sábado, 31 de marzo de 2018

Los dos amantes

Hace muchos siglos los aztecas gobernaban a México. Era un reino
majestuoso y los países vecinos tenían que contribuir para aumentar la riqueza
y el esplendor de la corte.
Entre los reyes vasallos estaba Tlaxcala, mas un día se reveló contra el gran
imperio. No quería que su pueblo siguiera pagando tributo ni empobreciendo su
comarca para enriquecer a otro país.
Pero ¿cómo se atrevía a sublevarse contra los más poderosos? Tlaxcala sabía
que su ejército estaba bien entrenado, que su general lo quería y que podía
confiar en él y en sus capacidades.
Popocatépetl, como se llamaba el joven general de Tlaxcala, estaba seguro de
que podía vencer al enemigo. «Nuestras tropas no son numerosas, pero
lucharemos con entusiasmo porque estamos defendiendo nuestra patria contra
los invasores y protegiendo a nuestras mujeres y a nuestros hogares», decía.
Los ojos de Popocatépetl resplandecían al pronunciar estas palabras. Estaba
ansioso de demostrar su valentía y su fidelidad. Quería luchar y ganar fama,
quería regresar victorioso, quería que Tlaxcala lo estimara y lo considerara
como su igual.
Pero, ¿por qué estaba tan interesado Popocatépetl en conquistar la amistad de
su rey? No hay duda de que realmente lo amaba, pero también amaba a su
hija. El general se había enamorado de la princesa, a quien quería con todo el
corazón. Claro que esto era un secreto todavía. No sabía si podía atreverse a
revelarlo antes de salir al combate, aunque estaba seguro de que la princesa
había adivinado su amor. Los ojos de la joven reflejaban los mismos
sentimientos cuando él buscaba su mirada. Ella no lo había rechazado.
«Si tengo el valor de enfrentarme con el enemigo, tengo que tener el valor de
hablar con el padre de ella», se dijo, y fue así como un día le preguntó al rey si
podía tener la esperanza de conquistar a la princesa, si lograba la victoria.
El rey miró al general. El joven era el hombre más honesto y valiente que el rey
había conocido. Le estrechó la mano y le aseguró: «Así como pongo la suerte
de mi país en tus manos, así mismo te encomendaré la felicidad de mi hija».
El general, lleno de emoción, apenas pudo expresar su gratitud. Se puso al
frente de sus soldados y salió al combate.
Luchó con un valor ejemplar que llenó de entusiasmo a todos los hombres y les
permitió conquistar una victoria tras otra.
Durante el combate, Popocatépetl no había dejado volar sus pensamientos,
pero en el momento en que las tropas enemigas se retiraron empezó a soñar
con su novia, cuyos ojos le habían prometido la felicidad.
¡Cómo apuraba a sus soldados! ¡Cómo buscaba el camino más cercano para
regresar a la capital! Hasta que al fin un día entró en la ciudad. Mas no fue
recibido con júbilo. Los habitantes no lo esperaban con coronas de flores y
plumas, como era la costumbre cuando regresaban las tropas victoriosas, ni en
el palacio sonaron los tambores de la victoria.
Los guardias lo miraron y lo dejaron pasar sin decir una sola palabra. Alguna
desgracia había ocurrido. Popocatépetl recordó que su padre le había dicho:
«Hijo mío, es difícil encontrar en un solo camino el éxito, la fama y el amor».
Esto lo atemorizó; pero, sin embargo, entró en los aposentos del rey.
Este, dándole un abrazo, le agradeció la victoria conseguida, pero su cara
estaba triste y no reflejaba el gran triunfo de su país.
«Estamos de luto, Popocatépetl», exclamó. «En vano vienes en busca de tu
novia. Ixtacihuatl ya no está entre nosotros. La flor se marchitó antes de
tiempo. ¡Los dioses no quisieron que diera fruto vuestro amor! Ayer por la
noche murió, y hoy por la mañana la llevamos al templo sagrado».
El rey ocultaba el rostro. No quería que su general viera las lágrimas que salían
de sus ojos.
Popocatépetl se despidió. No pudo quedarse en el palacio. Quería estar junto a
su novia, aquélla que los dioses no le habían querido dar. Encontró la tumba en
el templo y no pudo retener el llanto. «No me dejaré robar el premio a mis
hazañas», exclamó. «Nadie me quitará a mi novia; ella me pertenece y yo a
ella».
Y moviendo la loza que cubría la tumba, tomó a la muchacha en los brazos y
empezó a subir la montaña, en cuya cima se hallaba el templo de los difuntos.
Cuando la aurora empezó a regar su luz rosada, Popocatépetl llegó a la
cumbre que estaba cubierta de nieve y que ahora se veía como bañada de
colores suaves. El joven acostó a su novia y se tendió a su lado; les rogó a los
dioses que los dejaran descansar para siempre. Y así fue. La princesa todavía
yace sobre la cima, tapada con un manto de nieve que se enciende de rosado
por la noche y por la mañana.
¿Y Popocatépetl? Los dioses lo recompensaron por su fidelidad. Lo llevaron al
cerro vecino y allá sigue sentado. Su orgullosa silueta todavía se ve. Desde las
alturas vigila el sueño eterno de su amada, y el Sol y el viento lo acompañan en
su guardia.
Los reyes de aquel tiempo han sido olvidados, pero la gente sigue recordando
a Popocatépetl y a Ixtacihuatl. Las montañas recibieron sus nombres y los
guardarán para siempre.
Al inicio del verano, las lomas de los cerros se llenan de campanillas rosadas.
Los jóvenes que quieren demostrar su amor van en busca de ellas y les llevan
un ramo a sus novias en señal de que las amarán tanto como Popocatépetl
amó a Ixtacihuatl.

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