martes, 26 de febrero de 2019

Leyendas urbanas: Animales resucitados

Animales resucitados Esta historia ocurríó en la urbanización de las Vaguadas de Bajadón, hará unos cinco años. Uno de los vecinos era dueño de un perro que siempre estaba atacando a los demás animales. Junto a su casa vivía una mujer que tenía un loro desde hacía largo tiempo, al cual apreciaba muchísimo.
   Pues bien, un día el hombre encontró a su perro con el loro completamente manchado de tierra y muerto. Al ver aquello pensó enseguida que el perro lo había matado. Entonces, para no dar un disgusto a su vecina, lo que hizo fue coger al loro, lo limpió y lo volvió a dejar en la jaula, sin decir nada a la dueña.

   Esa misma tarde, mientras miraba la televisión, oyó a su vecina dando grítos: «Mi loro! ¡Mi loro!...». El hombre salió de casa y vio a la mujer con el loro en las manos y llorando. Le preguntó que qué le ocurría, y ella le dijo que su loro estaba muerto. Él le dijo que no pasaba nada, que ya se compraría otro, y las cosas que se suelen decir. Pero la mujer estaba disgustada por otro motivo, por algo muy extraño: al parecer, el loro se murió hacía dos noches, y ella lo había encontrado en la jaula, muerto, cuando debería estar bajo tierra. ¿Habría resucitado?



   ALBERTO COLINO



   Badajoz Cuando Alberto Colino nos hizo llegar este relato, comprendimos una vez más que, a diferencia de los papagayos, las leyendas contemporáneas son una especie migratoria y propensa a las metamorfosis.
   La variante que viene a continuación la hemos localizado en la obra de Jan Brunvand Curses!

   Broiled Again! En palabras del folklorista norteamericano se trata de una de las numerosas versiones que surgieron de su buzón hacia 1988 «como los conejos que se multiplican en el sombrero de un mago»:

   Un buen día, una señora se queda horrorizada al ver que su perro lleva un conejo muerto en las fauces. Enseguida se da cuenta de que es el mismo que tenían sus vecinos en una jaula del patio. La mujer le quita el conejo al perro, lo lava a conciencia, lo seca bien con un secador y, aprovechando la ausencia de los vecinos, se mete a hurtadillas en su patio y deposita el «remozado» animalito dentro de su jaula en una postura más o menos natural, como si aun estuviera vivo. Al día siguiente ve un coche de policía aparcado frente a la casa de al lado. Llena de curiosidad, sale a la calle y pregunta qué ocurre.

   —Una gamberrada —le dice un agente—. Ayer se murió el conejo de esta familia, y algún perturbado lo desenterró y lo volvió a poner en la jaula.

   A lo largo de 1988, un sinfin de nuevas versiones fueron engrosando los archivos de Jan Brunvand. Procedentes de numerosos estados de Norteamérica, la mayoría eran recortes de prensa que contaban la leyenda como si de un caso verídico se tratara. Un ejemplo particularmente impecable ponía en escena a una «canguro» que lavaba al conejo con suavizante Woolite y lo colgaba de las orejas en la ducha para que se secara. En 1989 fue el mismísimo Michael Landon quien narró la historia por televisión, en el programa Tonight Show, presentado por el incombustible Johnny Carson.

   El beatífico actor puso en entredicho su angelical sinceridad al asegurar que se trataba de una experiencia propia.

   Al mismo tiempo empezaban las metamorfosis: una variante británica y algunas norteamericanas recogían el mismo episodio, aunque el cadáver exhumado adoptaba en ellas la forma de un gato. Pero la mutación definitiva, como hemos visto, tuvo lugar cuando la leyenda llegó a nuestros pagos provinente de ultramar. ¿Habría hecho tal vez escala en las islas Canarias, adoptando allí un plumaje multicolor? ¿Cuántas vueltas habría dado para sufrir tan notable reencarnación?

   La equívoca muerte y falsa resurrección de un animal ha dado pie a otras leyendas que, según Jan Brunvand, podrían ser las antecesoras de las anteriores, ya que algunas se remontan a los años cincuenta. La mayoría de ellas lleva al límite el motivo del animal que regresa «de entre los muertos», la acción transcurre en un aeropuerto y —mutatis mutandis—, el difunto suele ser un perro. He aquí un ejemplo situado en un aeropuerto internacional de Chicago, extraído de la obra citada más arriba:

   Los empleados de la sección de equipajes encuentran un perrito difunto dentro de una caja con destino a Roma. Temiendo que les acusen de haberle causado la muerte por un descuido, deciden llevar a cabo una colecta, comprar un perrito idéntico y expedirlo a Roma en la misma caja. Cuando el bulto llega a Italia, la destinataria acude a recogerlo al aeropuerto. Al abrir la caja, el animalito sale dando brincos de alegría. La italiana sufre tal impresión que se cae redonda.

