martes, 26 de febrero de 2019

Leyendas urbanas: La muerte del novio.

Nos juntábamos las noches de verano y contábamos historias de miedo»
   Ocurrió hace unos años. Un chico llevaba a su novia a casa después de salir del cine. Cuando transitaban por el kilómetro cuatro de la carretera nacional 330 se quedaron sin gasolina. El chico cogió una botella que tenía guardada en el capó para un caso de emergencia como éste y se acercó a una gasolinera que hay a unos dos kilómetros. La chica se quedó en el coche, con las puertas cerradas por dentro y escuchando la radio, medio dormida. Unos minutos más tarde unos fuertes golpes en la ventanilla trasera del vehículo le sobresaltaron. Cuando se giró para ver qué ocurría, descubrió con horror que alguien golpeaba con la cabeza ensangrentada de su novio en el cristal...



   JOSE LUIS



   Alicante Este cuento cruel, que los folkloristas norteamericanos denominan The Boyfriend's Death (La muerte del novio) forma parte de un ciclo de leyendas urbanas que llevan más de veinte años en el repertorio de relatos terroríficos de los adolescentes. Ajenas al paso del tiempo y a la influencia de lo que el escritor y crítico cinematográfico Carlos Aguilar denomina películas de terror «de discoteca», estas leyendas siguen contándose al pie de la letra en campamentos de verano, en el recreo y en fiestas juveniles.
   Ello parece indicar que, por mucho que se diga lo contrario, losjóvenes se encargan a su manera de preservar una serie de relatos que podríamos calificar de tradicionales con toda justicia. Aunque pocos padres y educadores reconocerán el valor «formativo» de semejantes historias ultraviolentas, lo cierto es que constituyen una especie de prolongación realista, secreta, casi underground, de los relatos tradicionales homologados por los pedagogos.

   Las versiones de que disponemos ubican la acción en escenarios tan dispares como el Túnel del Cadí, la playa de El Saler (Valencia) o el Valle de Arán, pero ninguna de ellas omite dos detalles clave: el coche se queda sin gasolina o se avería, y el novio, tras dejar desamparada a su chica, termina siempre decapitado.

   Antes de analizar la «moraleja» que encierran ambas constantes, conviene que nos detengamos en la interesante difusión de esta leyenda.

   Entre 1979 y 1982, Mark Glazer se dedicó a recopilar sobre el terreno las leyendas contemporáneas que se habían incorporado al folklore de la comunidad anglomexicana residente en el sur de Texas. Así logró reunir veinte versiones de La muerte del novio, once de las cuales se ajustaban al esquema de los primeros ejemplos documentados de este relato, que recogió el folklorista Daniel Barnes en 1964 designándolos como del Tipo A. Hemos de señalar que por nuestra parte no hemos obtenido ni una sola versión de este tipo, lo cual parece sugerir que se trata de una leyenda inédita en España. [Si por fin llega a nuestros pagos, tal vez sea por obra de la mediocre película Leyenda urbana (1998) que se sirve de ella para escenificar un asesinato particularmente inverosímil.] Los relatos del Tipo A contienen detalles que los emparentan con las versiones que reproducíamos más arriba, aunque el desenlace difiere considerablemente: una pareja se queda sin combustible en un lugar apartado, debajo de un árbol espléndido. El muchacho decide llegarse a una gasolinera próxima, tras aconsejar a su novia que permanezca en el coche y no abra la puerta a menos que oiga tres golpes y luego su nombre. No bien se queda sola empiezan a sonar ruidos inquietantes. (A veces pone la radio y se entera de que un loco peligroso se ha escapado de un manicomio cercano. Ana Belén Cerezuela, de Bilbao, e Isabel María, de Málaga, nos lo recuerdan en sus respectivos relatos.) Por fin se queda dormida, hasta que tres golpes en el techo la despiertan bruscamente. Como no oye su nombre prefiere no abrir la puerta. Llega por último la policía. La chica les explica lo ocurrido.

