miércoles, 20 de febrero de 2019

El cantar de Roldán

El «Cantar de Roldán» florece en los primeros pasos de la poesía francesa, a fines del siglo XI, y está escrito por un juglar desconocido. Es una maravillosa pintura de la Alta Edad Media.
    Describe al Emperador Carlos el Grande y a sus doce Pares, Y canta la tragedia de Roldán en los puertos de Roncesvalles.
 

  Siete años ha morado en España Carlomagno, nuestro gran Emperador. La alta tierra ha conquistado hasta el borde del mar. Ni hubo castillo que ante él resistiese, ni ciudad ni muro que no derribase. Menos Zaragoza, que se halla sobre una colina, sometida al rey moro Marsil, que no adora al Señor.

  Marsil tiene miedo de Carlos el Grande, y busca la manera de engañarle para alejarle de sus tierras, Reúne a sus condes y duques en un vergel, sobre una grada de mármoles azules, y allí toman la decisión de enviarle un mensaje de servidumbre, ofreciéndole lebreles, osos y leones, setecientos camellos y mil azores mudados, cuatrocientos mulos cargados de oro y plata y armas y tesoros para que no le haga más la guerra y se vuelva a su corte de Aquisgrán. También le ofrece hacerse cristiano y ser su amigo.

  Pero el rey Marsil miente. Su propósito siempre fue la traición.

  En una ancha pradera está Carlos, el Emperador de la barba florida. Le rodean sus doce Pares: Roldán, su sobrino, y Oliveros el esforzado, y el altivo Anseís y Godofredo de Anjou, gonfalonero imperial, y Turpín de Reims, el valiente arzobispo, y Engleos, y Garin y Gerer, con otros muchos caballeros de la dulce Francia, hasta contarse quince mil.

  Bajo un pino, junto a un agabanzo, allí está sentado Carlos el rey, el dueño de la dulce Francia. Blanca es su barba y florida su cabeza. Los mensajeros de Marsil le reconocen en seguida por su gallardía. Descabalgan, le saludan con reverencia y amor y dicen su mensaje.

  Carlos escucha el mensaje, baja la cabeza y comienza a meditar. Su palabra jamás fue apresurada. Después, bajo los pinos, sobre una blanca alfombra, convoca a sus barones a consejo. Allí está la flor de los caballeros de Francia, y entre ellos Ganelón, por quien fueron traicionados.

  Allí habló el conde Roldán, el sobrino del Emperador, el más esforzado de los doce Pares:

  —¡Ay de vos si os fiáis de Marsil! Siete años enteros llevamos ya en España. Y siempre el rey Marsil se portó como un traidor. Nos enviaba a sus siervos con ramos de olivo y mensajes de paz. Pero luego hacía decapitar a nuestros emisarios. No os fiéis en la palabra de Marsil.

  Así habló el valiente Roldán. Carlomagno se alisa la barba y calla meditando. Los francos callan también.

  Luego habló Ganelón, altivo, erguido sobre sus pies:

  —Roldán no ha hablado en vuestra pro. Él siempre quiere guerrear y poco le importa de nuestras vidas. Cuando el rey Marsil os pide la paz y se ofrece por siervo vuestro no debéis rechazar tales promesas. Dejemos a los locos y atengámonos a la razón.

  Así habló Ganelón, y sus palabras parecieron bien a los francos. Nadie podía adivinar en él a un traidor.

  Entonces se oyó la voz noble y clara del Emperador:

  —Señores franceses, ¿quién podría marchar a Zaragoza con un mensaje mío al rey Marsil?

  —Yo iré, con vuestra venia —responde Roldán—. Dadme el guante y el bastón de emisario.

  —Vos no —replica el conde Oliveros—; vuestra vida es demasiado preciosa para arriesgarla en esta empresa. Si el rey quiere yo iré.

  —Ni uno ni otro pondréis allá las plantas —replica el rey—. Por ésta mi barba que véis aquí nevada, ¡malhaya quien me designe a uno de los doce Pares!

  Los francos enmudecen y aguardan sobrecogidos.

  —Que vaya entonces mi padrastro Ganelón —dice Roldán.

  Y así se acuerda.

