martes, 26 de febrero de 2019

Leyendas urbanas:El váter que explotó y otros accidentes grotescos El humor es hermano del horror





   P. GRIPARI



   Las fórmulas más elementales para provocar la risa —un transeúnte resbala en una piel de plátano y da con sus huesos en el suelo; un grupo de personas se enzarza en un interminable duelo a pastelazoshan sido utilizadas con un sinnúmero de variaciones sin perder jamás su primitiva eficacia.
   Desde las películas de «garrotazo y tentetieso» de Mack Sennet, pasando por los catastróficos despistes del inspector Clouseau, sin olvidar las historietas del TBO ni la comicidad aparatosa de las funciones de payasos y títeres, hasta la ultraviolencia onírica de tanta serie de «dibujos animados», los humoristas no han dejado de transformar a seres humanos y animales en meros objetos zarandeables, aporreables, machacables, pisoteables, atropellables, dinamitables e incendiables.

   En su célebre ensayo sobre los mecanismos del humor, el filósofo Henri Bergson extraía de ello la siguiente conclusión: «Nos reímos cada vez que una persona da la impresión de ser una cosa».

   Algunas leyendas urbanas describen accidentes grotescos que podrían figurar dignamente entre los gags visuales de ciertas comedias enloquecidas. Su más notoria diferencia, sin embargo, es que llevan el distintivo habitual del género: siempre se cuentan como sucesos verídicos. Jan Brunvand las denomina «Mack Sennets» por su obvio parecido con los zafarranchos acelerados que distinguen las películas de aquel pionero del cine cómico. El hacer hincapié en su carácter real parece indicar que no confiamos demasiado en la estabilidad del mundo cotidiano, ni en la solidez de cuanto nos rodea.

   Las situaciones que pintan estas leyendas nos dan a entender que el decorado donde vivimos puede desmoronarse en plena representación, y la obra solemne que creemos interpretar ante un público respetuoso puede transformarse súbitamente en una farsa grotesca, nosotros en simples payasos y los comentarios apreciativos de los espectadores en risotadas estentóreas.

   Cuando el escenario se derrumba, el mundo «organizado» de cada día choca bruscamente con el universo caótico de las «Looney Tunes» de la Warner Bros y el humor se hermana de improviso con el horror. Entonces es muy posible que un operario que instala una moqueta «alise» de un martillazo un supuesto «bulto», descubriendo más tarde que se trataba del canario o el hámster de la familia; o que un perro se arroje por la ventana persiguiendo la pelota que le lanza un invitado poco diestro; o que el prometido que visita a los padres de la novia cruce las piernas con tan mala fortuna que arroje al fuego de un puntapié al canario que volaba por la sala; o que alguien oiga un débil crujido al sentarse en un sofá y al comprobar lo que ha pasado encuentre al chihuahua de la casa con el cuello roto. Accidentes grotescos que tienen lugar en varias leyendas recopiladas por Jan Brunvand, y que ilustran los tragicómicos efectos que pueden derivarse de actos inocentes, sobre todo cuando uno se distrae y olvida que vive en un mundo donde la seguridad es pura apariencia.

   Muchas leyendas sobre percances grotescos se apoyan en un método cómico que Henri Bergson denomina «bola de nieve», pero que también podríamos llamar «efecto dominó»: una causa mínima desencadena una sucesión irrefrenable de incidentes cada vez peores. El siguiente relato, citado también por Jan Brunvand en su obra Too Good To Be True, ejemplifica dicho efecto con hilarante claridad:

   Una mujer debía llevar a la escuela de su hijo una culebra que tenía éste para que sirviera de tema de un ejercicio de expresión oral. Así pues la metió en una caja, imaginándose que estaba a buen recaudo, la colocó en el coche y emprendió la marcha. Al cabo de un rato, sin embargo, notó un cosquilleo en el tobillo. Cuando se agachó para investigar la causa vio que la culebra se había escapado y le estaba subiendo por el interior de la pernera. La mujer empezó a patear frenéticamente y a sacudirse los pantalones con la mano, tratando de quitarse el bicho de encima, pero no sirvió de nada; la serpiente continuaba trepándole por la pierna. Así pues se detuvo en la cuneta, salió precipitadamente del coche y se puso a dar saltos e incluso a revolcarse por suelo para ver si conseguía librarse de ella. En esto un automovilista que pasaba por allí presenció la escena y se dijo:

   «¡Santo cielo! ¡A esa pobre mujer le ha dado un ataque!». Con que paró el coche y se fue corriendo a prestarle ayuda. La agarró fuerte e intentó inmovilizarla, pero ella no paraba de gritar y retorcerse.

