Para contrastar la veracidad de la leyenda que a continuación nos va a ocupar tenemos que remitirnos a esa riqueza histórica que siempre ha aportado el pueblo, pues este es el que la ha traído hasta nuestros días, y a estas páginas, al transmitirla de boca en boca.
Cuentan que el primer campanero que desempeñó este noble cargo en la catedral de Murcia, se llamaba Diego Alba. Un joven de unos 27 años, al que le gustaba tanto el vino que no hacía diferencia entre sus diferentes variedades.
Sus padres, al ver que no le podían llevar por el “buen camino”, decidieron llevarlo al convento de los padres dominicos. Pensando que si estos no podían enderezarlo, no habría ya fuerza que fuese capaz de hacerlo.
Los padres dominicos hicieron humanamente todo lo que estaba en sus manos y un poquito más para disciplinar al muchacho. Le hablaron de Dios, del futuro, del prójimo, de sus ancianos padres y del infierno donde iría a parar si no cambiaba de actitud ante la vida, pero no conseguían nada. Tuvo que ser cuando se vio al borde de la expulsión que modificó su actitud. Cambió radicalmente y comenzó a tratar a sus educadores con mucho amor y corrección.
El alumno había aprendido de entre todas las buenas cosas que intentaron enseñarle, lo único que necesitaba para seguir sobreviviendo: que había de saber alabar a los santos y elogiar a sus superiores, ya que escuchar piropos es agradable no sólo para oídos humanos sino también para los divinos.
Y tan bien lo hizo que los religiosos decidieron darle de baja en la orden y proporcionarle el elevado cargo de campanero de la, recién terminada, torre de la catedral. Estamos hablando, pues, del año 1794.
Este cargo estaba dotado de dos subalternos que ayudaban al campanero durante el día. El empleo no era, pues, nada despreciable, cuando el que lo ejercía, además de seis reales de sueldo, casa y comida gratis, tenía bajo su dependencia gente a quien mandar. Pero además, ser campanero de la catedral, era un trabajo de gran importancia en aquella época en la que abundaban las fiestas religiosas, se producían riadas y, por si fuese poco, también se debían de notificar las horas, las medias y los cuartos; las bodas y los bautizos; y se echaban las campanas al vuelo cuando llegaba a la ciudad algún dignatario de la iglesia o algún noble señor.
Diego Alba, el campanero de la catedral, a pesar de haber conseguido un oficio bien remunerado con gente a su cargo, siguió bebiendo sin medida. De día podía permitirse el lujo de dormir la tajada porque disponía de dos subalternos, pero de noche no, porque al caer la tarde se quedaba completamente solo. Y así fue como, no fue una, sino muchas las noches que permanecieron en el más profundo de los silencios; ni horas, ni medias, ni cuartos de hora se oyeron en la ciudad... La gente estaba indignada, ya que en aquel tiempo las campanas constituían para el pueblo lo que el faro para el navegante. Porque sin conocer la hora, ni el huertano sabía cuando tenía que levantarse, ni el cura cuando comenzar la misa, ni el lechero cuando ordeñar... Aunque, si este oficio demandaba seriedad y desvelos, no es menos cierto que no estaba exento de peligros...
Y así fue como lo que se veía venir sucedió. Una noche, el campanero subió a la torre para anunciar una novena en honor de San Fulgencio. Había que voltear la campana tirando de unas sogas y el campanero, que por los efectos del vino no podía mantenerse quieto, fue cogido por las aspas de la campana que estaba volteando saliendo volando por el aire “como si tuviera alas, no paró de revolotear hasta estrellarse en uno de los tejados”, situándose en una de las cuatro casas que se hallaban entonces en la que hoy conocemos como la calle Oliver.
La gente se agolpó en la mencionada calle para observar de cerca el difícil rescate del cadáver del campanero, y sobre el incidente hubo toda clase de comentarios maléficos, “cosa del diablo”.
Uno de los asistentes, un hombre que se ganaba el pan de cada mañana manejando una azada como peón de quien quería darle trabajo, y que era conocido con el apodo de: “el listo”, con una voz muy potente para hacerse oír por todos los asistentes, dijo: “Avecinaos, esto no ha sio cosa del dimonio sino del vino. Poique el vino más güeno, pa´l que no sabe mearlo es un veneno”.
Es desde entonces que este dicho se convirtió en refrán, llegando hasta nuestros días en formato oral, queriendo trasmitirnos el origen de un dicho popular, sino también el trágico final del que fue primer campanero de la Catedral de Murcia, Juan de Alba.
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