  El conde Ganelón está en gran pena. De su cuello va arrancándose las anchas pieles de marta y queda cubierto con el brial de seda. Tiene los ojos encendidos, y le tiemblan las manos, porque quien va a Zaragoza no sabe si volverá. Roldán se ríe al verle temblar, y Ganelón está a punto de estallar de rabia.

  —Te odio, Roldán, porque has hecho recaer en mí esta elección injusta. Si Dios permite que vuelva, guárdate de mí.

  Luego va a tomar el guante y el bastón del Emperador para llevar su menaje. Pero al hacerlo, el guante cae al suelo y los francos exclaman:

  —¡Dios! ¿Qué significa esto? Con mal augurio comienza esta embajada. Algún mal nos ha de venir de ella.

  Ahora cabalga Ganelón hacia las tierras de Marsil. Lleva espuelas de oro y ciñe su espada Murglés al costado. Por el camino va maldiciendo de Roldán, y de Oliveros por ser su amigo, y de los doce Pares por el amor que el rey les profesa. Y en su corazón va meditando una traición para perderlos.

  Tanto ha cabalgado por caminos y veredas, que ya echa pie a tierra frente a la tienda de Marsil, Allí se concierta la vil traición. Ganelón recibe del sarraceno armas y tesoros, ajorcas de oro con jacintos y amatistas. Y en secreto descubre al rey Marsil la traza de que puede valerse para matar a Roldán.

  —Yo engañaré a mi rey —le dice— haciéndole creer en vuestra sumisión. Le llevaré vuestros rehenes y presentes, y Carlos me creerá y se internará con sus tropas por los desfiladeros de Roncesvalles. Tras él quedará la retaguardia con su sobrino Roldán y el esforzado Oliveros. Allí los cercarán vuestras tropas cuando ya el rey esté lejos y no pueda volver en su auxilio. Si lográis que Roldán sea allí muerto, arrebataréis a Carlomagno el brazo derecho de su cuerpo, y su ejército ya no volverá a pasar los Pirineos contra vos.

  —Juradme vos traicionar a Roldán —dice Marsil.

  —Así sea —responde Ganelón—. Y sobre la cruz de su espada Murglés jura la traición.

  Mucho madrugó el Emperador. Erguido está ante su tienda, sobre la verde yerba, entre Roldán y Oliveros, cuando llega de regreso el perjuro Ganelón y comienza a hablar con gran astucia.

  —Dios os salve, rey Carlos. Aquí traigo para vos las llaves de Zaragoza y un tesoro que os envía el rey Marsil, vuestro vasallo. Cierto era su mensaje de sumisión. Vuestros ejércitos pueden marchar tranquilos y honrados. Volvámonos a nuestra Tierra Mayor. Internémonos hoy mismo por los desfiladeros de Cize y que Roldán y Oliveros queden atrás para guardar la retaguardia.

  La noticia es acogida con júbilo. Entre las filas resuenan mil clarines. Los francos alzan las tiendas, cargan las acémilas y todos se encaminan hacia la dulce Francia.

  A la noche, el conde Roldán sujeta a su lanza el gonfalón y en la cima de un otero lo yergue hacia las nubes. A esta señal los francos acampan por todo el contorno.

  Entonces, por las anchas cañadas, vienen cabalgando los infieles. La cota llevan puesta, el escudo al cuello, atado el yelmo y la lanza prevenida. En una selva se detienen y se emboscan, esperando al alba para caer por sorpresa sobre la retaguardia cuando el grueso del ejército se aleje. Son cuatrocientos mil. ¡Dios, qué dolor, que nada sepan los franceses!

  La noche es sombría. Duerme Carlos, el poderoso Emperador. Soñó que estaba internado en los desfiladeros de Cize. Entre sus manos tenía su lanza de fresno. El conde Ganelón se la arrebata, y tan fuerte la sacude, que vuelan hasta el cielo las astillas. Carlos duerme.

  Después tiene otra visión. Sueña que está ya en su reino, en Aquisgrán. Un oso terrible le muerde el brazo derecho, Y un leopardo de las Ardenas se lanza contra él. Un lebrel defiende a Carlos, y lucha contra el oso y el leopardo. ¿Qué significa aquello? Nadie lo sabe. Carlos duerme.