   Le piden que salga del coche pero que no mire hacia atrás. (Detalle que recoge Jaione Olmos, de San Sebastián, en su versión de los hechos.) Como era de esperar, la chica no puede resistir a la tentación, y mientras se aleja del vehículo vuelve la cabeza, emulando a la mujer de Lot. Entonces ve a su novio ahorcado en el árbol, encima del coche. Los golpes los producía la sangre que goteaba de su cuerpo desgarrado. (En algunas variantes se oyen roces y crujidos en el techo, causados por los zapatos del cadáver. En otras, el novio aparece colgado del pie.) Así concluían las once versiones del Tipo A. Lo que Mark Glazer no se imaginaba cuando emprendió su estudio, era que iba a encontrarse con nueve variantes inéditas hasta entonces de La muerte del novio. Estos relatos, que llamó del Tipo B, se habrían formado posteriormente pues el más antiguo databa de 1971. He aquí su argumento: Una pareja de novios (a veces un matrimonio) se queda sin gasolina. Mientras la mujer espera en el coche, ocurre lo siguiente: le arrojan un saco desde un vehículo en marcha; un individuo (o varios) deja el saco sobre el capó y se va; o bien un hombre golpea con él la ventanilla y finalmente lo abandona en el suelo. El saco lo abre la policía o la misma mujer, impelida por la curiosidad, descubriendo que contiene la cabeza de su compañero.

   [Si sustituimos el saco por un paquete urgente, y la cabeza del novio por la de Gwyneth Paltrow, tendremos el comentadísimo desenlace de la película Seven (1997): otro caso flagrante de guionista que bebió de las fuentes del folklore.] Dejando aparte el saco, que debió de perderse en algún punto del camino, está claro que los relatos del Tipo B coinciden a grandes rasgos con los que han llegado a España y otros paises europeos.

   En una versión italiana de la leyenda, recogida por Titta Cancellieri en su obra E se capitasse a te?, la cabeza cortada también aparece sin envoltorio. Lo mismo sucede en la variante que incluye Paul Smith en The Book of Nasty Legends: el asesino se sienta en el techo del coche y la hace rebotar como una pelota.

   Al analizar el perfil lingüístico de las personas que le contaron versiones del Tipo B, Mark Glazer llega a una conclusión que no duda en calificar de «sorprendente» y que a nosotros nos parece de lo más interesante: la mayoría de ellos eran bilingües o hablaban solamente castellano. ¿Podría existir una línea directa entre las versiones del sur de Texas y las españolas? ¿Explicaría ello la ausencia de versiones del Tipo A en nuestro país? Dejamos la cuestión en el aire, pero valdría la pena investigarla.

   En cuanto a la moraleja a que nos referíamos antes, la que propone Mark Glazer es de aplicación universal, pero nos parece que se adapta muy bien a la mentalidad hispana. En nuestra cultura, el tener coche y novia (o viceversa) son dos requisitos fundamentales para ingresar en el mundo de los adultos. A partir de entonces surgen nuevas obligaciones de índole caballeresca: ser galante con la doncella y tratar como Dios manda al automóvil (equivalente moderno de la montura).

   El joven que vela por su coche y lo «alimenta» como es debido podrá cruzar velozmente los caminos oscuros donde acechan monstruos y gigantes. Pero si no le ofrece los cuidados necesarios, el coche se rebelará dejándole «tirado». Y si encima comete la torpeza de abandonar a su dama para ir a solventar el despiste, es lógico que reciba un castigo ejemplar. Su muerte por decapitación constituye un símbolo muy elocuente: si el novio pierde la cabeza es porque su «falta de cabeza» le ha llevado a perderla. Al enseñar su «trofeo» a la novia, golpeando con él la ventanilla, el asesino no hace sino remachar esta moraleja de un modo salvajemente expresivo.

   Con un relato que nos remite Ainhoa, una informadora de Leioa (Euskadi) abrimos la segunda parte de esta antología de leyendas terroríficas. Se trata de otro clásico universal, del que el folklorista británico Paul Smith ha detectado antecedentes históricos que se remontan al siglo XVI, y que podríamos titular La ciega y el perro lazarillo:

   Les voy a contar una historia que escuchaba de pequeña en mi pueblo de Extremadura (en Montehermoso, Cáceres). No sé si será cierta o no, supongo que es una historia para asustarnos cuando somos pequeños. Nos juntábamos las noches de verano y contábamos «historias de miedo»...

   Había una historia que trataba de una joven, ciega, que vivía sola con su perro lazarillo, un pastor alemán. La joven vivía cerca de un psiquiátrico; una noche, escuchando la radio, dijeron en el informativo que un loco se había escapado de allí.

   Ella se acostó un poco asustada, pero su perro siempre dormía debajo de su cama. Ella dejaba la mano colgando y el perro se la lamía; así se tranquilizaba y se quedaba dormida. Esa noche se despertó por un ruido que venía de la cocina: toc, toc, toc; lo que sonaba era el grifo goteando, o sea que lo cerró bien, volvió a la cama, dejó la mano colgando y el perro se la lamió. A la mañana siguiente llamó a su perro, no aparecía. Avisó a sus vecinos para que la ayudasen a buscarlo. Al final lo encontraron debajo de la cama, descuartizado, con una nota que decía: «Los locos también sabemos lamer la mano».

   Joan Amades y Andrew Lang, incansables folkloristas de «la vieja escuela», decían que el cuento tradicional podría compararse a un calidoscopio: del mismo modo en que la mezcla de unos pocos cristales produce infinidad de figuras, la combinación de un número reducido de episodios da lugar a una gran variedad de versiones.

   Comparando el relato de nuestra narradora de Leioa con otras variantes que nos han llegado, vemos que las leyendas modernas también se rigen por este principio. Hay en él un préstamo de La muerte del novio: la noticia radiofónica que advierte de la fuga del loco. Este detalle es asimismo una constante de otra leyenda desconocida en España pero que goza de gran popularidad en los países anglosajones: una parejita oye por la radio del coche que un asesino manco, dotado de una prótesis en forma de garfio, ha huido de un manicomio situado en las inmediaciones del lugar recoleto donde se lo «están montando». A instancias de la chica, se marchan de allí a toda prisa. Luego descubrirán que se han salvado por los pelos, ya que un garfio ensangrentado cuelga del tirador de la portezuela.

   El detalle del grifo goteando («toc, toc, toc») parece deberse a un lapsus de nuestra informadora, que no le atribuye su función narrativa «correcta»: insinuar que el perro lazarillo ya ha sido asesinado y se desangra lentamente. (De ahí que esconda su cadáver debajo de la cama porque no sabe muy bien qué hacer con él...) Jaione Salomé Olmos, de San Sebastián, se acuerda mejor del argumento: (...) De pronto, una gota fría, como venida del cielo, comenzó a resbalar por su frente. Tras ella otra, y otra más, y luego más todavía. A pesar de lo raro del caso la niña se relajaba al notar los lametazos caninos. (...) Fue entonces cuando comprobaron que la cabeza del animal colgaba sangrante del techo, sobre la cabeza de su hija...

   Sin embargo, otro lapsus memorístico la lleva a una conclusión «aceptable» pero muy personal: ...mientras un loco le lamía incesantemente la mano.

   Otra vuelta de calidoscopio modifica el modus moriendi del perro e incrementa el número de víctimas. Lo vemos en una versión que nos envía Olalla Cociña, de Viveiro (Lugo), que termina así: (...) Ya por la mañana, descubre horrorizada al perro estrangulado, junto a sus hermanos también asesinados y una nota que dice: «Los locos también sabemos lamer».

   Semejante escabechina infantil se parece mucho a la que tiene lugar en otra leyenda muy popular en Estados Unidos pero inédita en España. Probablemente la recordarán los que hayan visto la película Llama un extraño (1980), donde se utilizaba en los primeros veinte minutos para crear una tensa atmósfera de suspense. Una «canguro» con tres criaturas a su cargo recibe continuamente las llamadas de un individuo que le pregunta si «ha ido a ver a los niños». Por último, la telefonista le da una noticia espeluznante (aunque técnicamente imposible): quienquiera que sea, la está llamando desde una extensión del piso superior, situada precisamente en la habitación de los niños. Cuando interviene la policía ya es demasiado tarde: el asesino ha hecho picadillo a las criaturas.

   Una tercera vuelta de calidoscopio combina de nuevo los episodios, llevando a la cieguecita a la tumba y cambiando de lugar la inscripción. Escribe Mª José Ruiz, de Málaga: (...) Cuando los padres volvieron, encontraron a la hija muerta, junto al cadáver del perro, y en la pared, con sangre, había escrito: «Los asesinos también sabemos lamer».