   Otro conductor vio la escena y se dijo: «¡Santo cielo! ¡Ese tipo está atacando a aquella pobre mujer!».

   Con que también se detuvo, se acercó corriendo a la pareja y asestó un puñetazo en plena cara al supuesto agresor. Finalmente, la mujer logró desembarazarse de la serpiente y pudo explicar lo ocurrido a aquel par de buenos samaritanos.

   El símil de la «bola de nieve» valdría para otras leyendas contemporáneas que narran diversos accidentes domésticos en los que la víctima, como apuntábamos más arriba, se ve reducida a un simple «objeto» que va «rebotando» de un percance a otro y resulta herida y humillada en el proceso.

   Héctor Izquierdo, de Madrid, nos cuenta con gran estilo una de las más difundidas: «El váter que explotó». El título con que encabeza su versión, Las desgracias nunca vienen solas, encierra expresivamente la misma idea:

   Un hombre casado, de unos cincuenta años, tenía prohibido el tabaco porque había padecido un amago de infarto de miocardio. Sin embargo, no podía prescindir de algunos cigarrillos al día y se encerraba en el cuarto de baño de su casa para poder fumar tranquilamente sin ser recriminado por su mujer, muy atenta siempre al estado de salud de su marido. En realidad, la mujer era cumplidora con todo e incansable. La limpieza del hogar era una de sus obsesiones. Por ello se preocupaba en demasía por los gérmenes, y la cocina y los cuartos de baño eran el centro de su preocupación sanitaria e higiénica. Por ello, de vez en cuando, empleaba en la limpieza exhaustiva que practicaba un producto químico abrasivo —ningún germen, ningún microbio, bacteria o lo que fuera podrían sobrevivir a semejante esfuerzo. Solía rociar bien el retrete con ese producto, que debía de ser una espantosa mezcla de alcohol de quemar y amoníaco. Cuando lo vertía y lo extendía sobre el blanco inmaculado del váter o del lavabo solía ponerse una mascarilla por los vapores, que podrían resucitar a un viajero hacia el más allá. En fin, lo que de ningún modo podria imaginarse esa virtuosa mujer de su casa es que el marido iría a sentarse en el trono pocos minutos después para enfrascarse en la lectura del periódico deportivo y en el placer solitario de su furtivo cigarrillo. Y aunque se lo hubiera imaginado tampoco hubiera servido de nada porque es muy dudoso que hubiera podido prever las consecuencias.

   Las consecuencias fueron bastante inmediatas, lo que tarda uno en fumarse a placer un pitillo bien aprovechado, menos de diez minutos. Los gritos terroríficos de un hombre se escucharon por todo el bloque de viviendas nada más tirar el infortunado marido la colilla por el retrete, como acostumbraba.

   Una llamarada se encargó de lamerle bien los genitales y alrededores. Los pelillos desaparecieron al instante en una arruga rápida que nada tenía de bella ni natural. La mujer acudió rauda pero poco podía hacer ni entender. El marido se retorcía con una toalla mojada envolviéndole las partes bajas. Ella no comprendía. Él no acertaba a explicarse, el infierno bramó desde la grieta de un retrete superlimpio.

   Cuando llegaron los de Samur quisieron naturalmente explicaciones para su rutina necesaria de rellenar partes. A duras penas empezaron a comprender y a enlazar hechos, y cuando así ocurrió les dio un ataque de risa justo en el momento en que transportaban al infortunado en una camilla. Y lo que tenía que suceder tampoco se hizo esperar. La camilla rodó con el abrasado escaleras abajo.

   Parece ser que en el hospital dudaron un momento pero después lo tuvieron claro. Primero, el paciente a unidad de quemados. Después a traumatología. Nada se ha contado de su curación o del estado en que quedó. Aunque parece que el corazón no se detuvo sino que resistió con entereza. (Esta narración la oi contar en la radio creo que era RNE en el programa de Carlos Herrera— a una señora que según dijo le había ocurrido a un vecino del bloque.) Aquí la víctima no es el quimérico «amigo de un amigo» sino el «vecino de una vecina». Da lo mismo. La nota que incluye al pie de su relato nuestro corresponsal de Madrid confirma de nuevo que los medios de comunicación son el conducto por el que transitan con mas frecuencia las leyendas urbanas.

   Diríase que a los periodistas (no sabemos si voluntaria o involuntariamente) les encanta compaginar la información objetiva —casi siempre monocorde— con la desinformación legendaria —mucho más apasionante.

   La variante que sigue la debemos a Félix René Juberías, de Zaragoza. Aunque se echa en falta el funesto «ataque de risa» con que suelen culminar todas las versiones, hay en ella dos datos muy útiles: una referencia a la prensa —otra vía por la que pudiera haberse difundido la leyenda en nuestro país— y una fecha concreta al respecto:

   Esta historia la leí en un periódico canario alrededor de 1987. Según creo recordar no ocurrió en España, debió de pasar en algún país de Latinoamérica y por lo visto la noticia, aunque en principio falsa, dio la vuelta al mundo. Trata de lo peligroso que pueden llegar a ser los productos de limpieza sanitarios.

   Una mujer acababa de fregar la taza del váter de su casa, y con el fin de desinfectarlo totalmente, echó cierto producto dejándolo en contacto con las paredes interiores del sanitario. Al cabo de cierto tiempo, su marido entró en el servicio para hacer de vientre. Cuando el hombre estaba plácidamente sentado le apeteció fumar un cigarrillo, lo encendió tirando la cerilla dentro de la taza (como hace todo el mundo) con tan mala suerte que el producto desinfectante era inflamable y... «se chamuscó todo».

   En la obra citada anteriormente, Jan Brunvand alude a otra versión de la leyenda que data de 1988.

   En aquel entonces el inodoro explotó nada menos que en Tel Aviv, y el relato dio la vuelta al mundo como una noticia verdadera hasta que el periódico israelí que la había publicado se encargó de desmentirla. Aún así, como suele ocurrir con muchas leyendas contemporáneas, la rectificación cayó en el olvido y el relato debió de proseguir su gira triunfal por varios continentes.

   El «ataque de risa» de los camilleros, que también recogen las versiones que nos envían Mª Ángeles Martín desde Málaga y un informador anónimo de Barcelona, es un toque de humor negro con el que suelen concluir otras muchas leyendas de accidentes grotescos.

   Una de las más conocidas suele empezar con el protagonista a cuatro patas, intentando reparar un calentador o un fregadero, sin más indumentaria que un batín corto. De pronto se le acerca por detrás su perro o su gato y con el «hocico helado» le asesta un golpe en los testículos. El hombre se lleva tal susto que se incorpora bruscamente y se pega un testarazo terrible, perdiendo el sentido. Al enterarse del suceso, los camilleros se desternillan de risa y sueltan al infeliz, que sufre lesiones aún más graves.

   Reanudando el razonamiento que seguíamos más arriba, podríamos decir que la leyenda del «váter que explotó» muestra con despiadada nitidez la fragilidad de ciertas ilusiones a las que nos aferramos para no sucumbir a la desesperación. Creemos ingenuamente en la seguridad y el recogimiento del hogar, y estamos convencidos de que la «dignidad» debe conservarse a cualquier precio.

   Pues bien, si analizamos la leyenda veremos cómo la «bola de nieve» bergsoniana aplasta consecutivamente estos dos conceptos ilusorios. Obsérvese que la víctima se halla siempre recluida plácidamente en el rincón más íntimo de su casa, el «retrete», la «habitación retirada» por excelencia.

   Recordemos cómo describe Héctor Izquierdo esos efímeros momentos de paz: se encerraba en el cuarto de baño de su casa (...) para enfrascarse en la lectura del periódico deportivo y en el placer solitario de su furtivo cigarrillo. La explosión se produce siempre a causa de una negligencia de la esposa, cuyo carácter de «ama de su casa» infatigable, preocupada por la higiene, contrasta abiertamente con la ociosidad del marido, «sentado en su trono», entregándose a un vicio «pernicioso» mientras ella se desvive por tener limpio el hogar. ¿Podría existir un afán de venganza inconsciente en la supuesta negligencia de la esposa? Dejaremos la pregunta en el aire, pero tanto si hubo premeditación como si no, el hombre termina pagando muy caro el peligroso descuido. Su intimidad salta en pedazos, sus malos hábitos salen a la luz, su amor propio queda seriamente abrasado y, en definitiva, toda su dignidad es pasto de las llamas. Llegado a este punto, ya no puede inspirar nada más que risa, incluso entre los que debieran mostrar compasión, aunque sólo fuera profesional.

   Diversos ejemplos norteamericanos demuestran que la leyenda del «váter explosivo» deriva de algunos chistes que se remontan a la época de los retretes al aire libre. En la mayoría de ellos, señala Jan Brunvand en la obra ya citada, la víctima es un pueblerino que vuela por los aires y aterriza en un prado cercano, donde exclama invariablemente: «¡Debe de ser algo que comí!»