  A la mañana siguiente el rey está triste por sus sueños, y apenas puede contener las lágrimas. Un presentimiento habla en su corazón. Entrega su arco a Roldán, que ha de quedar en retaguardia defendiendo el paso, y le abraza tiernamente. Es su sobrino, es el mejor paladín de los francos. ¿Quién no llorarla al dejarle en tan gran peligro? Carlos recuerda ahora sus sueños y mira con rencor a Ganelón. Después da la orden de marcha, y sus tropas cruzan las calladas sombrías y los siniestros desfiladeros de Roncesvalles. A quince leguas se oye el rumor de los ejércitos. Cuando al otro lado de los montes divisan a su patria, la dulce Francia, todos los corazones se alegran; se acuerdan de sus feudos, de las doncellas de sus castillos, de sus nobles esposas. Pero el rey Carlos está triste porque deja en los puertos de España a su sobrino, y no puede contener las lágrimas, que oculta con su manto.

  Así se alejan los franceses.

  Los doce Pares han quedado en España con el valiente Roldán. Tienen su campamento en los altos puertos.

  Entretanto, el rey Marsil junta a sus paladines bajo la enseña de Mahona. Allí están Corsablín y Falsarón, y Turgis y Malprimpis, y mil caballeros más. Todos gritan fanfarronamente ser los primeros en derribar a Roldán y arrastrar su cadáver. Cabalgan hacia los puertos a marchas forzadas, alzando al cielo sus voces, sus lanzas valencianas y sus gonfalones blancos, azules y bermejos.

  Claro es el día y bello el sol. Las armaduras relumbran, gritan los clarines y su estruendo llega hasta los francos.

  A un altozano se ha subido Oliveros y ve avanzar el ejército infiel. Llama a Roldán, y le habla así:

  —Señor compañero; del lado de España llegan los infieles. Son cientos de miles, todos brillantes de acero, y caminan en filas apretadas. Ganelón lo sabía, el vil traidor por quien fuimos designados ante el Emperador.

  —Callad, Oliveros —replica Roldán—. Ganelón es mi padrastro; no quiero que habléis mal de él.

  Oliveros ha trepado a una alta cumbre. Desde allí se ve el claro reino de España y la turba de los sarracenos brillantes de piedras engastadas en oro y lanzas con los pendones atados al hierro. Son tantos, que nadie podría contarlos.

  —Los infieles son innumerables y, nosotros muy escasos —dice Oliveros—. Roldán, mi compañero, haced sonar vuestro cuerno de marfil. Carlos lo oirá y retornarán las tropas.

  —No haré tal —responde Roldán—. Nosotros solos nos defenderemos. Mi espada Durandarte se empañará hoy de sangre hasta el oro de la taza.

  —Numerosos son nuestros enemigos —vuelve a decir Oliveros—. Llenan valles y montañas, landas y llanuras. Roldán, mi compañero, tañed vuestro olifante. Carlos lo oirá y volverá a nuestro lado.

  —Nunca —responde Roldán—. Nadie dirá de mí que he pedido auxilio para vencer a los infieles. Antes morir, por el honor de Francia. Ya veréis cómo se enrojece el acero de mi Durandarte. ¡Pobre del corazón que hoy se acobarde!

  Así habló Roldán como bravo. Así habló Oliveros como prudente. Uno y otro honran por igual a Francia la gentil. El arzobispo Turpín, armado de todas armas, bendice a la baronía franca. Y la lucha comienza.

  ¡Dios, qué gallardamente acomete Roldán! Le brilla la armadura, lleva la lanza en alto y atado a ella un gonfalón todo blanco, cuyas franjas le rozan las manos. Bravo es su porte; su rostro, claro y risueño. Junto a él cabalga Oliveros, y los francos les aclaman al divisar su escudo. Todos acometen lanzando el grito de guerra del rey Carlos:

  —¡Montjoie! Roldán ataca el primero al sobrino de Marsil, que grita insultos contra Francia. Al golpe del encuentro le abre el pecho y le quiebra el espinazo. Con su lanza le arroja fuera el alma.

  —¡Montjoie!

  Es el grito de guerra de Carlos.

