viernes, 22 de febrero de 2019

Bestiario H.P Lovecraft.-Grandes antiguos


La historia completa, hasta donde fue descifrada, aparecerá más adelante en una publicación oficial de la Universidad de Miskatonic. Aquí apenas esbozaré los aspectos principales de forma algo vaga y desordenada.

  Místicas o no, las esculturas relataban la llegada de esos seres con cabeza en forma de estrella y provenientes del espacio cósmico a la Tierra naciente y sin vida; así como la llegada de muchas otras entidades extraterrestres que en ocasiones emprenden exploraciones espaciales. Parecían capaces de atravesar el éter interestelar con sus enormes alas membranosas, lo que confirma las curiosas leyendas de las colinas de las que me habló hace años un colega especializado en documentos antiguos. Habían vivido mucho tiempo bajo el mar, construyendo ciudades fantásticas y combatiendo en batallas aterradoras contra adversarios sin nombre valiéndose de complejos aparatos que empleaban principios energéticos desconocidos. Es evidente que sus conocimientos científicos y mecánicos superaban en mucho los del hombre actual, aunque sólo hacían uso de sus formas más difundidas y elaboradas cuando se veían obligados a ello. Algunas de las esculturas sugerían que habían pasado a través de una etapa de vida mecanizada en otros planetas, pero que habían desistido al descubrir que sus resultados eran emocionalmente poco satisfactorios.

  La dureza extraordinaria de su organización y la sencillez de sus necesidades básicas los hacían especialmente aptos para vivir en un plano superior sin necesidad de los productos elaborados por la manufactura artificial, e incluso sin vestimenta, salvo como protección ocasional contra los elementos.

  Fue bajo el mar, al principio para alimentarse y después con otros propósitos, como crearon por primera vez vida terrestre, usando las sustancias disponibles según métodos que conocían desde hacía tiempo. Los experimentos más complejos se produjeron después de la aniquilación de diversos enemigos cósmicos. Habían hecho lo mismo en otros planetas, donde habían fabricado no sólo los alimentos necesarios, sino también ciertas masas protoplasmáticas multicelulares capaces de conformar sus tejidos en todo tipo de órganos transitorios bajo influencia hipnótica y creando de ese modo esclavos ideales para ejecutar el trabajo pesado de la comunidad. Fue sin duda a esas masas viscosas a las que Abdul Alhazred llamó en susurros «shoggoths» en su temible Necronomicón, aunque ni siquiera aquel árabe loco había sugerido que existieran sobre la Tierra, salvo en los sueños de quienes habían mascado cierta hierba alcaloide. Cuando los Grandes Antiguos con cabeza en forma de estrella que moraban en este planeta hubieron sintetizado sus alimentos más simples y criado una buena provisión de shoggoths, permitieron que otros grupos de células desarrollaran otras formas de vida animal y vegetal para distintos propósitos, extirpando cualquiera cuya presencia les resultara molesta.

  Con la ayuda de los shoggoths, cuyas extremidades podían levantar pesos prodigiosos, las pequeñas ciudades submarinas llegaron a ser laberintos de piedra tan vastos e imponentes como los que más tarde se alzarían en tierra firme. De hecho, los Grandes Antiguos, muy adaptables, habían vivido mucho tiempo sobre la tierra en otras regiones del universo, y es probable que conservaran muchas tradiciones de la edificación terrestre. Mientras estudiábamos la arquitectura de estas ciudades paleontológicas esculpidas, incluyendo la de aquella cuyos pasadizos muertos desde hacía eones aún entonces estábamos atravesando, nos impresionó una coincidencia curiosa que todavía hoy no hemos logrado explicar, ni siquiera a nosotros mismos. Los remates de los edificios, que en la ciudad real que nos rodeaba se habían convertido como es lógico, en ruinas informes por el paso del tiempo, se veían expuestos con claridad en los bajorrelieves, y mostraban vastos racimos de capiteles agudos como agujas, delicados pináculos sobre ápices cónicos y piramidales, e hileras de discos festoneados que coronaban respiraderos cilíndricos. Eso era exactamente lo que habíamos visto en aquel espejismo monstruoso y descomunal, proyectado por una ciudad muerta donde semejantes siluetas recortadas contra el horizonte llevaban ausentes miles y decenas de miles de años. Una quimera que se alzaba ante nuestros ojos ignorantes a través de las insondables montañas de la locura cuando nos acercamos por vez primera al infortunado campamento devastado del lago maldito.

        En las montañas de la locura

        1931

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