martes, 26 de febrero de 2019

Leyendas urbanas: Los ladrones de organos.

 Sobre el riñón que nos falta —He oído decir que hay tíos del Caribe que de vez en cuando roban cadaveres y los utilizan en rituales religiosos.
   —Seiscientos noventa y cinco dólares y cincuenta centavos. He aquí el precio de venta actual de un homo sapiens difunto en el mercado negro de trasplante de órganos. Y eso sin contar con la riqueza mineral. Pulverizas un fémur y te salen un par de kilos de fertilizante de fosfato de calcio de primera calidad. — ¿De verdad cree que podrian venderlo en pedazos?

   —Pero si solamente las córneas ya se venden a más de sesenta dólares el gramo, agentes. — ¡Venga, si tenía el cuerpo infestado de cáncer!

   —Hombre, siempre queda el mercado del Tercer Mundo.

Dialogo de un episodio de la serie   Hill Street Blues







   Los ladrones de cadáveres mutantes del Tercer Mundo Esta leyenda trata de las glándulas secretarias de la orina, voluminosas en los mamíferos, de color rojo oscuro y situadas a uno y otro lado de la columna vertebral. A los que sean aprensivos les recomendamos no seguir adelante: van a asistir a un desfile de riñones, hígados, ojos y vísceras capaz de hacer palidecer al más experto matarife. Con semejante despliegue de casquería pretendemos aclarar si los baños de sangre de Elisabeth Báthory en el siglo XVI han germinado en una poderosa «organomafia», explotada en régimen industrial y con franquicias en todo el mundo.

   A modo preliminar les aconsejamos que un galeno certifique si sus dos riñones estan allí donde deberían. En caso de verse sorprendidos con que sólo tienen uno, esta historia les interesará a buen seguro:

   Un chico visita con sus padres Nueva York. Mientras viajan en el autobús, el hijo entabla conversación con una joven. Como tienen que bajar, ella le invita a mantener un encuentro más pausado esa misma noche. Él accede de buen grado y quedan en verse a las ocho. Un tiempo después, aparece aturdido en una bañera llena de hielo de un hotel. No recuerda nada. Tanto es así que con mucha dificultad alcanza el teléfono y llama a sus padres. No sabe dónde está. Al otro lado del hilo, sus padres le dicen: «¿Qué ves por la ventana?». Y él comienza a dar pistas: «Hay un edificio con un cartel luminoso, una parada de taxis, etc.». Al final, lo encuentran y descubren que le han robado un riñón.

   Esta es la versión más contada en España del robo del riñón. Por no extendernos en una prolija toponimia, diremos que innumerables colaboradores nos han hecho llegar la referida historia, aportándonos detalles muy precisos que refuerzan su verosimilitud.

   Teresa Mas, desde Igualada (Barcelona), por ejemplo, nos indica que le sucedió al hijo de los propietarios de cierta pastelería de la ciudad. Martina Fernández Bañobre se refiere a una «noche loca» de un amigo de León en un país desconocido, cuyo despertar debió de coincidir, imaginamos, con una sentida añoranza por la antigua Legio y su paisaje típicamente meseteño:

   La historia contaba que un chico había viajado a un país desconocido y se había adentrado en un bar sin compañía alguna. Allí una mujer hermosa le invitó a una copa. Eso es lo último que recordaba; al día siguiente amaneció en una bañera llena de hielo y en el suelo habían escrito con su propia sangre que llamara a un número de teléfono. Así lo hizo y descubrió que le habían extirpado un riñón.

   Nos hallamos, de nuevo, frente a hermosas mujeres que, como en el capitulo titulado Bienvenidos al mundo del sida, recurren a su opulenta lozanía para seducir a leoneses montaraces, sólo que aquí, en lugar de contentarse con el fluido vital que destilan sus venas, su botín es más sólido. Las vampiresas modernas, podría decirse, ya no se contentan con la bebida, sino que ahora reclaman un «menú» completo.

   De ello da fe Purificación Feria (Barcelona), que narra la odisea iniciática que acompaña a veces a los viajes de fin de curso:

   Un grupo de estudiantes se fue de viaje a Nueva York. Llegaron muy tarde y no habían cenado.

