Grandes cipreses dan sombra y protegen del viento al Monasterio de Santa Ana, encumbrado en la serranía jumillana a una altitud de 947 metros. Altura que le proporciona un encomiable frío en épocas invernales y un agradecido frescor cuando el solano hace de las suyas en verano. Fue construido en 1573 a partir de una vieja ermita del s.XIV dedicada a “Santa Ana la vieja”.
Desde entonces sus únicos moradores han sido los franciscanos, y fue en este monasterio en el que vivió durante tres años San Pascual Bailón. Los padres franciscanos, reciben a los curiosos visitantes haciéndoles un paseo por el interior del monasterio. En la capilla se puede observar el Cristo de la Columna, obra de Salzillo, fechada en el año 1755, un amplio museo repleto de reliquias como astillas de la madera de la cruz de Cristo, y otras piezas donadas por los distintos peregrinos que por allí han pasado.
Pero de todas las cosas que me enseñaron durante mi visita, la que más me impresionó, por su austero aunque imponente aspecto, fue su biblioteca. Se trata de una enorme cámara monacal poblada por cerca de 20.000 volúmenes, donde se pueden encontrar obras desde el siglo XVII.
Cuenta la leyenda que en este monasterio de Santa Ana vivió un monje, Fray Bernardo, que no se permitía el más leve goce en su vida ordinaria, se ofrecía para los más duros trabajo y su cuerpo estaba marcado por las continuas disciplinas.
Un día llamaron a la puerta del convento, llamada que salió a atender el mencionado fraile, quedando impresionado ante la belleza de una joven. Ella pidió confesión y el fraile se presto con agrado a complacerla. Pero, estupefacto y prendado por su belleza, le impuso la penitencia de volver a los dos días.
Aquella noche, durante sus oraciones, no podía apartar de su mente aquella candorosa joven que había perturbado su espíritu. Entablando en su conciencia una dura pugna entre el deber y la pasión. Se sentía culpable por ello, pero la devoción estaba huyendo de él, y las prácticas religiosas comenzaron a ser un hastío. Pasados dos días, la joven regreso, y por lo visto la pasión triunfo a la fe.
El fraile salió aquella noche, mientras toda la comunidad dormía y, saltando las tapias que rodean el monasterio, fue al encuentro de la joven, que lo esperaba en las cercanías. Antes del amanecer estuvo de vuelta, sin que los demás frailes hubieran notado su ausencia.
Así, durante varios días se repitieron los encuentros entre Fray Bernardo y aquella hermosa dama. Hasta que fue descubierto por el superior, el cual en una noche de desvelo, vio desde su ventana saltar una sombra y al revisar los aposentos se encontró con el suyo vacío. El prior amonestó severamente al monje, a su regreso, y con gran dolor se vio obligado a expulsarlo.
Este, apenado, se marchó del monasterio. Sus largos años de vida religiosa, que abandonaba por haber sucumbido al placer carnal, eran un pesado equipaje para su alma. Durante un largo rato caminó, confuso y dolido. Tropezó con una profunda cueva cavada en la roca, y se refugió en ella. Allí, se entregó a la oración, alimentándose tan sólo de hierbas, intentaba expiar sus culpas, pero murió de hambre y de frío. Su cadáver fue encontrado por un pastor que una noche se guareció en la cueva que desde entonces es conocida en la zona como la cueva del monje.
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