  Allí vierais quebrarse las blocas y los escudos, saltar chispas los yelmos, desgarrarse las cotas y las lorigas, derribar jinetes y caballos, sonar las trompas y gritar amontonados los heridos. Allí Corsablín y Falsarón, Turgis y Malprimpis, los campeones del rey Marsil, caían lanzando sangre y gemidos bajo los mandobles de los doce Pares.

  —¡Montjoie!

  Es el grito de guerra de Carlos.

  Asombrosa es la batalla, y ya se lucha en tropel. El conde Roldán cabalga por el campo. Relumbra su espada Durandarte. La clara sangre corre en charcos y llega desde las crines del caballo hasta los hombros del jinete. A su lado va siempre el valiente Oliveros; ha roto contra los huesos de los enemigos su lanza, y desenvaina ahora su espada Altaclara. Y el arzobispo Turpín siembra infieles en círculo a su alrededor.

  También mueren allí los más valientes franceses. ¡Cuántas astas rotas y bermejas! ¡Cuántas banderas y enseñas desgarradas! ¡Cuánta juventud destrozada! Nunca más verán a sus madres y esposas, ni a sus hermanos de guerra los soldados que pasaron delante los puertos. Cuando lo sepa Carlos el Grande llorará y se mesará su barba blanca. Pero de nada ha de servir su llanto. ¡Maldito sea Ganelón, el traidor, que vendió por dinero a sus hermanos!

  Entretanto, en Francia descarga una extraña tormenta, llena de truenos y relámpagos, de lluvia y de hielo, y en pleno día invaden el campo las tinieblas. Es que el cielo hace un gran duelo por la muerte de Roldán.

  Bien se baten los franceses. Jamás se vieron mejores soldados bajo el sol. Cada uno ha matado centenares de enemigos. Pero los sarracenos avanzan en veinte escalones de combate, y su número les aplasta. Ya han caído Engleros y Anseís, y Garin y Gerer, y los más esforzados caballeros francos. Sólo quedan sesenta. Cuando ven caer a sus pares y amigos, los que quedan gritan de dolor y atacan con más fuerza, desesperadamente. Roldán también está herido, y habla así a Oliveros, su par:

  —Señor compañero, ved muertos a nuestros mejores amigos. Gran desgracia es ésta para la dulce Francia. Yo tañeré mi cuerno de marfil. Carlos lo oirá y pasará otra vez los puertos en nuestro socorro.

  —Ya es tarde —responde Oliveros—. Carlos no llegará a tiempo. Sólo nos queda morir con nuestros hermanos.

  Allí habló Turpín, el valiente arzobispo:

  —Tañed vuestro olifante, Roldán. Nuestros francos nos encontrarán muertos; pero llorarán sobre nosotros, nos enterrarán en nuestra patria y no seremos pasto de lobos y perros.

  Roldán, con gran dolor y esfuerzo, tañe por fin su olifante. Al soplar, brota la clara sangre por su boca. Tiene rotas las sienes. El sonido del cuerno se derrama a lo lejos; a treinta leguas se escucha en los contornos.

  Carlos, el Emperador de la barba florida, lo oye desde los desfiladeros y su corazón salta de congoja.

  —¡Es el olifante de Roldán!

  —Imposible —replica Ganelón—. Será el cuerno de algún pastor. ¿Hemos de detenernos por eso? Sigamos avanzando. Nuestra Tierra Mayor aún está lejos.

  Roldán vuelve a tañer el cuerno, con la boca ensangrentada. Las fuerzas le abandonan. Tiene rotas las sienes. Carlos le oye de nuevo y se detiene levantándose sobre los estribos.

  —¡Es el olifante de Roldán! En gran peligro están los nuestros cuando nos llaman en su auxilio. Aquí, mis barones; prendedme a Ganelón. Roldán ha sido traicionado.

  Mientras el rey habla, el cuerno suena por tercera vez. Se oye muy lejos y cada vez más apagado. El Emperador comprende que Roldán está herido y se apresura con los suyos hacia Roncesvalles. Van enardecidos y clavan toda la espuela a sus caballos. Sus trompas atruenan los desfiladeros, contestando al cuerno de Roldán. Pero de nada sirve ya; llegarán demasiado tarde.