   Por lo visto, la buena mujer se había ido de vacaciones a los Estados Unidos con su perrito, y éste murió mientras estaban en Chicago. Lo que contenía la caja eran sus restos mortales, que ella mandó a Italia por vía aérea para enterrarlos como Dios manda.

   El relato que sigue lo incluye Paul Smith en The Book of Nasty Legends. Aunque no haya resurrecciones fingidas de por medio, tiene éste una clara similitud temática con los anteriores: un malentendido causado por el cadáver de un animal provoca una situación muy comprometedora.

   Una joven ama de casa iba a dar por primera vez una cena a la que estaban invitados varios directivos de la empresa de su marido. Como era una velada muy especial, llevaba idea de preparar, entre otros platos, una mousse de salmón. A tal efecto se acercó al mercado, compró el pescado que necesitaba y, después de lavarlo, lo dejó sobre la mesa de la cocina mientras iba por los demás ingredientes. Al volver de la despensa descubrió, horrorizada, que el gato estaba sentado en la mesa mordisqueando el pescado. Se apresuró a echarlo y luego se dijo: «Vaya, no creo que se den cuenta de lo que ha ocurrido». Así pues, volvió a limpiar el pescado y siguió con los preparativos.

   La cena tuvo un gran éxito. Al término de la misma, entrada la noche, los invitados se fueron despidiendo sin dejar de felicitarla efusivamente, sobre todo por la mousse de salmón. Cuando hubo partido el último coche y cerraron las puertas del jardín, el matrimonio reparó de pronto en que su gato estaba junto al porche, tieso y muerto.

   La joven ama de casa se devanó los sesos, tratando de averiguar lo que le habría ocurrido al pobre animal, hasta que se acordó del salmón. Imaginándose que debía de estar contaminado, cogió el teléfono y llamó a todos los invitados, incluidos los jefes de su marido, para ponerles al corriente de la situación y recomendarles que avisaran al médico enseguida. Aquello no les hizo la menor gracia. De hecho, algunos llegaron a tomarse francamente mal que les hubiera servido un alimento mordisqueado por un gato.

   En cuanto hubo hecho la última llamada sonó el timbre. Era su vecino, con cara de estar muy avergonzado. Le explicó que aquella noche, al salir, había tenido la desgracia de atropellar a su gato.

Le dijo que lo sentía mucho, pero que en aquel momento tenía muchísima prisa porque debía coger el tren. Que había llamado varias veces para comunícárselo, pero que, por desgracia, no consiguió hacerse oír a causa del ruido de la cena. Así pues, había dejado el gato junto al porche. ¿Lo habían encontrado ya?

   Obsérvese que en todas estas leyendas el cuerpo sin vida de un animal desempeña una función «ejemplar», es decir, sirve para poner al descubierto una acción reprobable. En la historia precedente, la «joven ama de casa» es castigada por dar a los invitados un alimento «sucio». En los relatos que abrían el capítulo, las personas que pretenden guardar las apariencias fingiendo que un animal no ha muerto terminan pagando por ello, puesto que, aun siendo inocentes del «asesinato» que atribuyen a su perro, son culpables de haber profanado el antiquísimo tabú de «no perturbar el descanso de los muertos».

   Otras leyendas urbanas sobre manipulación de cadáveres llevan al extremo esta idea, y dan a entender que la locura podría ser el castigo por no dejar en paz a los difuntos. Un ejemplo concreto de ello lo encontramos en cierta historia muy difundida en las facultades de medicina: para gastar una broma a una alumna, un grupo de estudiantes decidió meterle en la cama el brazo de uno de los cadáveres con los que realizaban prácticas de disección. Tras esperar largo rato ante su puerta, y al ver que no daba señales de vida, los bromistas entraron por fin en el cuarto y encontraron a la alumna sentada en el suelo, con el «pelo completamente blanco», y royendo el brazo cadáverico desesperadamente. Tanto ella como los graciosos pagaron muy cara la jugarreta.

   Una versión más suave del mismo relato la encontramos en la novela de Pío Baroja El árbol de la ciencia:

   Se contaba de un estudiante de segundo año que había embromado a un amigo suyo, que sabía era un poco aprensivo, de este modo: cogió el brazo de un muerto, se embozó en la capa y se acercó a saludar a su amigo. — ¿Hola, qué tal? — le dijo sacando por debajo de la capa la mano del cadáver— Bien y tú, contestó el otro. El amigo estrechó la mano, se estremeció al notar su frialdad y quedó horrorizado al ver que por debajo de la capa salía el brazo de un cadáver.

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