Shoggoths
Pero no estábamos sobre un andén del subterráneo. Estábamos en medio de las vías mientras aquella pesadillesca columna plástica de fétida iridiscencia negra rezumaba apretadamente hacia delante a través del túnel de más de cuatro metros de altura, cobrando una velocidad impía y proyectando ante ella una nube en espiral del pálido vapor del abismo. Era algo terrible, indescriptible, mayor que cualquier tren subterráneo, una reunión informe de burbujas protoplasmáticas, de tenue luminosidad propia, y con miríadas de ojos transitorios que se formaban y caían como pústulas de luz verdosa en todo el frente que llenaba el túnel y que se precipitaba hacia nosotros, aplastando a los pingüinos frenéticos y resbalando sobre el suelo reluciente que él y los de su especie habían dejado tan malignamente libre de toda basura. Y aún llegó aquel grito ultra-terreno, burlón: «¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!», y al fin recordamos que los shoggoths demoníacos —dotados por los Grandes Antiguos de vida, pensamiento y configuraciones cambiantes de órganos, y carentes de lenguaje salvo el que expresaban los grupos de puntos— tampoco tenían voz, salvo los acentos que imitaban de sus amos desaparecidos.
En las montañas de la locura
1931
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