martes, 26 de febrero de 2019

Leyendas urbanas: Su majestad al volante

Su majestad al volante Me contaron que en las proximidades de Madrid a alguien se le averió el coche. Tras estacionar en la cuneta, una moto que circulaba a gran velocidad aminoró el paso, con tal de prestar auxilio al conductor. Ya parado, el motorista se quitó el casco rojo y resultó ser el rey Juan Carlos I.



   FRANCIS TSANG



   Madrid Que al rey Juan Carlos I le encantan los coches, no es ninguna novedad. Lo hemos visto tripular un Fórmula 1 en el circuito de Montmeló, sabemos de su pasión por las motos de gran cilindrada y conocemos que, en alguna ocasión, ha logrado despistar a los servicios de seguridad a bordo de su yate. Lo que no se conoce tanto es que el rey Juan Carlos I tiene remedios mecánicos muy ingeniosos para esos coches que, de imprevisto, comienzan a sacar humo o se desmayan por inanición faltos de combustible. Casi cualquier mallorquín, por ejemplo, ha oído relatar a algún amigo suyo cómo una vez recogió al rey Juan Carlos I mientras hacía autoestop —su otra gran pasión, por lo que parece— y recuerda el lugar exacto en el que el monarca decidió apearse —Alcudia, Deia, Cala d'Or, Palma, etc.
   En virtud de las historias que nos han llegado, se puede afirmar que el rey Juan Carlos I ha participado en toscas labores de reparación en un buen número de provincias españolas —Madrid, Mallorca, Barcelona, Sevilla, etc. Incluso, a tenor de lo que se cuenta en otros países, caso de Estados Unidos, es posible que haya sentado jurisprudencia, pues de otra forma no se explica que cantantes famosos, estrellas de Hollywood y multimillonarios de pro hayan emulado su ejemplo y manifiesten un raro altruismo por los avatares de la carretera.

   En Estados Unidos, por ejemplo, la mujer de Leon Spinks —el famoso boxeador—, la viuda del cantante Nat King Cole, el magnate Howard Hughes y el también rey Elvis Presley han repartido entradas para conciertos, obsequiado auténticas fortunas y regalado flamantes Cadillacs a cuantos les han auxiliado en la carretera. Al menos, eso es lo que se cuenta por allí, tal y como ha podido comprobar Jan Brunvand al enfrentarse con esta leyenda, cuyas diversas manifestaciones analiza en The Mexican Pet.

   De todos ellos, Elvis es el más persistente y no ha dejado de soprender a su coetáneos con episodios que parecen sacados del libro de Raymond A. Mody Vida después de la vida, «un informe amablemente sensato que recoge ciento cincuenta testimonios de ciudadanos corrientes que afirmaban haber regresado de lo que parecía una muerte cierta», en palabras de Harold Bloom.

   El compositor de Unchained melody ha sido «visto» tras fallecer, ya no sólo en Memphis, sino también en innumerables supermercados y centros comerciales e incluso en la Luna. Así, según una leyenda llegada hasta España y narrada por Enrique Bueno, si uno observa atentamente con un telescopio la faz de la Luna, puede descubrir con asombrosa nitidez la cara del inventor del rock and roll.

   A este raro fenómeno por el cual los reyes se mezclan con la plebe y las celebridades ejercen de soberanos en su versión magnánima, se le conoce por «sebastianismo» o «el rey durmiente en la montaña».

   Así lo explica Carlos Alonso del Real en un magnífico libro titulado Superstición y supersticiones en el que detalla algunos nombres de figuras carismáticas, fallecidas en extrañas circunstancias, que en realidad no murieron, sino que se quedaron en algún lugar en la reserva. Según Alonso del Real hay dos facciones, la heroica y la demoníaca. La última empieza con Nerón, continúa con Federico Barbarroja y termina con Hitler, mientras que la épica incluye al inglés rey Arturo o al rey portugués Sebastián.

   De un modo lateral —esgrime Carlos Alonso del Real, refiriéndose al «sebastianismo»— se ha aplicado a Napoleón, a Juana de Arco, con intereses bien claros al fallecido hijo de Luis XVI, y, dejando alguna duda sobre si habrá algún fondo de verdad, al zar ruso Alejandro I y a la gran duquesa Anastasia.

   Una mediocre tentativa burocrática de crear un mito de esta especie, prontamente truncada por el peso de la realidad —apunta Alonso—, se dio en España durante la Guerra Civil en torno al teórico y líder falangista, José Antonio Primo de Rivera, con la denominación de «el ausente». Dicho sea de paso, yo mismo fui arrestado por negarme a creer esto.

   Pero no, lo de Juan Carlos I pertenece a otro género. Más bien se trata de esos «cinco minutos de rey» a los que tiene derecho en vida cualquier mortal, por muy ruin que sea su existencia. Aquí nos encontramos con un auténtico Robin Hood lleno de grasa que, tal vez enviado por los dioses, repara en las dificultades que atraviesan sus súbditos en la vida doméstica. Ellos necesitan ayuda y él se la da. Después vuelve a ponerse su casco rojo y arranca a toda velocidad, dejando tras su estela un horizonte de esperanza que nos hace sentirnos menos solos en nuestra condición plebeya.

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