viernes, 22 de febrero de 2019

Bestiario H.P Lovecraft.-Shoggoths

Shoggoths

«South Station…, Washington…, Park Street…, Kendall…, Central…, Harvard…». El pobre hombre estaba recitando las estaciones familiares del túnel Boston-Cambridge que horadaba el pacífico suelo natal a miles de kilómetros de distancia en Nueva Inglaterra, aunque a mí el ritual no me parecía irrelevante ni me hacía sentir nostalgia del hogar. Sólo aportaba horror, porque conocía con absoluta certidumbre la analogía monstruosa y nefasta que lo había sugerido. Habíamos esperado ver, al volver la cabeza, una entidad terrible e increíble moviéndose, si la niebla se hubiera diluido. Pero nos habíamos hecho una idea clara de aquella entidad. Lo que en realidad vimos —porque por cierto la neblina había tenido la maldad de disiparse— fue algo del todo distinto, e inconmensurablemente más horrendo y detestable. Era la encarnación absoluta, objetiva, de esa «cosa que no debería ser» del autor de novelas fantásticas, y la analogía comprensible más cercana era un tren, inmenso y desenfrenado, como uno lo ve llegar desde el andén de una estación: la gran frente negra que surge colosal de la infinita distancia subterránea, constelada de luces de extraños colores y llenando el hueco prodigioso como un pistón llena un cilindro.


Pero no estábamos sobre un andén del subterráneo. Estábamos en medio de las vías mientras aquella pesadillesca columna plástica de fétida iridiscencia negra rezumaba apretadamente hacia delante a través del túnel de más de cuatro metros de altura, cobrando una velocidad impía y proyectando ante ella una nube en espiral del pálido vapor del abismo. Era algo terrible, indescriptible, mayor que cualquier tren subterráneo, una reunión informe de burbujas protoplasmáticas, de tenue luminosidad propia, y con miríadas de ojos transitorios que se formaban y caían como pústulas de luz verdosa en todo el frente que llenaba el túnel y que se precipitaba hacia nosotros, aplastando a los pingüinos frenéticos y resbalando sobre el suelo reluciente que él y los de su especie habían dejado tan malignamente libre de toda basura. Y aún llegó aquel grito ultra-terreno, burlón: «¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!», y al fin recordamos que los shoggoths demoníacos —dotados por los Grandes Antiguos de vida, pensamiento y configuraciones cambiantes de órganos, y carentes de lenguaje salvo el que expresaban los grupos de puntos— tampoco tenían voz, salvo los acentos que imitaban de sus amos desaparecidos.


        En las montañas de la locura

        1931

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