martes, 26 de febrero de 2019

Leyendas urbanas: Robos ingeniosos

Robos ingeniosos Una pareja fue a buscar su coche, aparcado la noche anterior en la calle, y se encontró con que lo habían robado. Lo buscaron por todas partes y, como no aparecía, presentaron denuncia en la policía.
   Dos días después, el lunes por la mañana, de camino al metro, lo hallaron en un lugar muy próximo a donde lo habían dejado. En el interior se veía una nota en la que podía leerse: «Necesitábamos el coche para el fin de semana y hemos tomado prestado el suyo. Disculpen las molestias. En agradecimiento, acepten estas dos entradas para el teatro». Y, en efecto, junto a la nota había dos tickets para una obra teatral, un día concreto que ahora no recuerdo. La noche señalada, la pareja, exultante de felicidad, se fue a disfrutar de esa velada tan bien ganada. Pero al volver a casa descubrieron que, mientras estaban en el teatro, les habían desvalijado la casa.



   MARÍA RIPOLL



   Barcelona ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Escribiré al fin lo que me ha pasado? ¿Podré? ¡Es tan extraño, tan inexplicable, tan incomprensible! Si no estuviera seguro de lo que he visto, seguro de que en mis razonamientos no ha habido ningún desmayo, ningún error en mis comprobaciones, ningún hiato en la inflexible serie de mis observaciones, me creería un simple alucinado, juguete de una extraña visión.
   Las líneas que abren el relato ¿Quién sabe? del cuentista francés Guy de Maupassant podrían servir perfectamente para ilustrar esta historia de ladrones de guante blanco. Un suceso que, por los testimonios recogidos parece haber dado la vuelta a España, y que nos sitúa en la mejor tradición de rateros ilustrados, de cacos capaces de desvalijar cuanto intercede a su paso valiéndose de una inteligencia superior.

   Tanto es así que este hurto podría figurar —y, de hecho, figura— en los anales de la cleptomanía. Y es que su éxito radica en haber trascendido las lindes del choriceo patrio y contarse, con muy ligeras variaciones en su estructura, en países con igual o mayor tradición en la materia.

   A falta de conocer la procedencia geográfica de la luminaria que perpetró el plan y la veracidad del suceso, hay que anotar que el relato es bien conocido en ambos lados del Atlántico e incluso en Australia.

   Las variantes norteamericanas, por ejemplo, según recoge Alan Smith en un número de la revista Folklore, reniegan de regalar entradas para el teatro y —según la óptica de allí— introducen un cebo irresistible: boletos, por partida doble, para el hockey, el beisbol, el baloncesto o billetes para asistir a algún concierto de rock.

   Por lo demás, tanto en Estados Unidos, Gran Bretaña y Australia, la trama es la misma: un matrimonio —los relatos españoles se refieren simplemente a una pareja— que es robado por partida doble y unos ladrones, en primer término generosos, y luego simplemente hábiles.

   No está de más señalar la magnífica acogida que desde siempre han tenido pícaros y ladrones sagaces. Valga recordar El lazarillo de Tormes, El buscón de Quevedo o el Gil Blas del Marqués de Santillana o, ya más cerca, a los saqueadores del tren de Bristol.

   Se diría que cuando el expolio no afecta a personas cortas de entendederas —llámese «timo de la estampita»— tendemos a admirar el ingenio de estos secuaces, capaces de infringir la ley con el mínimo daño posible. También la idea de que nos roban continuamente, por lo que nunca estamos a salvo, planea sobre este relato y se relaciona con otros latrocinios más recientes, caso de los falsos inspectores de la luz o del gas —incluso de las vendedoras de Avon— que sirviéndose de su uniforme allanan nuestras moradas.

   Tal vez esto explique la extraordinaria acogida que este relato ha tenido en buena parte del mundo, éxito al que España no es ajena. No en balde, en un experimento llevado a cabo en Nápoles para averiguar la rápidez de trasmisión de ciertos rumores, un profesor universitario inventó la historia, en la época en que se intentaba implantar el cinturón de seguridad, de que algunos conductores se servían de chaquetas con una banda pintada que confundía a los agentes de tráfico. El embuste tuvo tal éxito, según cuenta Danilo Arona en Tutte storie, que muy pronto en Milán y en Roma se decía que «realmente» había personas que recurrían al engaño. Y otro tanto en España, donde los «chaquetas pintadas» fueron avistados, que sepamos, por Antonio Carpio, en Molins de Rei (Barcelona).

