martes, 26 de febrero de 2019

Leyendas urbanas: El animal invasor.

  El animal invasor «Un animal vive en el estómago de una persona.» Así reza la clave B784 del Motif-Index de Stith Thompson. Acto seguido encontramos una lista de ejemplos que describen sucintamente el modo en que se introdujo dicho animal en el cuerpo (a menudo por una imprudencia) y algunas ideas para librarse de él (casi siempre mediante cebos o cirugía radical): «Una persona se traga semen o huevos de serpiente al comer berzas»; «Una chica se traga un pulpo, que empieza a crecerle en el estómago»;
   «Una chica come ciruelas que contienen gusanos y éstos se multiplican en su estómago»; «Una serpiente o una rana es expulsada del cuerpo humano por medio de leche o de agua»; «Un médico desaloja un animal del cuerpo de un paciente»; «Una serpiente penetra en el recto de un hombre y le devora»...

   Estas imágenes de pesadilla, muy parecidas a las que podría causar una severa indigestión de ostras, están profundamente arraigadas en el brumoso bosque de las creencias populares. En su libro titulado La brujería y la superstición en Cataluña, Javier Tomeo y Juan M.ª Estadella incluyen la siguiente crónica, equivalente exacto de los mencionados motivos universales:

   Aparte de las fabulosas serpents, las vulgares serps inspiran también multitud de supersticiones. (...) Penetran por la boca entreabierta de los que se duermen en el campo, se alojan en sus intestinos y se expulsan haciendo aspirar a la víctima el mal olor que desprenden unos viejos zapatos quemados. (...)El pueblo creyó también en la existencia de los nitus, seres microscópicos que atacaban al hombre penetrando en su cerebro por los orificios de la nariz, de las orejas o por la boca. El desgraciado que era víctima de tan diminutos engendros se veía acometido por un pesado sueño y acababa perdiendo la memoria, porque la memoria, según el decir popular, era una especie de licor de sabor muy dulce que les entusiasmaba.

   Más adelante aluden a otra clase de parasitismo al que también son dadas las serpientes, más epidérmico pero no menos nefasto, ya que suele terminar con la desnutrición de la víctima:

   Aficionadas a la leche, duermen a las madres que amamantan a sus hijos, desplazan suavemente al niño, introducen en su boquita la cola y maman en su puesto.

   Joan Amades y Pep Coll recogen la misma creencia en sendas recopilaciones de cuentos orales. La siniestra fascinación del relato parece haber dejado honda huella en una de nuestras informadoras.

   Antonia Martos, de 60 años, natural de Baza (Granada), asegura haber sufrido, en su juventud, el vampirismo lácteo de una serpiente. «No la vi nunca porque siempre me hipnotizaba», nos cuenta la señora Martos. «Pero tenía un pezón todo morado, y hasta me sangraba. Y mi niño también tenía la boquita completamente amoratada.» Por último, siguiendo las instrucciones de un curandero, puso una capa de ceniza debajo de la cortina que servía de puerta. «Con esto se vio bien claro que entraba una serpiente, por la señal que dejó en la ceniza.» Así pues, se armó de una hoz, fue a mirar en unos matorrales cercanos y allí estaba la intrusa, haciendo la digestión. «Era gruesa como un brazo —nos indica la señora Martos, señalándose el suyo—. Le corté la cabeza de un tajo y luego la abrí en canal.

   Dentro tenía un cuajo de leche muy blanca».

   Contra toda expectativa, estas historias peregrinas se resisten a permanecer en la onírica esfera de la superstición y ocupan un lugar privilegiado en los anales de la medicina y las crónicas de sucesos del siglo XVI en adelante.

   La folklorista británica Gillian Bennet logra exhumar una gran variedad de casos en que serpientes y gusanos se lanzan a invadir los órganos internos de un sinfín de desventurados. Su objetivo no es otro que demostrar que las leyendas modernas son en realidad «modernizaciones» de relatos pretéritos. Dos ejemplos bastarán para formarse una idea de la antigüedad del tema. En 1639 un folleto inglés publica la noticia «cierta y verídica de un monstruo extraño o serpiente hallado en el ventrículo izquierdo del corazón de John Pennant, gentilhombre de veintiún años de edad». En el año 1675, un zapatero se suicida de una puñalada en el vientre tras diez años de lacerantes dolores abdominales. La herida deja escapar una serpiente tan larga como el brazo de un hombre y de dos dedos de grosor. Ya en nuestro siglo, a mediados de los años treinta, se contaba en Estados Unidos que una joven había incubado un huevo de pulpo en el útero.