   Otros chistes más sangrientos, que ya se contaban allá por los años cincuenta, tienen similitudes aún mayores con la leyenda que nos ocupa, si bien ésta parece ser una versión «suavizada» de aquéllos. En la página 443 de Rationale of the Dirty Joke, obra que podríamos calificar con toda justicia de «Biblia del chiste verde» Gershon Legman reproduce el siguiente ejemplo, recogido en Nueva York (1951):

   Una mujer vierte un detergente explosivo en la taza del váter. Su marido, mientras está orinando, arroja en el interior la colilla de un pitillo. Se produce una tremenda explosión. Su esposa llega corriendo y lo encuentra dentro de la bañera, cubierto de sangre. «¡Dios mío!» exclama. «¿Dónde está tu oreja?» «¡Que se vaya al cuerno, mi oreja! Búscame el brazo derecho. En él está mi pene.»

   El desenlace del chiste revela explícitamente lo que la leyenda sólo insinúa, si bien las carcajadas de los camilleros podrían ser el equivalente «expurgado» de este final que no admite dudas: la víctima sufre un «accidente castrador» (palabras de Legman) debido a la torpeza de su mujer. Si tenemos en cuenta que el retrete se asocia inevitablemente con los órganos genitales, diríase que la castración del protagonista sería la consecuencia más lógica del accidente. Su dignidad, entonces, no sólo se vería pisoteada, sino arrancada de raíz. Y la «comicidad» del episodio justificaría con creces las risotadas convulsivas de los camilleros.

   No todos los accidentes grotescos que describen las leyendas urbanas se producen por jugarretas del azar. Algunos de ellos son el resultado de llevar ciertas bromas demasiado lejos. El tema ha sido recogido puntualmente por los cronistas de la narrativa tradicional, como lo confirma la referencia N334 del Motif-index de Stith Thompson: Desenlace fatal de un juego o una broma. Ernest Baughman, otro eminente estudioso de los temas tradicionales, amplía el dato en su índice, asignándole la referencia N.384.0. 1 (a): Iniciado de una fraternidad muere por presunta pérdida de sangre. Los miembros le vendan los ojos, le pasan un cubito de hielo por el brazo y al mismo tiempo, dejan gotear un grifo. Acto seguido se marchan. Cuando vuelven al cabo de unas horas lo encuentran muerto.

   Percibimos ecos evidentes de la referencia N334 en una leyenda urbana muy difundida en Catalunya —y tal vez en otros puntos de España— pero de la que no hemos localizado equivalentes extranjeros. La hemos titulado La corbata del novio y la sierra mecánica. La versión que sigue nos la cuenta Teresa Mas, una informadora de Igualada (Barcelona):

   En un restaurante de la comarca de Anoia (Barcelona) se celebraba un banquete de bodas. Cuando llegó el momento de los acostumbrados rituales o bromas, se decidió cortar la corbata al novio con un método inédito hasta el momento: una sierra mecánica. Involuntariamente, la persona encargada de efectuar el corte de corbata seccionó el cuello del novio, que falleció.

   Entre los días 10 y 15 de marzo de 1991, la «noticia» causó tal conmoción en Igualada, que una publicación bisemanal de la ciudad tuvo que desmentirla en un suelto titulado Las serpientes de primavera. El texto, que traducimos del catalán, decía así:

   Parece que, a caballo de la primavera, se desaten los casos rocambolescos referidos a nuestra comarca. Aún esta semana hay quien nos ha llamado por si podíamos ampliar la noticia, que no era tal. Se propagó que había habido un novio muerto al cortarle la corbata con una sierra mecánica.

   Insólito.

   Efectivamente. La historia contenía todos los rasgos de las leyendas urbanas: impacto colectivo; protagonistas anónimos; escenarios concretos que iban variando según las versiones y que cada vez se alejaban más del «foco» inicial del relato y deformación progresiva de los hechos: en las primeras versiones el «bromista», desesperado, huía en coche y sufría un accidente mortal, mientras que la viuda prematura se suicidaba al día siguiente (pura tragedia griega).

   Variaban asimismo las causas de la muerte y!a naturaleza del «arma homicida»: algunos sostenían que el novio falleció desangrado; otros, en cambio, juraban que murió estrangulado por su propia corbata al enredarse en ella la cadena de la sierra. Tampoco estaba claro si ésta era eléctrica o de gasolina. Había además numerosas personas que aseguraban codearse con «amigos de amigos» de quienes habían presenciado la tragedia o que incluso conocían personalmente a alguno de tales testigos.

