martes, 26 de febrero de 2019

Leyendas urbanas: El submarinista calcinado,

 El submarinista calcinado Un guarda forestal advirtió tras un pavoroso incendio que un extraño cuerpo se había quedado enredado en las ramas de un árbol. Tras observarlo atentamente, descubrió que su atuendo era el propio de un hombre rana: traje de neopreno, botellas de oxígeno, mascarilla y pies de pato.



   PERE PORTABELLA



   Barcelona Hace ya unos años el cineasta Pere Portabella rodó una película titulada El pont de Varsòvia (1989). En una de las escenas más impactantes de este film lírieo y simbólico, podía verse a un submarinista calcinado en mitad de un bosque arrasado por el fuego. Su misteriosa aparición cambiaría el rumbo de las relaciones afectivas que mantenían hasta ese momento los tres personajes principales: una profesora de biología, un escritor recientemente galardonado y un director de orquesta.
   La idea —nos comentó Portabella— Ta saqué de un recorte de periódico de la región de Le Midi, si no recuerdo mal, del Nice Matin. En un breve se afirmaba que un escafandrista había sido hallado en las inmediaciones de los Alpes, en la región de la Provenza, si bien no puedo precisar el lugar exacto, tal vez cerca de Lyon o de Aviñón, pero no más abajo.

   Antes que Portabella, submarinistas de diversas nacionalidades —la leyenda se conoce, por ejemplo, en Estados Unidos, España y Francia— habían oído que los hidroaviones que extinguen los incendios abducen involuntariamente a buzos desprevenidos. Así, mientras éstos están absortos en la fauna submarina, son apresados por las fauces de un Moby Dick alado que los transporta a una especie de parrilla enorme, muy habitual en las pesadillas de meros, atunes y sargos.

   Esta metáfora del «pescador pescado», hay que decirlo ya, no tiene ningún fundamento técnico.

   Según señala el cuerpo de bomberos —por boca de Enric Pagés—, los hidroaviones de ICONA se valen de un enjambre de tubos y de una rejilla «por donde no cabe un puño», para llenar sus depósitos, por lo que no cabe hablar de homicidio involuntario.

   No obstante, esta historia era conocida en España desde la década de los ochenta, cuando empezó a oírse por clubes de submarinistas, como el GISED de Valencia, o el propio Centro Excursionista de Gracia —Barcelona—, en cuyo tablón de anuncios permaneció clavada con una chincheta durante largo tiempo una fotocopia que advertía del peligro.

   Ya por aquel entonces, embarcaciones cuyos patrones tenían la vista puesta en Borneo, habían arrollado en el litoral español a submarinistas atrincherados en boyas naranjas, causándoles graves daños, cuando no la muerte.

   Tal vez ello alimentara el rumor y forjara esta historia gremial surrealista, que con el tiempo acabaría por traspasar su medio natural, el mar, para probar fortuna tierra adentro. James Kirkup, por ejemplo, un norteamericano residente en Andorra, informó en octubre de 1998 a Foaftale News, el boletín de la Sociedad Internacional para el Estudio de la Leyenda Contemporánea, que los «canadairs» —los aviones antiincendios galos— succionaban a menudo hombres ranas al llenar sus depósitos en el Mediterráneo.

   Sin embargo, una pista iba a trastocar nuestra investigación. La aportaba Luis Noriega, un colombiano licenciado en Literatura, que preparaba en aquel momento su tesis doctoral sobre las ficciones que determinan el mundo real. Noriega había escuchado en Londres la historia del submarinista y la relacionaba con una segunda, la de un marinero que se suicidó tras salir de un restaurante francés y comer una sopa de albatros —los británicos parecen tener claro a qué país se le ocurriría perpetrar semejante atentado gastronómico...

   La historia contaba, más o menos, lo siguiente. Un barco había naufragado en altamar. Los supervivientes se refugiaron en una isla, pero muy pronto escasearon las provisiones. Cuando ya estaban a punto de perecer a causa del hambre, apareció un marinero con un caldero humeante. Al parecer, la diosa fortuna se había apiadado de ellos y les había obsequiado con un albatros para preparar el suculento guiso. Al día siguiente se repitió la misma escena. Y al otro. Y al otro.

   Después de marcar unas cuantas cruces en un árbol —tantas como días trascurridos—, los marineros fueron rescatados por un navío mercante. Al cabo de algunos meses, nuestro náufrago se había convertido en un próspero gentilhombre y visitaba Francia para atender sus negocios. Tal vez para rememorar su odisea, se aventuró en un restaurante galo y decidió probar el mejunje al cual debía la vida. Pero fue llevarse la cuchara a la boca y reparar en el sabor real que tenía la sopa de albatros.

   Ahora estaba claro: su menú había consistido en los marineros muertos que la marea devolvía a la playa. Sin esperar al segundo plato —algo, por cierto, nada inglés— nuestro héroe creyó encontrar el momento para poner fin a sus días.

   No obstante, tanto la historia de la sopa de albatros como del submarinista se contaban de otra forma: «Se incendia un bosque y descubren a un buzo quemado. ¿Qué ha pasado?». Es decir, se trataba de acertijos, de pruebas de ingenio del tipo: «Un hombre de una pequeña ciudad española ha celebrado matrimonio con nueve mujeres. No ha incumplido ninguna ley ni se ha divorciado, ni se ha separado, ni tampoco ninguna de ellas ha muerto. ¿Cómo es posible?». Solución: Es un sacerdote.

   Con esta certeza nos fuimos a hablar con Màrius Serra, especialista en enigmística y autor del crucigrama que cada día publica La Vanguardia. Tras rebuscar por sus archivos y conversar animadamente sobre Martin Gardner y Los acertijos de Sam Lloyd, Màrius Serra dio con lo que buscaba, una caja rectangular de la firma británica Spear comercializada bajo el nombre de Mindtrap.

   El desafío a la mente, que contenía unas mil fichas con adivinanzas de todo tipo, entre ellas la de la sopa de albatros y la del submarinista calcinado.

   En España había sido puesta a la venta en 1993 —al parecer la casa juguetera Mattel también tenía un juego que reunía al submarinista y a la famosa sopa—, si bien su puesta en circulación en Gran Bretaña fue anterior. De hecho, muchos de los acertijos que allí se incluían tenían más de cien años de historia, cuando no eran refritos de mitos clásicos. Nos interesaba, sobre todo, saber si la historia del submarinista había surgido en algún despacho como un juego de lógica o si, como parecía al principio, había sido propagada por los únicos habitantes del mar trajeados.

   Como si se tratara de uno de los enigmas de Canterbury fue imposible saberlo. Tanto es así, que terminamos hablando sobre qué fue antes, si el huevo o la gallina. Serra opinaba que, desde un punto de vista zoológico, los dinosaurios nacieron primero que las gallinas y que lo hicieron de huevos. Así que, mientras se consumía la mañana, creímos ver en el horizonte un pterodáctilo que, con la excusa de apagar un incendio, iba a depositar muy pronto un huevo en forma de submarinista cerca de cualquier oceáno importunado por el fuego.

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