   Uno de ellos decidió salir del hotel a tomar un bocadillo. Sus compañeros le recomendaron que no lo hiciera, dado el elevado indice de peligrosidad de ese barrio. Pero él no hizo caso de las advertencias y salió solo en busca de un bar donde poder cenar. Una vez conseguido, se sentó en un banco a comerse el entrepan (sic). Allí fue asaltado por unos desconocidos que lo durmieron con alguna sustancia narcotizante.

   Se despertó en el mismo lugar de donde se lo habían llevado, sintiendo un fuerte dolor en la espalda. Al palpar ese punto, descubrió un inesperado esparadrapo. Tras acudir al hospital descubrió que había sido objeto de una operación quirúrgica, antes de que una radiografía revelara que le habían extirpado el riñón.

   Si emuláramos la lógica desarrollada por Ernesto Sábato en Informe sobre ciegos tendríamos elementos suficientes —la sangre, el bocadillo, etc.— para concluir que la Cruz Roja debería ser objeto de una minuciosa investigación. Pero, a falta de sus habilidades, nos contentamos con sugerir que las leyendas sobre robos de riñones y demás órganos vitales nos acercan a los recelos que despierta la medicina moderna y su énfasis por encontrar piezas de repuesto que nos acerquen a la inmortalidad.

   Antes de proseguir, bueno será que oigamos cómo se narra la leyenda del robo de riñones en la ciudad de los rascacielos, cuna de este tipo de avatares y cuyos 10.300 km de aceras cobijan un buen número de cicatrices. Nos lo cuenta Juan Fernando Cobo, traduciendo un texto anónimo que circulaba por Internet:

   La siguiente historia apareció en un diario del estado de Texas. Un joven decidió un sábado por la noche asistir a una fiesta. Se estaba divirtiendo bastante, se tomó unas cervezas y una muchacha que conoció allí y a la que parecía gustarle, le invitó a ir a otra fiesta. Rápidamente aceptó y marchó con ella. Fueron a un apartamento, donde continuaron tomando cerveza y aparentemente le dieron droga (no sabe cual).

   Lo siguiente que recuerda es que despertó totalmente desnudo en una bañera llena de cubitos de hielo. Todavía sentía los efectos de la droga y de la cerveza. Miró a su alrededor y estaba solo. Luego se miró el pecho y descubrió que tenía escrito con pintura roja este mensaje: «llame al 911 o usted morirá». Vio un teléfono cercano a la bañera, así que llamó inmediatamente. Le explicó a la operadora la situación en la que se encontraba. La operadora le aconsejó que saliera de la bañera y que se mirara en el espejo. Se observó aparentemente normal, así que la operadora le dijo que revisara la espalda. Al hacerlo, se apercibió que tenía dos ranuras de nueve pulgadas en la parte baja del abdomen. La operadora le dijo que se metiera nuevamente en la bañera y que mandaría un equipo de emergencia.

   Desgraciadamente, después de que lo examinaron a fondo en el hospital, reparó en lo que le había pasado: le habían robado los ríñones. Cada riñón tiene un valor en el mercado de 10.000 dólares —él no sabía esto— (...) Actualmente, esta persona se halla en el hospital conectada a un sistema que lo mantiene vivo. La Universidad de Texas y el Centro Médico de la Universidad de Baylor realizan gestiones para encontrar donantes.

   No nos detendremos aquí en el refrán «dos mejor que uno», por considerarlo muy genérico. En cambio, sí criticaremos a los educadores norteamericanos por no adiestrar a sus vástagos en un refrán muy conocido en España: «Cuesta un riñón» o, lo que es lo mismo —como luego se verá—, «un ojo de la cara».

   Tampoco obviaremos otro hecho insoslayable: nuestra víctima tejana en lugar de llamar a sus congéneres, como hacen los españoles en tan infaustas circunstancias, telefonea a la operadora que, como se ha visto, conoce mejor que nadie la casuística de estos casos.

   Pero en uno y otro lado del Atlántico se coincide en un aspecto de vital importancia: existe un complot, una mafia ramificada en los cinco continentes (esta leyenda, junto con la de la autoestopista, es de las más universales), que trafica con los órganos y de cuyas andanzas van a tener ustedes cumplida cuenta en este capítulo.