   Nuestros obstinados intentos de encontrar nuevas referencias en los archivos de un canal de televisión local no dieron resultado. Con el tiempo fuimos recopilando versiones orales que situaban el suceso en otras ciudades (Manresa, Vilanova i la Geltrú, Vilafranca del Penedés, Barcelona), de lo cual parecía desprenderse que la leyenda ya circulaba anteriormente. Y si se trataba de una leyenda «migratoria», cabía suponer que terminaría traspasando los lindes de las comarcas catalanas. La confirmación de esta hipótesis nos llegó en fecha muy reciente, — el 26 de enero de 1999— por vías inesperadas: una entrevista al escritor barcelonés Ignacio Vidal-Folch publicada en El Periódico de Catalunya y firmada por Arturo San Agustín. Vidal-Folch empieza por describir cierta costumbre que «ocurre realmente en Serbia» y de la que da fe en su novela La cabeza de plastico. Merece la pena reproducir sus palabras, puesto que dicha costumbre —sea o no apócrifa— evoca al escritor el recuerdo de la historia que nos ocupa:

   Allí las bodas en el campo son crueles —asegura Vidal-Folch—. En un momento de las mismas, cuando ya han transcurrido dos días de fiesta, se obliga a la orquesta a que suba al tejado.

   Paralelamente se obliga al cantante a que suba al pajar. Entonces le prenden fuego al pajar y se cuenta por minutos el tiempo que el cantante es capaz de permanecer en el mismo. (...). Y los invitados poniendo dinero sobre la mesa para él. Cuantos más minutos es capaz de resistir las llamas, más dinero gana. (...). Si la codicia del cantante es extrema, puede terminar asfixiado o abrasado. — Poco después, el novelista asocia ideas y comenta—: Aquí algunas bodas también se las traen. — Y acto seguido entra en materia—: Me contaron que en un pueblo castellano, los amigos del novio le intentaron cortar la corbata con una sierra eléctrica con tan mala fortuna que cortaron al novio por la mitad.

   Una salvajada.

   Así pues, gracias a Vidal-Folch pudimos confirmar, si bien algo tardíamente, que una versión corregida y aumentada de La corbata del novio y la sierra mecánica había alcanzado los campos de Castilla.

   A primera vista, esta leyenda podría ser un cuento admonitorio acerca de los peligros de desviarse de los rituales establecidos. Teresa Costas, una informadora de Capellades (Barcelona), nos remite una versión que contiene un párrafo muy explícito al respecto. De nuevo traducimos del catalán: (...) En el momento de cortar la corbata al novio, unos amigos, creyéndose muy listos, sacaron una pequeña sierra eléctrica, pues creían que hacerlo con unas tijeras era demasiado convencional.

   Aunque algunos familiares les advirtieron que era un poco peligroso, los amigos siguieron adelante (...) La simplicidad de la trama parece apuntar hacia esta interpretación, al tiempo que refuerza su verosimilitud. «En este mundo puede ocurrir de todo» es una frase muy sensata que podría utilizar todo buen ciudadano que oyera contar esta leyenda urbana o cualquier otra.

   Sin embargo, cuantas más vueltas damos a esta leyenda, más nos acordamos de los chistes sobre «accidentes castradores» que recoge Gershon Legman en la obra citada anteriormente. Bajo su trágica superficie se intuyen ciertas dosis de humor negro. Pensemos en el carácter de orgía encubierta que tienen los banquetes de bodas tradicionales, tanto más pronunciado cuanto mayor es el consumo de alcohol. Leamos entre las líneas de la leyenda que, como todos los relatos simbólicos, se dirige al inconsciente. Imaginemos que lo que se nos pretende insinuar es que la «broma» consistía en un amago de castración con sierra eléctrica, lo cual la aproximaría significativamente a la referencia J1919.5.1. del Motif-index de Stith Thompson: esposa ignorante castra al novio cuando le dicen en broma que lo haga. Supongamos que los amigos del novio llevaron a cabo lo que podríamos denominar eufemísticamente un «duelo de virilidades» (sierra mecánica «fálica» contra corbata igualmente «fálica») con el fin de poner los pelos de punta a la novia. Figurémonos, en definitiva, cuál sería exactamente el «desenlace fatal».

   El humor, sin duda, es hermano del horror.


No hay comentarios:

Publicar un comentario