   Sin querer abusar del tópico, puede afirmarse que España e Italia son países muy sensibles a estos temas, tal vez por un carácter que no admite imposiciones severas.

   De Italia, por ejemplo, procede una historia que eclipsó al país en 1990 y que está perfectamente glosada en un buen número de periódicos y libros. Se trata del «hipnoratero», una especie de ladrón de procedencia oriental que desplumaba a los cajeros tras robarles la mirada.

   El año 1990 fue para Italia —apunta Cesare Bermani en Il bambino è servito—, el año del mundial de fútbol pero también del hipnoratero. Los visitantes indios, paquistaníes, turcos y egipcios realizaron diversos hurtos gracias a la hipnosis.

   El primero de ellos tuvo lugar en enero en un restaurante de Porto Vechio (Génova) según se apercibía la revista El Europeo en septiembre de ese año en un artículo que Marina Terragni titulaba Nos faltaba el hipnoratero:

   Llegaron dos mujeres y un hombre —contaba la víctima— con un bebé en brazos. Tenemos el barco en el puerto —dijeron—. Les serví de comer, aunque era ya muy tarde. El niño me enternecía. Uno de ellos, elegantísimo, con muchos anillos, todo un príncipe, vino a la cocina a rogarme si podía prepararle pescado, al que señalaba para hacerse comprender. De golpe, comenzó a acariciarme la espalda. Yo empezaba a sentirme un poco extraño. Entonces me pidió que le enseñara billetes de 100.000 liras porque no los había visto nunca. Es comprensible, pensé yo, son indios. Y no sé lo que me ocurrió. Todos decían: ¡Qué bonitos son! Y yo les daba los billetes. Al final, hasta les acompañé a la puerta.

   A finales de mayo, esta vez en Torino, dos hipnorateros se introducen en una caja de ahorros e inauguran la versión más extendida de esta leyenda urbana que Danilo Arona recogería en el libro citado más arriba, como El encantador de cajeros. Mientras él es un oriental de aspecto principesco, ella no desmerece: cabello castaño, diamante en la nariz y blusa de seda. Ambos hacen cola en la ventanilla y al llegar su turno piden cambiar dos billetes de cincuenta dólares por otro de cien. El problema comienza cuando reclaman un billete de la serie I de Italia para llevárselo como recuerdo.

   Cuando me pidieron el billete de la serie I —recuerda un cajero de la Plaza Duomo de Milán— me dedicaron una sonrisa. A partir de ahí, tengo un vacío total en la cabeza. Lo único que sé, es que he buscado ese billete maldito, que se fueron a pie y que en la caja faltaban 1.800 dólares. Que me costó lo mío que me creyeran y que yo mismo no me creo.

   Casos parecidos comienzan a registrarse en Cremona, Novara, Porto Cervo y Sant'Antonio de Gallora, merecedores de suculentas crónicas en los periódicos. El Banco di Sardegna, la Banca Commerciale Italiana di Cinisello, el Banco di Desio pasan a engrosar la lista de damnificados.

   Expresiones como «me miraron con ojos magnéticos», «recuerdo que le daba el dinero y no podía parar», «me hipnotizaron con el anillo» o «caí en trance cuando me musitaron al oído: "Dame dinero, pequeño, pequeño, pequeño"» se repiten en los testimonios.

   En este mundial paralelo al campeonato de fútbol, en el que no se sabe muy bien qué pintaban indios, paquistaníes, turcos y egipcios, pues ninguno de sus países había logrado la clasificación —detalle que pareció no importar a los italianos—, los orientales poco menos que ganan la copa al juego sucio.

   Anteriormente al evento, como acontecería dos años después en los Juegos Olímpicos de Barcelona, la policía primero y luego los periódicos, habían creado ese clímax de las grandes ocasiones alertando sobre la posible venida de bandas de falsificadores internacionales, así como de lo más granado de cada casa: descuideros, terroristas, psicópatas, estafadores...

   Por lo demás, desde que terminó el mundial de fútbol nada se ha sabido de ellos, aunque pudiera ser que ahora estén desvalijando pisos tras birlamos el coche e hiponotizarnos con «Tartufo».

   A los ladrones pulcros y ocurrentes siempre sabremos reconocerles méritos, por mal que les pese a algunos. De otro modo no se entiende que sus andanzas hayan dado la vuelta al mundo y cautivado los corazones de personas amantes de la ley, pero no por ello ignorantes de la dificultad que entraña triunfar en cualquier trabajo.

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