   La fábula sobre el trasiego de órganos surge en 1987 cuando Leonardo Villeda, ex secretario general del Comité Hondureño de Bienestar Social, alerta que hay un contrabando criminal de niños del Tercer Mundo para que ciertas piezas de su cuerpo sean traspasadas a ciudadanos pudientes. A pesar de que Villeda no tarda en rectificar, el revuelo internacional es notorio. Por no cansarles con la infinidad de libros, documentales televisivos y artículos que alentarán este caso, intentaremos resumirles lo que concluye Véronique Campion-Vincent en La légende des vols d'organes («La leyenda de los robos de órganos»):

   Las leyendas negras desempeñan un papel relevante a la hora de movilizar a la gente frente a nuevos problemas sociales. Su función es expresar sentimientos intensos en conflictos ideológicos.

   Por «conflicto» se entiende en este caso que los niños del Tercer Mundo son objeto de vejaciones de todo tipo. A su vez, la medicina moderna ha evolucionado de tal modo que algunos expertos pronostican que con la nanotecnologia se reparará el cuerpo desde el interior, sin necesidad de abrir las entrañas.

   Pero antes de que esto suceda, nos encontramos con que, por un lado, multitud de «pacientes ricos» deben aguardar largas listas de espera para conseguir el riñón, la córnea o el corazón que les mejorará la vida, mientras que, de otra parte, miles, millones de personas, pasean su pobreza por África, América Latina y Asia, sin más equipaje que lo puesto.

   Sólo nos falta ya un trovador. Como muy acertadamente observa Véronique Campion-Vincent, los medios de comunicación son muy sensibles al interés espontáneo que las leyendas negras despiertan en el público y las explotan con un objetivo muy preciso: vender más ejemplares. Posteriormente, la gente las escucha y las enriquece con elementos simbólicos.

   De otro modo no se entiende que la barahúnda de horrores que narra esta leyenda —niños de Latinoamérica, Rusia, África, India o Extremo Oriente, descuartizados y enviados troceados al Primer Mundo— goce de una salud en estos momentos que ya quisiéramos para nosotros.

   Rafael Matesanz, presidente de la Comisión de Trasplantes del Consejo de Europa, se pronunciaba en 1996 en estos términos:

   Jamás un gobierno, organismo internacional, organización no gubernamental o medio de comunicación ha logrado presentar una sola prueba creíble que confirme alguna de las denuncias y testimonios referentes a la existencia de tráfico de órganos.

   Por su parte, la doctora Blanca Miranda, coordinadora nacional de trasplantes, argumentaba así la imposibilidad de orquestar una práctica de tal calibre en la revista Muy Interesante (núm. 186, noviembre de 1996):

   Desde el punto de vista técnico, resulta inviable, ya que la cirugía de trasplante únicamente se puede llevar a cabo en un gran centro hospitalario, con un quirófano dotado de una tecnología muy moderna y costosa. Además, el período de isquemia —es decir, el tiempo durante el cual un órgano puede permanecer fuera del cuerpo— es extremadamente breve, lo que dificulta su manejo: el corazón y el hígado han de ser implantados antes de cuatro horas: el hígado antes de 12, y el riñón, entre 24 y 48.

   Por si fuera poco, los inmaduros órganos de los infantes sólo resultan viables entre los niños y son incapaces de hacer la función de las vísceras de una persona adulta.

   En resumidas cuentas, desde que en 1986 surge esta leyenda en Europa, para emigrar cinco años después a Norteamérica, lo único que se ha podido constatar es que en China, a los condenados a muerte se les extirpan ciertos órganos vitales, con los que pagan una doble condena: ser eliminados por la vía rápida y encabezar la vanguardia en materia de reciclaje. También que ha surgido un nuevo «turismo de órganos» hacia países donde la donación recompensada es práctica habitual.

   Por un lado —señala el periodista Enrique Coperías—, para la mayoría de los países del Tercer Mundo, la posibilidad de mantener un elevado número de enfermos renales sometidos a costosas diálisis es simple y llanamente impensable. La consecuencia es que a los pacientes sólo les quedan dos opciones: la muerte o recibir un riñón sano. Este puede proceder de un familiar o de un desconocido que cede su víscera a cambio de una fuerte suma de dinero. De este modo, se salvan dos vidas: la de el receptor y la del donante, que siempre es una persona que sobrevive en una situación de extrema pobreza.

   Está confirmado que los enfermos renales italianos acuden a la India a trasplantarse un riñón y que los centroeuropeos, principalmente los alemanes, prefieren viajar a Rusia, Filipinas y Latinoamérica.

