miércoles, 27 de febrero de 2019

Ceremonias fúnebres y vida de ultratumba en la mitología romana

Cuando un romano moría, al entierro iban sus manes, es decir, sus antepasados, representados por maniquíes voluntarios con las máscaras de cera que los identificaban. Se hallaba muy divulgada la creencia de que si no había alguien que se acordase de ellos e hiciese ofrendas en sus tumbas y las cuidase, sus almas andarían errantes y sin sosiego hasta llegar a convertirse en espíritus de influencia nociva. Para evitar este mal, una vez al año, en las fiestas funerarias (semejantes a nuestro Día de los difuntos) se ofrecían en sus tumbas alimentos y bebidas, flores y obsequios, al margen de la oración diaria de la familia y del recuerdo que representaban las mascarillas de cera de los difuntos que colgaban de las paredes de la casa; otras veces se trataba de imágenes completas.

  Pero no todos los espíritus de los muertos eran propicios por el mero hecho de acordarse de ellos. Los lemures representaban funciones opuestas a las de los manes. Se trataba de espectros malévolos que podían dañar y atormentar a los vivos, y con el fin de alejarla de la casa y sus moradores, el padre, a la media noche de los días 9, 11 y 13 de mayo, después de lavarse las manos en señal de purificación, echaba puñados de habas negras hacia atrás para que les sirviera de alimento y así apaciguarlos, tal como volveremos a insistir reiteradamente.

  Las larvae, o larvas, eran los espíritus de los criminales y de las personas desaparecidas en muerte trágica. Podían actuar sobre los vivos produciéndoles trastornos mentales, que intentaban contrarrestar haciendo uso de los exorcismos conocidos por la propia familia o con la intervención de alguna bruja o hechicero, que pronunciaba las palabras de conjuro al tiempo que suministraba toda clase de pócimas para defenderse de ellas.

  El entierro constituía pues una de las ceremonias más solemnes de un romano, a la que asistían «además de los antepasados» todos los miembros de la familia del finado. A los muertos se les incineraba y las cenizas se guardaban en urnas que se colocaban en unos lugares llamados columbarios (de columba = paloma, por tener cada uno de ellos la forma de un nido de paloma, con todo su símbolo de paz que significa además esta mansa ave). También se efectuó la inhumación de cadáveres en los panteones construidos en las afueras de las ciudades. El cristianismo, siguiendo al pie de la letra el dogma de la «resurrección de los muertos», generalizó esta práctica, por considerar más fácil éstas con un cadáver inhumado que incinerado… Un interesante cementerio in situ puede contemplarse en la Plaza de la Villa de Madrid, de Barcelona: data del siglo III d. C.

  Dejando aparte la «vida» de los lemures y larvas, la noción de castigo o premio y de Infierno o de vida feliz para los «buenos» es confusa entre los romanos y se vale de toda serie de aportaciones mitológicas, en especial etruscas y griegas.

  Entre los poetas latinos, algunos han colocado el Infierno en las regiones subterráneas, situadas directamente debajo del lago Averno (Averno o Infierno son pues sinónimos) en la campiña de Roma, con motivo de los vapores envenenados que se elevaban de este lago antiguo. Según los romanos, los infiernos se dividían en siete lugares diferentes. El primero encerraba los niños muertos al nacer, que no habiendo probado ni las penas, ni los placeres de la vida, no habían contribuido ni a la dicha ni a la felicidad de los hombres y no podían, por consiguiente, ser castigados ni premiados. El segundo lugar estaba destinado a los inocentes condenados a muerte. El tercero contenía a los suicidas. En el cuarto, denominado Campo de lágrimas, erraban los amantes perjuros, y sobre todo la multitud de amantes desgraciados. El quinto lugar era habitado por los héroes cuya crueldad había oscurecido el valor. El sexto era el Tártaro, lugar de los tormentos y el séptimo los Campos Elíseos. Plutón y Proserpina son la pareja reinante de este «mundo» infernal.

  Los Campos Elíseos o Elisios son la morada de las sombras virtuosas, la séptima división del Infierno. Reinaba en ellos una eterna primavera y el soplo de los vientos no se hacía sentir sino para esparcir el aroma y el perfume de las flores. Jamás los rayos del sol ni de los astros fueron interceptados por las nubes. Florestas de rosales de mirto y de otras mil plantas y árboles olorosos embellecían la morada de las sombras justas. El Leteo corría por él con un dulce murmullo y sus aguas tenían la propiedad de hacer olvidar los males de la vida. Una tierra siempre fértil renovaba sus producciones tres veces al año, y presentaba alternativamente las flores y los frutos.

  Sin ningún dolor, sin sombra de vejez, conservaban eternamente los manes afortunados la edad en que habían sido más felices. Allí se disfrutaban los placeres que más habían gustado, durante su vida: la sombra de Aquiles hacía la guerra a las bestias feroces. Robustos atletas se ejercitaban en la lucha: ancianos alegres se invitaban recíprocamente a los banquetes. A los bienes físicos se reunían la ausencia de los males del alma. La ambición, la avaricia, la envidia y todas las viles pasiones que agitan a los mortales no podían alterar la calma de los habitantes de los Elíseos. Saturno, soberano de esta morada feliz, reinaba en ellos con Rhea, haciendo revivir la Edad de Oro. Otras versiones los hacían gobernar por las sabias leyes de Radamanto.

  Unos situaron los Campos Elíseos en la Luna, otros en las islas Canarias o Afortunadas, otros en las Seetland o en Islandia (Thule), los más en la extremidad de la tierra, y en las orillas del Océano, en las islas Blancas del Mar Negro (Ponto Euxino), cerca de las estatuas o columnas de Hércules en Hispania, etcétera.

  Los romanos sólo creían en las penas eternas para los grandes malvados. El suplicio de los demás cesaba después del tiempo prescrito por los jueces del infierno. Nada manchado con el vicio entraba en los Campos Elíseos; pero el infeliz que sólo había sido débil, cuyo corazón había gemido con los remordimientos, no era desterrado de ellos para siempre y, tras haber sufrido un castigo justo y necesario, se lo volvía a la tranquilidad y la dicha.


DIOSES PROPIAMENTE ROMANOS Y SUS ATRIBUCIONES


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