extraño estar comiendo una hamburguesa en el MacDonald's y encontrarse un diente de roedor, puesto que mucha de la carne que utiliza esta cadena de hamburgueserías procede de animales tan desagradables como las ratas.

   A tenor de los testimonios recogidos a lo largo de la geografia española, se podría concluir que nuestros informadores más se extrañan cuando les sirven en MacDonald's hamburguesas de vacuno, que por esos pequeños roedores de dientes finos y puntiagudos cuyo sabor tan bien dicen conocer.

   Desde Badajoz, Madrid, Valencia, Barcelona, Málaga y una larga lista de ciudades y pueblos, nos han llovido historias que ratifican que el eslogan que ensalzó este tipo de comida —«Se prepara en un minuto y se come en cinco»— no está del todo perfeccionado y que sesenta segundos dan para mucho, según cómo y cuándo.

   El relato más celebrado suele llevar a una mujer, antes que a un hombre, al dentista, al médico de guardia o al forense, según sea de benévolo el que narra, donde pagará en carne propia su ignorancia con el puchero, cocinar mal y poco y tener a su familia tan sobrada de congelados y precocinados como falta de cuchara.

   Decir que el castigo que recibirá allí será ejemplar, es decir poco, pues comerse una rata con lechuga y tomate tal vez merezca otro tipo de comentario. María Carmen Pérez García nos manda desde Badajoz, tierra de estupendos asados, un plato a descartar:

   Cuando era muy pequeña le oí decir a mi madre que una mujer, después de haber estado comiendo hamburguesas en la feria de San Juan, sintió unas molestias en el paladar. Fue al dentista y le extrajo algo que no sabía lo que era. El dentista le dijo que lo mandaría analizar. Días después la llamó y le dijo que lo que le habían extraído era un diente de rata.

   Si hay un aguafiestas cuando se habla de comida, éste es el sacamuelas, un personaje tradicionalmente contrario a la buena mesa y por lo general doloroso y caro. El hecho de que muchas mujeres terminen con la boca abierta en su consulta desde hace unos años, tiene mucho que ver con la obligada penitencia que han de pagar al descuidar las tareas domésticas y que viene a sumarse a otro agravio simbólico, el de la rata.

   Así, desde que la mujer se incorpora al mercado de trabajo y descuida su tradicional papel de ama de casa, comienzan a proliferar indigestiones varias que, en países como Estados Unidos, llegan a convertirse en plaga. Si del Kentucky Friend Chicken sabíamos por Rafael Sambola, natural de Barcelona, que criaba clandestinamente pollos de ocho patas para obtener un número proporcional de muslos, ignorábamos en cambio cuál era la fórmula secreta de su fortuna.
  Gary Alan Fine recopiló en 1973 más de un centenar de testimonios de otros tantos norteamericanos que advertían yerros en el aprovisionamiento de su despensa. Ninguno de ellos aportaba prueba alguna, pero su perfección narrativa les llevó a convertirse en autos de fe conforme avanzaron los años. Uno de los relatos que luego daría la vuelta al mundo, con sus respectivas variantes, es el que puede leerse a continuación:

   Antes de ir al cine, un joven y su novia se detuvieron en un puesto callejero del Kentucky Friend Chicken para comprar un «cubo» de pollo frito y comérselo en el cine. Al rato, la chica comenzó a quejarse diciendo que uno de los trozos de pollo era bastante duro y tenía una consistencia gomosa.

   Hacia el final de la película tuvo un violento ataque de náuseas. Su novio quedó tan preocupado que la llevó al hospital más próximo. Allí el médico de guardia observó que parecía haber sufrido un envenenamiento y le preguntó al joven si conocía alguna causa. El muchacho se fue corriendo al coche y empezó a inspeccionar el recipiente de pollo, hasta descubrir aquel trozo de forma extraña a medio comer. Después de quitarle el rebozado halló los restos de una rata, envenenada y frita junto al pollo. Pocos días después la chica moría tras ingerir fatalmente la estricnina del cadáver de la rata.

   En otras versiones que no han circulado —que sepamos— por España, la culpa recae, ya sin ambages, sobre el ama de casa, a la que se atribuye un cierto deterioro de la salud pública a medida que deja los fogones:

   Había una esposa que no tenía nada preparado para cenar. Entonces compró una cesta de pollo e intentó simular una velada íntima, poniendo velas en la mesa que distrajeran la atención. Al comenzar a comer, notaron un sabor raro y muy pronto descubrieron que se trataba de una rata rebozada.

   Normalmente, muchos de estos relatos terminan en los tribunales, adonde acuden las víctimas o sus familiares más cercanos, según haya sido de grave la bacanal, a pedir cuentas a quien corresponda.

   No obstante, como muy atinadamente anota Véronique Campion-Vincent, estas historias, además de criminalizar a las empresas responsables, alertan sobre la decadencia del comer en familia.

   A decir verdad, este tipo de envenenamientos tienen un rico pasado en España. Francisco de Quevedo en Los sueños, explica el modo de proceder de los pasteleros, los «MacDonald's» de aquella época: ¡Ladrones! ¿Quién merece el infierno mejor que vosotros, pues habéis hecho comer a los hombres caspa y os han servido de pañizuelos los de a real sonándoos en ellos, donde muchas veces pasó por caña el tuétano de las narices? ¡Qué de estómagos pudieran ladrar si resucitaran los perros que les hicisteis comer! ¡Cuántas veces pasó por pasa la mosca golosa, y muchas veces fue el mayor bocado de carne que comió el dueño del pastel! ¡Qué de dientes habéis hecho jinetes y qué de estómagos habéis traído a caballo dándoles a comer rocines enteros! ¿Y os quejáis, siendo gente antes condenada que nacida los que hacéis así vuestro oficio? ¿Pues qué pudiera decir de vuestros caldos? Más no soy amigo de revolver caldos.

   También Joan Amades, siglos después, tuvo un recuerdo para las comidas de los mesoneros en un cuento que tituló Cualquier cosa es m... de gato:

   Cuenta la tradición que había un carretero que cada día paraba en el mismo hostal y que siempre, al pedirle la posadera qué deseaba para cenar, contestaba: «Cualquier cosa».

   Y no había manera de sacarle de aquí. Enfadada la hostelera, al no saber nunca qué darle, un día puso en el fuego lo que el lector puede imaginar y lo condimentó y guarneció como mejor supo. Acto seguido lo presentó al carretero, que lo encontró excelente, y se cuenta que desde entonces, si en un hostal alguien pide cualquier cosa para comer, le sirven lo que tan bien sabemos.

   Incluso, más cerca todavía, en la posguerra española, Ángel Fernández Santos glosó el mortífero prestigio que alcanzaron los cigarrillos Celtas con un humor negro, más que rubio americano.

   Reproduce sus palabras Agustín Sánchez Vidal en Sol y sombra:

   En un lugar de la Mancha, al parecer albaceteña, se rumorea que hay un museo no recogido en ninguna guía turística. Es muy pequeño. Cabe en la vitrina de un aparador y en él están expuestos los objetos insólitos encontrados dentro de Celtas. Hay moscas, tábanos, cucarachas, un grillo, tornillos, agujas, imperdibles, uñas cortadas a navaja, un dedo meñique, mondadientes usados, rabos de higo y de rata, pasas, altramuces, cuentas de un rosario, cagarrutas de oveja, una ceja postiza, un diente de leche e infinidad de objetos más.

   Sin embargo, son normalmente los extranjeros, antes que los lugareños, la causa de muchos recelos, lo que explica la mala fama que acompaña, no sólo al fastfood, sino a la llamada cocina étnica. Michel Dansel en Nuestras hermanas las ratas reflexiona sobre el fenómeno y saca a colación una receta que creíamos propiedad del MacDonald's:

   De puerta en puerta y de las calles a los bulevares, se cuenta una historia que sería maravillosa si no tuviera como objetivo desacreditar la cocina extranjera, ya sea china, vietnamita o arabe. De esta manera me la contaron:

   A causa de un vivo dolor en las encías, un joven fue a consultar a su dentista. Este último, tras examinarlo, extrajo un diente que no pertenencia a su cliente y que se parecía al de un roedor. El escrupuloso dentista quiso saber de qué roedor se trataba. Un laboratorio especializado le respondió que ese diente provenía de una rata. Como este singular comensal se acordaba de haber comido, algunos días antes, un cuscús de cordero en un pequeño restaurante, la policía investigó. Unos inspectores fueron a la dirección indicada y descubrieron el pastel: ¡un criadero de ratas grises! Pero nadie hasta aquel día se había quejado, sino al contrario, de la calidad de la carne que acompañaba al cuscús. Los clientes se relamían y recomendaban el lugar a sus amigos.

   De hecho, debemos sorprendernos de que estos supremos refinamientos sean privativos de los restaurantes extranjeros: me hubiera gustado que semejante historia se me contara a propósito de un restaurante bordelés, normando o de Berry.

   Los supremos refinamientos de los que se da cuenta en estas líneas, remiten en ocasiones a los fluidos de más baja estofa, como si el modo de proceder industrial, tan deshumanizado, tuviera mucho que ver con estas cosas. De lo que sucede cuando alguien comete la temeridad, por no decir herejía, de comprar vino en tetra brik nos informa Beatriz Velázquez, una madrileña:

   Un empleado de una empresa invitó a comer a un restaurante de comidas caseras a un compañero de trabajo. El camarero dejó encima de la mesa un brik de vino blanco sin abrir para los dos comensales. Ambos bebieron y comieron animadamente y repartieron al final el vino que quedaba en las copas. Al servir el último resto de líquido cayó con él un condón usado y medio anudado, con restos de material orgánico bien visibles en su interior. El plástico trasparente quedó flotando en la copa. Los comensales quedaron petrificados, con el último bocado atragantado y sin saber qué hacer: salir corriendo al retrete o armar un escándalo. Parece ser que uno de ellos se desmayó y el camarero, al acudir en su ayuda, comprendió enseguida lo que había pasado. Hubo denuncia, por supuesto, y la compañía envasadora del vino en cuestión emprendió una investigación sobre el asunto, convencida de que uno de los trabajadores estaba cometiendo sabotaje contra la empresa. En ningún momento se pensó en un accidente. Lo que no se sabe es si los clientes recibieron compensación económica de algún tipo, pues los daños fueron muchos.

   Un tema, este del sabotaje inseminador, que creemos popular, pues de otro modo no se entiende que tantos cuentos se recreen en el raro comportamiento que sigue a veces la madre naturaleza. En una antología de relatos eróticos del colectivo catalán Ofèlia Dracs vive Xopsuei, un cuento elíptico cuyo título resulta ya de por sí revelador: Un obrero de una fábrica de bebidas de cacao se masturba, excitado por una compañera de trabajo, y el semen cae en la tinaja que contiene los ingredientes del dulce brebaje. Más tarde, su novia se masturbará a su vez con una botella de la bebida, que resultará ser la que contiene el fluido del obrero, casualmente su prometido, quedando embarazada.

   Más obreros y fábricas. Esta vez se trata de la cerveza mexicana Corona, también conocida como Coronita, cuyo típico color amarillo brillante atribuyen algunos norteamericanos a que en ella orinan los charros. Al parecer, en este caso expertos como Gary Alan Fine se decantan por el «efecto Goliath», que lleva a pequeñas empresas a desacreditar a su competencia cuando ésta se come el mercado. El rumor sobre la Coronita surgió entre 1986 y 1987 en California y, según parece, provino de un fabricante de Reno (Nevada) a quien la compañía distribuidora de Corona puso un pleito por valor de tres millones de dólares.

   Pero por muy distintos que sean los «menús» que recoge este capítulo, hay algo que parece claro: pollos rellenos de rata, gusanos en hamburguesas, semen en el vino y orín en la cerveza son poca cosa a la vista del rumbo que está tomando la alimentación en nuestros días y que podría llevarnos muy pronto a una sentida añoranza por la olla podrida de Quevedo.

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