   Tampoco es un secreto que los japoneses burlan las religiones sintoísta y budista, que prohíben el trasplante de vísceras, para visitar quirófanos en China. Por su parte, los pacientes estadounidenses se desplazan a las clínicas urológicas emplazadas en la frontera de Texas con México, para recibir un riñón chicano por un puñado de dólares. A su vez, en Bombay (India) un riñón de un donante vivo se puede adquirir por 400.000 ptas, y por algo más de un millón en Bangalore y Madrás. En algunos pueblos cercanos a estas ciudades, más de la mitad de la población sólo posee un riñón.

   Esto es lo que se sabe. Pero, de ahí a afirmar que los niños sudamericanos adoptados en Estados Unidos y Europa terminan siendo desmenuzados por sus mentores en aras a una aplicación errónea del derecho paterno, media un abismo.

   A pesar de ser una apreciación muy vaga, suecos, alemanes, holandeses y franceses reaccionan frente a esta leyenda de forma distinta a españoles e italianos. Si en los nórdicos prevalece el componente «humanitario», llámese niños huérfanos de países lejanos martirizados por capricho de millonarios y de mafias ominosas, en los países latinos no hace falta irse tan lejos. Justo a la vuelta de la esquina puede haber una cicatriz sospechosa, como la que nos envía desde Barcelona Francisco Bostrom:

   Aproximadamente en 1993, en una discoteca de Madrid cercana a la Puerta del Sol, un chico de pelo corto fue raptado en la madrugada, lo metieron en una «Combi», y horas después fue devuelto al mismo sitio, medio muerto, con la particularidad de que le habían extraído un riñón.

   Desde un punto de vista estrictamente policial, hay un cabo mal resuelto por los narradores: ¿Por qué criminales sin escrúpulos vuelven a coser a las victimas y tienen el detalle de transportarlas hasta su lugar de origen?

   Cuando se habla de folklore, preguntas de este tipo son bizantinas, si bien apuntaremos que los damnificados acostumbran a sufrir un missing time, un espacio en blanco, nefasto para sus riñones.

   Ahora, de lo que no hay duda, es que en España tenemos mano fina para este tipo de manejos, tanto es así que, por más que se lea, nadie encontrará métodos tan sofisticados en ninguna parte.

   Oigan, si no, a Andrea (Barcelona) en el siguiente relato:

   En Sant Pol de Mar un chico se fue de marcha con sus amigos a Mataró. Allí conoció a una chica muy guapa y se fue con ella. Al día siguiente su madre, al salir a comprar, se lo encontró tirado en la calle. Le habían quitado un riñón, pero no tenía cicatriz alguna.

   Belén Luque, una informadora de Santa Margarida de Montbui (Barcelona), nos hace llegar otro buen ejemplo de refinamiento, aunque nos hace dudar si el verdugo es un hombre celoso de las apariencias o un simple chapucero:

   Un hombre ingresa en un hospital para someterse a una intervención quirúrgica de apendicitis. La operación se realiza con normalidad, no hay ninguna complicación y días más tarde es dado de alta.

   Al cabo de unos meses, al someterse a una revisión rutinaria, descubre que le han robado un riñón.

   Aunque no lo hemos dicho, España es uno de los lugares que más protege a los niños. Prueba de ello, es la rica tradición de personajes creados para ahuyentar a los críos —coco, hombre del saco, sacamantecas, etc.— y que acostumbran a citar estudiosos de todo el mundo.

   Si el nombre de «ogro» nos viene de los húngaros —«Ogur»— que aterrorizaron Europa en la Alta Edad Media, la génesis del hombre del saco nos la explica el gran folklorista catalán Joan Amades en su articulo Los ogros infantiles:

   En términos generales, el pueblo siente recelo hacia los adelantos y mejoras de carácter mecánico, rodeándolos de leyendas y de creencias que tienden más bien a desacreditarlos y a hacerlos odiosos.

   Más de una vez hemos oído que los ejes de las ruedas de los carros y demás vehículos, que los pernos de las muelas de toda suerte de molinos y que incluso las jarcias del velamen de las naves debían engrasarse muy a menudo para ayudar a sus movimientos, empleando para ello saín obligadamente humano, pues que no servía para el caso el de animal. La grasa debía ser fresca y tierna.

   La industria, para procurarse el saín necesario, debía acudir al deguello de infelices criaturas, de las que debían sacrilicarse en buen número y a diario para satisfacer las necesidades industriales. A fin de procurarse víctimas, rondaban por las calles unos hombres con un saco al hombro, que sonaban una tonadilla que atraía a cuantos niños la oían, los cuales se sentían como hechizados a su son y, sin darse cuenta, iban tras el músico, quien los conducía hasta un paraje despoblado, donde aprovechaba un momento para retorcerles el pescuezo, metiéndolos en un saco y llevándolos luego al desollador, quien le pagaba a buen precio su carga. Éste descuartizaba al infeliz para obtener el máximo producto industrial de su cuerpo. No todos los embaucadores de niños se servían de la música para atraerles; los había que mostraban un teatrillo o unas vistas de colores y otra suerte de espejuelos.

   La introducción del ferrocarril y de la tracción urbana eléctrica, al igual que la gran expansión industrial, robustecieron sensiblemente este personaje, el cual era actualísimo en Barcelona cuando nosotros éramos niños y del que nos habían hablado insistentemente en los términos referidos, pintados en tonos terroríficos y espeluznantes.

   Un episodio al que se referiría después Bernardo Atxaga en Obabakoak:

   El ferrocarril llegó aquí a mediados del siglo XIX y supuso un cambio enorme, un cambio que ahora no podemos ni imaginar. Daros cuenta que lo único que se conocia entonces era el caballo, todos los viajes y todos los transportes se hacían a caballo. Pues bien, están todos con su cuadrúpedo en casa cuando, de pronto, va y hace su aparición un artefacto que alcanza los cien kilómetros por hora. (...) Este era el ambiente que reinaba cuando alguien tuvo la feliz ocurrencia de plantearse esta pregunta: ¿Por qué anda tan rápido? Respuesta: Porque engrasan sus ruedas con un aceite especial. ¿Sí? ¿Y cómo consiguen ese aceite tan especial? ¿Cómo? Pues muy sencillo, derritiendo niños pequeños. Atrapan a los niños que andan sueltos por aquí y se los llevan a Inglaterra. Allí los derriten en unas calderas enormes.

   Cualquier lector atento observará semejanzas entre la leyenda del hombre del saco y la del robo del riñón. En ambos casos una innovación técnica provoca una escalada vampírica, tanto más poderosa a medida que uno se aleja de las vías del progreso. Allí, en los arrabales de la ciencia, las clases más desfavorecidas se preguntan si muy pronto no servirán de carne de cañón.

   Otro tanto podría decirse del sacamantecas —nombre por el que se conoce en Galicia al hombre que despanzurra a sus víctimas—, también llamado «sacaúntos» —en Asturias y Cantabria—, «saginer» —en Valencia— o simplemente «Pimienta» en ambas orillas del río Nansa, apodo que le viene de cebar previamente a los niños a los que saca el «untu».

   Gerald Brenan en Al Sur de Granada nos informa de su modo de proceder:

   Un mantequero es un monstruo feroz, formado externamente como un hombre normal, que vive en deshabitados parajes salvajes y se alimenta de grasa humana o manteca. Al ser capturado lanza un alarido gimoteante y agudo y, salvo cuando acaba de darse un banquete, está delgado y macilento.

   Pese a que los sacamantecas alcanzaron su cenit en la posguerra española, no deja de sorprender que en el 2000 muchos jóvenes sigan haciéndole un hueco en sus corazones. Natalia Aparisi, una valenciana de 26 años, nos da cuenta de una de sus últimas correrías:

   Hace poco me contaron que una chica que estaba sirviendo en una casa se encontraba cada vez más débil, y es que por las noches antes de dormir se tomaba un vaso de leche, en el que sus patrones le introducían un somnífero, y cuando estaba dormida le sacaban grandes cantidades de sangre para sus hijos.

   Desde la otra punta de España, Miguel Ángel Gallardo García, de 21 años y natural de Badajoz, nos informa que ahora utiliza una furgoneta roja, si bien en otras versiones —como la que nos envía desde Monóvar (Alicante) María Pilar Arnás— emplea una limusina negra:

   De pequeña oí hablar a las niñas muy nerviosas sobre el tema. Trataba del rapto y posterior mutilación de órganos de las niñas de corta edad. El hombre que las raptaba era totalmente desconocido y la única pista que se tenía era que las esperaba con una furgoneta de color rojo en los sitios que las niñas de entre ocho y trece años solían frecuentar.