  Avanza el día. Luce la tarde clara. Roldán llora y pelea entre sus amigos muertos, y avizora los montes y las landas. Delante de su tajante Durandarte los moros huyen como el ciervo delante de los perros. De un tajo ha partido la muñeca al rey Marsil, que huye cobardemente derramando su sangra negra. A montones caen los enemigos delante de Roldán y el valiente Oliveros y Turpín el esforzado.

  ¡Dios! ¿Qué pasa ahora? Un moro traidor ha llegado a galope de su caballo contra Oliveros, y le hiere por detrás en plena espalda. La lanza le atraviesa el pecho y asoma por delante. Oliveros siente que está herido de muerte. Blande su Altaclara, se vuelve, y de un golpe mata al traidor.

  Roldán contempla el rostro de su amigo; está empañado, lívido. Le habla entonces con ternura.

  —Señor compañero, infortunado fue vuestro valor. ¡Ah, dulce Francia, qué desolada quedas sin tus mejores vasallos, humillada y en derrota! Perdóname, Oliveros; yo soy culpable de tu desdicha por no tañer el olifante cuando aún era tiempo.

  Oliveros sonríe, con los ojos sin luz:

  —Os perdono, Roldán, mi par y amigo.

  Y se abrazan sobre los caballos.

  Luego Oliveros echa pie a tierra y se tiende sobre la verde yerba. Corre su clara sangre a lo largo del cuerpo, coagulándose en la tierra. Tanta sangre derramó, que sus ojos están turbios. Ya no oye ni ve. Le flaquea el corazón, rueda su yelmo, y todo su cuerpo, rígido, se desploma. El conde Oliveros está muerto.

  Roldán le contempla y se da cuenta de la catástrofe. Ya sólo le queda, de sus caballeros, el arzobispo Turpín, que ha tendido a su alrededor más de cuatrocientos sarracenos. Y también Turpín cae, atravesado su cuerpo por cuatro lanzas. Y muere bendiciendo a los suyos.

  Roldán vuelve a tañer, débilmente, su cuerno de marfil. Sesenta mil clarines le responden al otro lado de los montes, tan cerca y tan fuerte, que hacen retumbar los valles y cañadas. Al oírlos, los ojos de Roldán se iluminan y los infieles se dan por perdidos.

  —El Emperador vuelve —se dicen—. Hay que acabar con Roldán.

  Y cuatrocientos se suman contra él. Le arrojan dardos y flechas sin número, y lanzas y venablos de puntas emplumadas. Le matan su caballo, le agujerean el escudo, le destrozan la cota; pero no consiguen derribarle.

  Al caer la noche los sarracenos huyen precipitadamente llenos de rabia. Roldán sangra por cien heridas. Busca a sus amigos entre los cadáveres, y les llora sobre sus rodillas. También siente que está próximo su fin; tiene rotas las sienes y el cerebro se le derrama por los oídos. Con una mano coge el olifante y con la otra su espada Durandarte, y sube lentamente a un alcor, desde donde se divisan tierras de Francia y España. Allí, contra las rocas de mármol, trata de romper su espada para que muera con él y no la cojan los infieles. Rechina el acero, pero no estalla ni se mella. A sus golpes se hienden los negros peñascos, pero la espada no se rompe y salta contra el cielo.

  Entonces la cruza dulcemente sobre su pecho y se tiende boca arriba bajo un pino, entre la yerba fresca. Mañana, al alba, llegará el Emperador; verá su cadáver sobre el campo de batalla; tomará cumplida venganza contra los infieles y mandará ahorcar vilmente a Ganelón el traidor. Roldán confiesa en voz alta sus culpas, y en descargo de ellas levanta hacia Dios su guante derecho.

  Es de noche. Todo está en silencio en Roncesvalles. Roldán siente que la muerte baja desde su cabeza hasta su corazón. Vuelve hacia España su rostro para estar, aun después de muerto, de frente a los infieles. Se acuerda de Carlos, el Emperador de la barba florida, de Ja dulce Francia, de Oliveros y de los doce Pares, sus amigos. Y llora por todos en silencio.

  Al alba, cuando Carlos llega, su cuerpo está rígido y frío.

  Así está escrita la muerte de Roldán en la gesta de Turoldo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario