martes, 26 de febrero de 2019

Leyendas urbanas: Caimanes albinos.

 Los caimanes albinos de Nueva York Muchos ciudadanos de Nueva York, al regresar de sus vacaciones en Fíorida, se traen a casa como recuerdo un pequeño caimán. Estos saurios de vivero chapotean con ternura en agua de grifo con sabor a cloro en el piso 54 de cualquier edificio. Pero sucede una cosa terrible: que el amor a los cocodrilos tampoco es eterno .



   MANUEL VICENT



   Fiesta en Nueva York A cien metros bajo el nivel de las joyerías de la avenida Madison, en las herméticas alcantarillas de Manhattan, existe una colonia de cocodrilos blancos y ciegos que navegan por el detritus. Así lo atestiguan temerarios viajeros que se perdieron por las cloacas en busca del infierno. Ermano Cavazzoni cuenta en El poema de los lunáticos cómo una noche se sintió atraído por el agujero del lavabo y se dejó caer cañería abajo. Y descubrió que el infierno es un gran tubo de cemento con ramificaciones de plomo al que se accede por el urinario.
   Ése fue el terrible sino que corrieron los pequeños caimanes de Queens, Manhattan y el Bronx.

   Tras ser comprados en Miami por menos de treinta dólares, fueron alimentados con carcasas de pollo enriquecidas con proteínas y calcio. Pero ocurrió que, conforme pasaban los días, aumentaba su apetito y pronto alcanzaban los treinta centímetros de tamaño. Era entonces, se dice, cuando los padres se volvían aprensivos, celosos del futuro de sus vástagos. Así que, mientras éstos estaban en la escuela, comenzó a extenderse un extraño rito: lanzarlos por el excusado para que a través del váter comunicaran con el Nilo.

   Robert Daley da cuenta de ellos en The World Beneath the City, un curioso libro que trata sobre la construcción de la red de colectores de Manhattan. Al parecer, el inspector general de alcantarillas decidió emprender, entre 1935 y 1936, una campaña de exterminio de los temibles saurios que ya por aquel entonces medían cuatro metros y se alimentaban de ratas gigantes, poco menos que conejos.

   Anteriormente, el 10 de febrero de 1935, el New York Times informaba del siguiente hecho. Unos muchachos de la calle 123, en las proximidades del río Harlem, habían avistado por la boca de una alcantarilla a un caimán que chapoteaba por las turbulentas aguas. El ejemplar, que medía unos dos metros, tuvo un luctuoso final: fue sacado a rastras y exterminado.

   Fuera como fuese, lo bien cierto es que el inspector general no debió de tener mucho éxito porque en años posteriores magníficos ejemplares de caimán fueron vistos —o al menos, así lo manifestaron hombres de bien— en la estación de metro de Brooklin, en el río Bronx y en algún lago de las afueras.

   Según narra Kenneth A. Thigpen, los nativos de Florida ya conocían esta situación desde los años cincuenta. Al parecer, los imprudentes turistas neoyorquinos cometían la estupidez de llevarse a casa a los peligrosos reptiles; los metían en la bañera y luego se veían obligados a desembarazarse de ellos, arrojándolos por el inodoro.

   Tanto es así que a finales de los años sesenta, el clamor era unánime: las cloacas de Nueva York estaban infestadas de caimanes y, en algún caso, hasta de negros. «La mayoría de los negros son mutilados —cuenta Ermano Cavazzoni en El poema de los lunáticos—, porque todos se pelean y llevan siempre en la mano un cuchillo o un gancho terrible que corta como una navaja de afeitar y parte los huesos».

   Tras la investigación llevada a cabo por los herpetólogos Sherman A. Minton Jr. y Magge Rutherford Minton —Giant Reptiles—, el folklorista Richard Dorson publicó una serie de textos recopilados entre los estudiantes de Berkeley —California. En ellos se introducía una variación: la oscuridad de las alcantarillas no sólo determinaba el albinismo de los caimanes, sino que además influía en su crecimiento la marihuana arrojada por el retrete durante las redadas policiales. De ahí surgiría la legendaria «hierba blanca neoyorquina», potentísima variedad enriquecida por los nutrientes de las cloacas.

   Tras publicarse el libro de Thomas Pynchon V. y proyectarse el film La bestia bajo el asfalto (1980) donde se sugería que multitud de niños americanos había tirado al retrete pequeños caimanes comprados en Macy's por cincuenta centavos, la leyenda llegaba a Europa.

   El francés Gilbert Lascault en su libro Un monde miné fue uno de los primeros en advertir de los peligros del mundo subterráneo:

   Todos los poceros saben —escribía en la introducción— que les está prohibido entrar en un pasadizo que hay debajo del bulevar Saint-Marcel. De este pasadizo, protegido día y noche por tres agentes del cuerpo de seguridad armados y enmascarados, arranca un largo laberinto pestilente que tal vez pueda recorrerse con una lancha motora provista de ametralladoras. Durante el trayecto, uno se cruzará con flotillas de cocodrilos blanquecinos y famélicos.

   Los cocodrilos americanos, no hay ni que decirlo, habían encontrado en el enjambre de pasadizos subterráneos una ruta de ordágo para adentrarse en Europa. Primero presentaron sus credenciales a los moradores del infierno urbano y, tras ser aceptados por unanimidad, pasaron a convivir con fantasmas de la ópera e insignes jorobados.

   En España la leyenda llegó un poco más tarde, ya en la década de los ochenta, entre otras cosas porque Francisco Franco jamás hubiera aceptado que bestias tan inmundas sembraran el pánico por El Ferrol. No obstante, curiosamente, de esta localidad procede una variedad interesante de esta leyenda que una alumna de la Universidad de Santiago de Compostela —Martina Fernández Bañobre— tuvo a bien hacernos llegar. El título es bien explícito «Boas en las alcantarillas de Puente de las Cabras».

   Sintéticamente —y en palabras textuales dice así:

   Varias personas habían viajado a un país exótico y se habían traído con ellas varias boas. Ante la imposibilidad de ofrecerles los cuidados necesarios, las habían arrojado al retrete y estaban viviendo en las alcantarillas de la zona de Puente de las Cabras —Ferrol. Llegó a afirmarse que habían atacado a un niño, extremo que no se llegó a confirmar. Más tarde empezó a comentarse que la policía había cazado a los animales y así cesó el revuelo causado.

   También en Sabadell (Barcelona) surgió el rumor de que un monstruo abisal moraba en las cloacas, arrastrando su deformidad por las aguas residuales. A tal efecto, nos pusimos en contacto con Vertisub, tal vez la empresa más importante de España en la limpieza de emisarios submarinos y redes de alcantarillado. Allí hablamos con Pilar Almagro, directora comercial, y Miguel Romans, responsable técnico.

   Según Romans, la fauna de las cloacas se reduce a cucarachas, ratas y bacterias, por más que algunos sitúen debajo del metro de París una colonia de cerdos gigantescos.

   Respecto al monstruo abisal de Sabadell —del que algunos de nuestros informadores creyeron tener noticias por el Diari de Sabadell— y que, presumiblemente, se trataba del cuerpo hinchado de una vaca que, misteriosamente, habría caído a la red de alcantarillado tras desplomarse por un pozo, nos dijo que le sonaba de lejos, pero sin poder aportar más datos. Tras hacer una llamada telefónica a la Empresa Metropolitana de Saneamiento —EMSSA— tampoco allí nos supieron dar pistas. Eso sí, Miguel Romans nos comentó que un empleado de su empresa creyó ver a una especie de minotauro que avanzaba a toda velocidad hacia él procedente de una tubería de seis metros de altura y doce de ancho. Sólo cuando sus afilados cuernos estaban a escasos metros de sus vísceras pudo apercibirse de que se trataba de una carretilla tripulada por desechos de todo tipo que la corriente empujaba hacia el mar.

   Para él como para tantos otros, los caimanes albinos habitan en algún lugar de nuestra imaginación y allí seguirán para siempre. Según algunos tratados de criptozoología, la rama de la zoología que más se ha destacado en el estudio de la fauna subterránea, existen especies animales de las que se conoce únicamente un individuo, como el tanrec Dasogaole fontoynanti, cuyo único ejemplar, capturado en Madagascar, se encuentra en el Museo de Historia Natural de París o el Monachus tropicalis, la foca de lomo blanco de cuya existencia se sabe tan sólo por una fotografia tomada en Yucatán en 1962. De otros, en cambio, no tenemos vestigios, caso del kraken escandinavo, un pulpo gigante que apresaba a los barcos valiéndose de sus tentáculos, o de los caimanes albinos.

   Por esta razón, nos permitimos recomendarles que, si alguna vez tienen ocasión de visitar las cloacas de su ciudad, se preocupen de adoptar las precauciones necesarias para que su racionalidad no sea herida y despechada

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