   Señala Jean-Bruno Renard que la penetración del cuerpo por seres visibles o invisibles, naturales o sobrenaturales, es uno de los miedos más arcaicos y difundidos universalmente. Analizando este tipo de leyendas, Renard advierte que siguen el mismo esquema que la reproducción: el huevo o el animal «fecundan» el cuerpo, luego sigue una fase de «gestación», que culmina con la salida del animal o «alumbramiento».

   Podría especularse, pues, que estos relatos expresan un horror inconsciente al embarazo y al parto.

   Se trataría de la misma aprensión que lleva a creer a ciertas adolescentes un tanto despistadas que el tragar semen o bañarse en piscinas públicas puede dejarlas encinta. O, como se rumoreaba allá por los años setenta en ciertos institutos, que orinando en los ríos tropicales se corre el peligro de que unos pececillos microscópicos remonten el chorro de orina y se queden agarrados al interior del pene.

   Otra variante de parecido género circuló a finales de los años setenta por Estados Unidos y Francia. Sostenía la leyenda que ciertas píldoras adelgazantes infalibles contenían la cabeza de una tenia. Su eficacia, lamentablemente, se veía mermada por un grave efecto secundario: que uno iba adelgazando sin parar. Se imponía entonces recurrir a un poderoso vermífugo casero, de aplicación oral o rectal. Las instrucciones para administrarlo por esta última vía se detallan en un «recetario de la abuela» publicado en Cataluña en 1988:

   Se llena un bidé con dos litros de leche hirviendo, de modo que el paciente pueda sentarse en él para recibir el vapor sin quemarse. La tenia, al percibir el aroma de la leche, sacará enseguida la cabeza y bastará con tirar de ella para que no pueda volver a esconderse. La operación de tirar de la tenia suele hacerla otra persona.

   El fantasma de la fecundación «contra natura» aparece en todo su esplendor en una leyenda procedente de los archivos de Jan Brunvand y que figura en su obra The Choking Doberman. La protagonista es una chiquilla de una ciudad costera californiana, que un buen día empieza a mostrar todos los síntomas del embarazo «Deshecha en llanto», la niña asegura repetidamente a su madre que nunca se ha acostado con ningún chico. Finalmente, convencidos de que la hinchazón del vientre se debe a un tumor, los cirujanos la operan y le extraen nada menos que un «pulpo pequeño y vivo» que se aferraba tenazmente a la pared de su estómago. Al parecer la muchacha, nadando en el mar, debía de haberse tragado algunos huevos de pulpo que «flotaban en la superficie» tras desprenderse de las algas del fondo oceánico donde suelen estar pegados.

   Gillian Bennet demuestra en su minucioso estudio que no hay orificio del cuerpo humano que esté a salvo de la intrusión de los parásitos. Laura Jiménez, una informadora de Santa Perpétua de Mogoda (Barcelona), nos ofrece un ejemplo particularmente sangrante de uno de estos asaltos a traición:

   Este caso me lo contó mi prima hace ya bastantes años, un día en que fuimos de picnic al campo.

   Un matrimonio pasaba un fin de semana de camping con sus dos hijos. Una noche, la madre salió de la tienda de campaña y se metió entre los árboles para hacer sus necesidades. En esos momentos la mujer tenía el período, y un lagarto, atraído por el olor de la sangre, se introdujo en el cuerpo de ella mientras estaba en cuclillas, con lo que murió desangrada a los pocos minutos. Su hijo pequeño la encontró a la mañana siguiente.

   El testimonio oral de otras tres informadoras confirma la amplia difusión en España de esta leyenda. Anna Gual, de 37 años, nos cuenta una variante situada en las playas de Málaga. María Martínez, una murciana de 67 años, nos asegura que se trata de un hecho verídico ocurrido años atrás a cierta segadora mientras trabajaba en el campo. En esta ocasión el desenlace fue menos trágico: sus compañeros consiguieron matar el lagarto a golpes de hoz y la mujer sobrevivió. Antonia Martos nos relata un caso más lacerante que «vivió» una amiga de una conocida suya. Como la mujer llevaba muchos años soltera, le preguntaron un buen día por qué no quería casarse. Su explicación resultó a todas luces insospechada: una vez se encaminaba a moler trigo al molino, teniendo el periodo, cuando un lagarto enloquecido por el olor de la sangre se le echó encima y le arrancó «los labios mayores».

   Habiendo perdido una parte de su feminidad, la mujer llegó a la traumática conclusión de que ya no resultaría atractiva a ningún hombre.