   Cabría preguntarse si la ceguera de la protagonista no será un añadido posterior, más bien redundante, puesto que la acción transcurre siempre en un dormitorio oscuro. A juzgar por los cuatro siglos largos que lleva circulando esta leyenda, existe alguna posibilidad de que la pequeña invidente sea hija de dos películas muy taquilleras en su momento: Sola en la oscuridad (1967) y Terror ciego (1971). Ambas partían de la misma premisa: mujer ciega sometida al acoso implacable de un asesino.

   La próxima leyenda de la serie parece derivar de la anterior, pero lo contrario también sería posible. Lo que está claro es que el desenlace de ambas se apoya en el mismo golpe de efecto: el asesino que deja una nota. Nos la remite María José Ayllón, de Granada. El título, La muerte de la amiga, es de Jan Brunvand:

   Hace unos dos años, en Granada capital, ocurrió un asesinato que llamó mucho la atención. Fue en un piso de estudiantes, donde vivían cuatro chicas. Una noche, dos de las chicas se fueron a sus respectivos pueblos ya que era viernes, para pasar el fin de semana. Las otras dos se quedaron en el piso. Una de ellas decidió irse a dormir al piso de una compañera de clase. Se fue dejando a la otra sola en la vivienda.

   Por la noche, la que se había ido a dormir fuera se dio cuenta de que no tenía pijama y volvió al piso a recogerlo. Fue a su habitación y no encendió la luz para no «despertar» a su compañera. Cogió el pijama que estaba en el armario y se fue de nuevo.

   A la mañana siguiente, cuando volvió, se dio cuenta de que la policía estaba en el piso y que los vecinos llenaban el pasillo. Se asustó mucho porque no sabía qué había pasado.

   Se dirigió a su habitación y vio que un «cuerpo» se encontraba en el suelo tapado con una sábana. ¡Era un cadáver! ¡Su amiga había muerto! ¿Cómo?

   Se puso muy nerviosa, un montón de preguntas se atropellaban en su mente y no encontraba ninguna respuesta.

   La noche antes un ladrón había entrado en el piso y, estando la chica sola, la mató después de robarle el dinero que tenía.

   Cuando la chica protagonista fue al piso a recoger el pijama, el ladrón se encontraba en su habitación y ya había asesinado a su compañera. Dicho hombre dejó escrito en el espejo de la habitación, con pintalabios rojo: «SUERTE QUE NO ENCENDISTE LA LUZ».

   La frase escrita con pintalabios rojo en el espejo tampoco es exclusiva de este relato, sino un motivo recurrente en algunas versiones de las leyendas que analizamos en el capítulo Bienvenidos al mundo del sida. ¿A qué se debe que los «curtidos» adolescentes de hoy sigan contando esos viejos cuentos de terror químicamente puro?

   Pongámonos en su lugar. Remontémonos a la época en que creíamos realmente que Verónica (alias Mary Worth en Estados Unidos) podía aparecerse en el espejo.

   De pequeña me horrorizaba la historia de Verónica, una niña que murió apuñalada con unas tijeras, a manos de sus padres —confiesa Ernestina García, residente en un pueblo de la provincia de Málaga—.

   Se contaba que, si a las doce de la noche, repetías tres veces su nombre, enfrente del espejo, con velas encendidas y unas tijeras, Verónica se te aparecía. Me daba tanto miedo que nunca llegué a practicarlo.

   Tal vez nunca llegara a practicarse el ritual, ni tampoco se entrara en la casa embrujada (bastaba echar un vistazo a las ventanas oscuras para comprender que sí entrabas allí ya no saldrías jamás). Al igual que en los antiguos ritos de paso, la clave consistía en «morirse de miedo» para superar el miedo a morirse de miedo.

   Oír estos relatos por primera vez, a los doce o trece años, implica experimentar en compañía el terror que hasta entonces padecías a solas en plena noche: un terror impreciso y agobiante que estas leyendas reflejan a la perfección. No bien se comprende que este terror no «mata» sino que puede ser «constructivo», se dan los primeros pasos para dominarlo.

   A partir de este momento, uno se convierte a su vez en narrador, adquiriendo el poder de convertir el miedo en un fenómeno estético, del que incluso se puede gozar. He aquí la función «formativa» de las leyendas de terror y el motivo por el cual nunca morirán.

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