martes, 26 de febrero de 2019

Leyendas urbanas:La mujer pálida y el ladrón

La mujer pálida y el ladrón Una mujer está frente al tocador de su alcoba poniéndose una mascarilla de barro para limpiarse las impurezas de la piel. A medida que el barro se endurece ella siente cómo todo su rostro se inmoviliza y queda rígido tras la mascarílla. En ese momento oye cómo alguien fuerza la cerradura de la puerta de entrada y se introduce en la casa como un ladrón. Aterrada, oye cómo el desconocido se dirige con pasos furtivos hacia la alcoba. Sin pensárselo dos veces, se oculta dentro del armario en un acceso de pánico. Desde allí dentro, a través de las varillas del armario, ve cómo el ladrón entra en la alcoba y, tras revolver en los cajones de la cómoda, se dirige hacia ella. Petrificada por el terror, se queda como una estatua cuando el ladrón abre las puertas del armario. El ladrón descubre unos ojos inyectados de pánico enmarcados en un rostro blanco y rígido como de cera, y del susto de haber creído ver un fantasma sufre un ataque al corazón y muere en el acto.



   PACO BARQUINO



   Barcelona La primera noticia de este relato se la debemos a Paco Barquino, un amigo nuestro barcelonés. Él, por su parte, lo había oído de boca de una profesora británica, Claire Balch, y creía recordar que a ésta se lo contaron tiempo atrás en Inglaterra. Como en aquel momento carecíamos de otras versiones del mismo, no tuvimos más remedio que fiarnos de la intuición y conjeturar que se trataba de una leyenda urbana con todas las de la ley.
   No íbamos descaminados. Al poco tiempo nos llegaba una nueva y espléndida versión, procedente esta vez de Madrid. Su autor, Raúl Santos, le daba el sugerente título de «La mejor defensa»:

   Un ladrón penetra en una casa una noche de verano. Las ventanas estaban abiertas y el ruido de la calle le ayuda en su trabajo. En el cuarto de baño de la casa en la que entra está una mujer untándose la cara con una mascarilla de arcilla y huevo. Y de esta guisa es cuando se sorprende al escuchar ruidos más que sospechosos. La mujer se asusta y por puro miedo decide rápidamente esconderse dentro del armario largo del baño, en el que guarda todas las toallas. Mientras tanto, el ratero, que va buscando en todas las habitaciones todo aquello que pueda llevarse, entra en el cuarto de baño y abre los armarios. Cuando abre la puerta del que esconde a la mujer se encuentra con una visión totalmente inesperada: un espectro, un cadáver que grita y se le echa encima. La mujer se ha desmayado y el ladrón perece de un ataque cardíaco.

   Esta historia me la contó mi novia y a ella se la contaron como absolutamente cierta dos vecinas de su bloque. Y hasta aseguraron que el periódico la publicó en su día, aunque no he conseguido saber cuándo.

   Como no conseguimos localizar la noticia en cuestión, ni nos fue posible entrevistar a las «dos vecinas» (aunque cabe suponer que nos hubieran remitido a un frondoso árbol genealógico de «amigos de amigos») resolvimos ponernos en contacto con Claire Balch, por si podía aportarnos más detalles acerca de la trayectoria británica de la leyenda. Nuestra conversación con ella dio un giro inesperado al asunto: por lo visto no la había oído en Inglaterra, sino en Barcelona, y de ello hacía unos doce años. La historia le causó tanto efecto que desde entonces no ha dejado de repetirla a sus alumnos. He aquí un ejemplo palpable de cómo se transmiten las leyendas urbanas. Quien haya sucumbido al hechizo de una de ellas no dudará en hacerla correr con afán proselitista. Y si además es un narrador competente y su profesión le obliga a hablar en público, los relatos de este género le vendrán que ni pintados para captar la atención del auditorio y amenizar con ellos una clase o una conferencia, contribuyendo al mismo tiempo a su difusión a velocidades astronómicas.

   Al hablar con Claire Blach, nos vino a la cabeza una pregunta clave: ¿A qué se debe que ciertas historias legendarias no se olviden jamás?

   La folklorista británica Sandy Hobbs intentaba responderla en un lúcido ensayo titulado Psicología social de un «buen» relato. Según Hobbs, una de las funciones que desempeñan numerosas leyendas urbanas consiste en poner en juego un mecanismo «mágico» que podríamos denominar «justicia poética» o «inmanente».

   Un malhechor es castigado de alguna manera extraña —señala Hobbs—. ¿Por qué gustan estas historias? Porque en la realidad los malhechores no pagan por sus fechorías o reciben castigos insatisfactorios.

   Desquitarse de una agresión por medios «mágicos» sin que uno tenga que ensuciarse las manos (aunque a veces muera en el intento) es el tema que subyace en el siguiente surtido de leyendas internacionales:

   Una mujer encuentra a su perro Doberman con síntomas de asfixia. Lo lleva inmediatamente al veterinario y vuelve a su casa. Este la llama al poco rato y le pide que salga inmediatamente, pues acaba de extraer dos dedos negros de la garganta del animal. Llega la policía y descubre a un ladrón oculto en su dormitorio: tiene la mano mutilada y está inconsciente por la pérdida de sangre.

   Un grupo de soldados simula un fusilamiento disparando con balas de fogueo. La víctima de la «novatada» fallece de la impresión.

   Joel Soriano nos cuenta una variante muy difundida en los cuarteles:

   A un recluta lo encierran en una taquilla y lo arrojan a una piscina. El joven muere ahogado.

   Desenlace: la piscina es «arrestada».

   Una conductora se detiene en un semáforo y es asaltada por una banda de motoristas. Cuando uno de ellos le asesta un cadenazo en el capó, la mujer arranca bruscamente y consigue esquivarlos. Al aparcar en el garaje, descubre una mano amputada, incrustada en el radiador, sujetando una cadena.

   [Leyenda escenificada paso a paso en la película Mad Max: Salvajes de autopista (1980)] Un médico se niega a atender a un joven sin identificar al que recogen de la calle medio moribundo. Al parecer, el herido no lleva la tarjeta del seguro y las personas que lo han traído no quieren hacerse cargo de él. Tras encendidas discusiones con el recepcionista del hospital, que quiere que le saquen de allí aquel fardo sangrante, y tras efectuar varias consultas telefónicas con el director, éste decide bajar un momento para pedir a los recién llegados que dejen de armar escándalo y se marchen con el joven, porque no quiere atenderlo. Una vez abajo, el director descubre que el moribundo —que luego fallecerá—, es su propio hijo.

   Mientras circula en su coche, una mujer sufre la persecución de un desconocido que no deja de hacerle señales con los faros. Al llegar a su casa, comprueba alarmada que el perseguidor se detiene detrás de ella. Sale su marido y le hace frente. El extraño se explica: cuando la mujer se detuvo en una gasolinera, un individuo se introdujo furtivamente en su vehículo. Él presenció la escena y trató de advertirla. En efecto: agazapado en el asiento trasero encuentran a un maníaco armado con una cuerda y un hacha.

   Como irá advirtiendo el lector, muchas de las leyendas analizadas en este libro contienen las dosis necesarias de «justicia poética» para figurar en la lista precedente. La mujer pálida y el ladrón podría ser una de ellas, puesto que cumple al pie de la letra el dictamen de Sandy Hobbs: «Un malhechor es castigado de alguna manera extraña». Este dato fundamental sustentó nuestra hipótesis de que nos las habíamos con una «nueva» leyenda urbana.

   Analizando la trama, fuimos percibiendo en ella otros elementos de juicio más consistentes, como la presencia de motivos de la narrativa tradicional y sutiles paralelismos con cuentos populares muy antiguos. Uno de los motivos más precisos al respecto es el que Stith Thompson registra con la referencia N384. Muerte provocada por el miedo.

   El segundo, extraído del indice de Ernest Baughman, también habla por sí mismo: J1782.6. Una persona vestida de blanco es confundida con un fantasma. Por lo que se refiere a los antecedentes de la leyenda, nos pareció que ésta mostraba algunas correspondencias con un cuento universal al que Baughman adjudica la clave N384.2.

   La síntesis argumental es la siguiente: Muerte en el cementerio: a una persona se le engancha la ropa. Cree que algo horrible le ha cogido y muere de miedo. Natalia, una informadora de Santibáñez de la Peña (Palencia), nos cuenta la historia con más detalle:

   La transmisora de la leyenda que a continuación narraré fue una compañera de mi piso de estudiantes. En algunas poblaciones del centro-sur navarro se cuenta la historia de un grupo de chavales jóvenes que, con el fin de divertirse, decidieron echarse a suertes el privilegio de adentrarse una noche en el cementerio de su pueblo. El «agraciado» con tal suerte debía clavar una estaca en el cementerio para que, a la mañana siguiente, el resto del grupo viera que había cumplido el pacto. Así pues, aquella noche el chico entró en el cementerio y, cuando estaba clavando la estaca junto a una tumba, sintió que alguien le cogía el abrigo por detrás. El susto que se llevó fue de tal magnitud que murió en el acto.

   A la mañana siguiente, el resto del grupo acudió al cementerio para comprobar que la estaca había sido clavada. Asombrados, vieron a su amigo muerto, quien al clavar la estaca, había pillado también su abrigo por detrás; y esa circunstancia fue la que precisamente dio al chico la sensación de un tirón por la espalda que le provocó la muerte. Y es que los juegos en la noche son muy peligrosos.

   «El chico entró en el cementerio. (...) El susto que se llevó fue de tal magnitud que murió en el acto» escribe Natalia. El lector observará que estas dos frases condensan el planteamiento y el desenlace de una y otra leyenda. En ambas se describe a un personaje que se interna por su cuenta y riesgo en un lugar prohibido —un cementerio y una casa ajena— con el objetivo «ilícito» de robar o divertirse. Tanto el ladrón como el chico atrevido saben que están «profanando» territorios «sagrados», por lo que la tensión resultante les pone en un estado de lo más sugestionable. Para colmo es de noche (como informan Raúl y Natalia en sus respectivas versiones), «hora de las brujas», momento en que las facultades intelectuales se reducen a cero y afloran los terrores más primarios.

   En uno y otro caso el «susto» fulminante es consecuencia de este cúmulo de tensiones, que llevarán al primer infortunado a creer que se halla en presencia de «algo horrible», y al segundo que acaba de ver a un fantasma emergiendo de su armario-sepulcro. Aunque todo ello no sea más que una «ilusión», la muerte provocada por el miedo es bien real. De ahí que pueda equipararse a un castigo divino ejecutado por agentes sobrenaturales. Una vez más, la «justicia poética» opera mediante una serie de coincidencias fantásticas y el infractor recibe limpiamente su «merecido».

   La siguiente variante de «La muerte en el cementerio», nos llega de Olivenza (Badajoz) y la firma Cristina Cortés. El vestuario del protagonista está en consonancia con el sabor tradicional del arranque, como corresponde a un relato tan añejo. Aquí la víctima es claramente un bandido, cosa que refuerza los vínculos con la leyenda de La mujer pálida y el ladrón:

   Esto fue algo que me contaron en mi pueblo, Olivenza, y concretamente lo hizo un amigo; me comentó que se decía desde hacía bastante tiempo que muchísimos años atrás, dos individuos, presas de pánico, corrieron desesperados buscando un lugar en el cual esconderse, pues eran perseguidos al haber cometido un robo, y llegaron hasta las afueras de Olivenza, refugiándose en el cementerio.

   Saltaron la verja que había, bueno, la saltó solamente uno, mientras el otro vigilaba por si alguien venía, y mientras tanto su compinche escondía todo lo que habían robado; éste llevaba puesta una capa, y cuando arrancó a correr para volver a salir, se le enganchó en algo (es un suponer, ya que nunca se averiguó) y él, pensando que alguien lo cogía y no lo dejaba salir, murió del susto. Desde entonces, se rumorea que se oyen voces de ultratumba cerca de las lápidas donde falleció dicho individuo.

   El añadido final, propio de un cuento de fantasmas, confiere un toque de misterio al desenlace, aunque su condición de «préstamo» salta a la vista.

   A falta de versiones documentadas, no podemos afirmar ni desmentir que La mujer pálida y el ladrón sea una leyenda internacional, como creímos en un principio. De su arraigo en nuestro país, en cambio, cada vez estamos más seguros.

   Una nueva pista al respecto nos llegó por mediación de otro amigo, el cinéfilo Joan Fitó, quien estaba convencido de que existía un cortometraje inspirado en la leyenda. Otro amigo cinéfilo, Ricard Fusté, vino a sumarse a la lista de privilegiados que habían visto dicho cortometraje hacía un par de años −1997— y un tercer cinéfilo, Miquel Segura, organizador de la muestra de cortos donde se había exhibido, hizo lo posible por encontrar la ficha técnica del mismo..., pero fracasó en el empeño. Si algún lector puede aportarnos algún dato al respecto le estaremos muy agradecidos. (Y si nos manda una copia de la película, aún más...) Como decíamos antes, no conseguimos localizar ninguna variante extranjera de la leyenda. Aun así no nos dimos por vencidos. Finalmente, en una antología del escritor norteamericano Fredric Brown —Pesadillas y Geezenstacks— dimos con un cuento titulado La broma (1961) que mostraba curiosas concordancias con ella. El argumento es el siguiente: un vendedor de artículos de broma —y bromista empedernido— acaba de llegar al pueblo donde vive su amante. Puesto que faltan unas horas para reunirse con ella, decide pasarse por la barbería para que le afeiten. Según su costumbre, no se priva de gastarle una broma al barbero poniéndose uno de sus productos más solicitados: la máscara de «Dan el Guapo», que, como su nombre indica, representa el rostro de un hombre muy bien parecido. El barbero, que forma parte de una compañía teatral de aficionados, muestra mucho interés por adquirir algunas de aquellas máscaras.

   Mientras le está afeitando, el viajante le cuenta que ha quedado con una chica muy atractiva «que tiene una pensión aquí cerca», y le pide que cuando termine le coloque la máscara de «Dan el Guapo» para gastarle una broma. «Quizá se decepcione cuando vea mi verdadera jeta», añade. Acto seguido, a causa de las copas que ha tomado antes, se queda amodorrado. El barbero termina su trabajo y le coloca la máscara, según lo convenido.

   El viajante se despide y se dirige a casa de su amante. Cuando ésta abre la puerta no le reconoce.

   Él, entonces, se quita la máscara. Al punto, la chica lanza un grito terrible y cae muerta. El vendedor se escabulle. Al llegar a la barbería y verse reflejado en el escaparate, repara en el espantoso maquillaje que le ha aplicado el barbero mientras estaba adormecido. Ve «la cara horrorosa que era su propio rostro. De un verde fosforescente, con un hábil y meticuloso sombreado que lo convertía en el semblante de un cadáver recién salido de la tumba, de un vampiro con los ojos hundidos y los labios morados». Acto seguido se da cuenta de que el apellido del barbero, escrito en una placa, coincide con el de su amante. Al otro lado del cristal, el marido burlado acaba de ahorcarse en la lámpara.

   Admitirá el lector que las coincidencias son notables: muerte provocada por el miedo, persona confundida con un fantasma y moraleja rebosante de justicia poética: el bromista deberá cargar con el peso de dos cadáveres en su conciencia, después de intentar adentrarse en otro territorio prohibido: la cama de la mujer del prójimo.

   No descartaremos que se pueda tratar de una mera coincidencia, tanto más conociendo la portentosa inventiva de Fredric Brown y su gran capacidad para los desenlaces inesperados. Es un hecho, sin embargo, que el escritor solía inspirarse en leyendas urbanas célebres, como se desprende de los argumentos de varios relatos de la misma antología, en especial los cinco que llevan el título de Pesadilla con un color incorporado.

   Entre ellos figura una ingeniosa variante de una leyenda que analizamos en el capítulo Sorpresa Sorpresa: un hombre asesina a su esposa el día de su cumpleaños. Cuando entra en su casa con el cadáver en brazos y enciende la luz, encuentra esperándole a los invitados a una fiesta que la víctima había preparado para darle una sorpresa.

   Situaciones de pesadilla y justicia póetica: dos componentes que suelen abundar en las leyendas contemporáneas.

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