   A nuestro entender, el que los sacamantecas gocen de muy buena salud en la imaginación popular y su reciente reconversión en ladrones de riñones, es consecuencia lógica del progreso científico y de la aparición de nuevas enfermedades. Tal vez por ello y por ese mínimo tamaño imprescindible que requieren las empresas de hoy en día para ser rentables, ha dejado de actuar solo y comienza a internacionalizar sus actividades.

   Alfonso Sastre, autor de obras teatrales como El doctor Frankenstein en Hortaleza y Delirium, nos ofrece en Necrópolis algunas pistas sobre el destino final de las «exportaciones»:

   Era una pequeña sociedad de cirujanos sin escrúpulos, como luego se demostró que se habían avenido —mediante un contrato con una gran corporación norteamericana que actuaba públicamente como una organización no gubernamental y benéfica— a hacer aquel trabajo de extirpación de órganos destinados a futuras operaciones. Eran portadores, claro está, de equipos sofisticados para que la operación fuera un éxito; y lo fue, porque se llevaron un total de veintitantas vísceras para futuros trasplantes. Al pie de la Morgue los esperaba una furgoneta frigorífica y nunca más se supo.

   El hecho de que, por norma general, los desriñonados y descorazonados miren con el rabillo del ojo —siempre y cuando no les falte también— a Estados Unidos no es fortuito. Aunque la referencia geográfica es muy precisa, se trata de una metáfora para designar el lugar donde más avanza la medicina y donde más ricos se supone que hay. Decir Estados Unidos es nombrar también a Francia, Suecia y Gran Bretaña, países en los que el sector público cede terreno ante la medicina privada y donde los pobres, cada vez más abandonados a su suerte, son utilizados como cobayas.

   Al respecto, mientras los sacamantecas perpetran sus desmanes en zonas rurales, el pueblo interpreta que trabajan por cuenta propia. Sólo al llegar a la ciudad pasan a trabajar al servicio de los ricos, a los que procuran sangre fresca para combatir la tuberculosis o, antes todavía, para un reverdecer tardío. Ramón Gómez de la Serna se refiere a los «ladrones de glándulas», discípulos aventajados de los salteadores de riñones, en su libro Cinelandia:

   Los ladrones de glándulas, voraces, impasibles, sin idea ninguna del deber como hijos de su medio y de su siglo, repetían en su hambre de glándulas la exaltación que de las glándulas ha hecho nuestra época, sobre todo de las glándulas de más dolorosa extirpación.

   Para los ladrones de glándulas todo hombre es rico y poderoso y lleva sobre sí el secreto de su fortuna. Hasta el más pobre, si tiene cierta juventud, posee el capital fabuloso de sus glándulas, ni metálicas ni diamantinas, blancas, crudas, con carnal morbidez apretadísima. (...) En secretos rincones y gracias a una rápida gestión de los ladrones de glándulas, otros seres vetustos eran repuestos en su juventud y pagaban a precio de oro el trastrueque.

   Pero aunque trabaje solo, al servicio de los ricos o de poderosas mafias, la esencia de esta leyenda no difiere: desde tiempos ancestrales la medicina se ha valido de los pobres para practicar la tiranía social. Huelga recordar que los raptos de niños en el siglo XVIII se atribuían a nobles enfermos que recurrían a su secuestro por razones médicas: el rey leproso precisaba baños de sangre o un príncipe mutilado requería un brazo nuevo que incompetentes cirujanos trataban de injertarle cada día de un joven recién secuestrado.

   Nada desde entonces ha cambiado. Si acaso, que hoy los despotas parecen fijarse más en nuestras glándulas que en la sangre, pero tal vez ello obedezca a que después de siglos chupándonosla ya debemos de estar secos. Por lo demás el tema es el mismo: la masacre de inocentes a manos de tiranos, de siervos esclavizados por nobles, del pueblo llano sometido a unas organizaciones médico-técnicas que conciben a los seres humildes como meras piezas de recambio para los mandamases.

   No es descabellado afirmar que esa máxima bien intencionada que argumenta que «la ciencia es neutra» no ha calado en la periferia del poder. Por eso nos aventuramos a vaticinar que no tardará en llegar el día en que los todopoderosos, tras arrebatarnos la sangre, los riñones y los ojos, pretendan también nuestros cerebros, la única pieza que les falta para completar ese rompecabezas sin alma que encumbra la medicina actual y donde cualquier tipo de inmortalidad pasa, hoy como ayer, por el sacrificio de los pobres

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