   No hace falta acudir a Freud para darse cuenta del tremendo poder simbólico que encierra el binomio compuesto por la sangre menstrual, aún hoy cargada de tabúes y supersticiones, y la «violación» que lleva a cabo un reptil claramente «fálico». Jean-Bruno Renard aporta un dato que denota el origen arcaico de esta variante y subraya de nuevo el horror a la fecundación intempestiva:

   «En numerosas sociedades tradicionales, las mujeres temen que una serpiente, atraída por el olor de la sangre menstrual, penetre en su vagina o en su boca y las deje preñadas, o, peor aún, les mutile las entrañas».

   Aparte de serpientes y lagartos, algunos insectos también pueden causar estragos en el cuerpo humano. Jan Brunvand lo ilustra con varias leyendas. Dos de ellas empiezan con una mujer «tomando el sol en la playa». La primera víctima sufre la picadura de una araña en la mejilla, donde se le forma un terrible forúnculo. Cuando el médico se lo abre con el bisturí, una legión de arañas minúsculas sale corriendo de la herida. Explicación oficial: la araña playera había puesto huevos debajo de su piel. La mujer sufre un ataque cardíaco o debe recibir tratamiento psiquiátrico.

   A la segunda desventurada se le introduce una tijereta en el oído. Tras acudir al médico quejándose de terribles dolores, éste le asegura que dentro de pocos días el bicho saldrá por la otra oreja. Cuando esto ocurre, el doctor dictamina con alarmante frialdad que se trataba de una hembra, por lo que es muy posible que haya desovado en el interior de su cráneo. De ser así, concluye diciendo, «las crías terminarán por devorarle el cerebro».

   Heridas infectadas, insectos hormigueantes, impotencia médica, desenlace trágico... Estos elementos parecen apuntar hacia otro posible significado de la leyenda: el de la muerte en acción. Tras señalar que solemos imaginarnos a los microbios como unas «bestezuelas que se introducen en el organismo», Gillian Bennet concluye su estudio argumentando que «tener una bestia en el cuerpo es la obsesión del hipocondríaco, una representación simbólica de los gusanos que devorarán nuestros cadáveres, una creencia en el origen animal de las enfermedades».

   Los escritores y cineastas proclives al género fantástico no podían permanecer indiferentes al mórbido encanto de este tipo de relatos. Ninguna novedad, por otra parte, ya que el cine y la literatura se han nutrido con frecuencia del patrimonio folklórico universal.

   En un cuento titulado «Egoísmo, o la serpiente en el pecho», Nathaniel Hawthorne narra la historia de un joven torturado por la certeza de que una serpiente fantasmal le roe las entrañas. El escritor, aun indicando que «tales hechos han ocurrido en más de una ocasión», utiliza el tema en clave alegórica para formular un alambicado discurso en torno al egoísmo, el pecado y el remordimiento.

   Menos simbólico y más lúbrico se muestra el escritor norteamericano Philip J. Farmer en La imagen de la bestia, su novela pornofantástica publicada en 1975. En cierto pasaje, una mujer de turbadora belleza se entrega a alucinantes juegos eróticos con una especie de serpiente barbuda de rostro humano «y expresión de indecible maldad» que emerge de su vagina y se le introduce en la boca procurándole goces inusitados. En vez de parasitismo, lo que se describe aquí parece más bien un caso de voluptuosa y ultraterrena simbiosis.

   Ya en el ámbito cinematográfico, el celebérrimo film Alien (1980) recupera el tema con estética futurista, ciñéndose fielmente al modelo tradicional. Un parásito se aferra al rostro de un tripulante de la nave espacial Nostromo y deposita un huevo en el interior de su cuerpo. De él nacerá, reventándole el pecho atraído por el olor de la comida, un retoño monstruoso. Más criaturas vermiformes se introducen en cuerpos humanos por vía oral y se adueñan de voluntades en otras dos películas fantásticas de culto: Vinieron de dentro de... (1974) y Hidden (1987).

   Los insectos invasores también pululan profusamente por el panorama audiovisual. El episodio «The Caterpillar», de la serie de televisión Galería nocturna, emitida en los años setenta, escenifica paso a paso el relato de la tijereta en el oído. En el film Los creyentes (1986) se recurre a leyenda de las arañas en la herida para ilustrar el resultado de una maldición santera. Y en uno de los episodios de la película Creepshow (1982), un cínico industrial obsesionado por la limpieza terminará relleno hasta las cejas de cucarachas, que saldrán a borbotones de su cadáver: aparatosa metáfora gráfica del pánico a la enfermedad y de la podredumbre interior.

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