sábado, 31 de marzo de 2018

Del arbol Pehuen que empezo a andar

En el sur de Chile el invierno llega en julio y agosto, con sus tormentas de nieve
y su frío intenso. Entonces la gente se reúne alrededor de la hoguera a contar
cuentos, y come nueces, uvas pasas y frutos del pehuén.
Al probar estos frutos, se suele recordar que entre los antepasados el pehuén
fue un árbol sagrado y que los hombres lo respetaban como amigo y protector.
Y a veces se empieza a hablar de él...
Hace muchos siglos, cuando los blancos no habían llegado a nuestras tierras,
los araucanos eran los dueños de estas regiones. Vivían en toldos hechos de
cuero, y no les gustaba permanecer en el mismo lugar todo el año. Para ellos
era fácil recoger sus pertenencias y buscar un sitio distinto, más agradable,
donde abundara el pasto para los guanacos y los hombres encontraran qué
cazar.
Pero en invierno, a pesar de que se abrigaban con las pieles de los zorros y de
las nutrias, que sabían curtir, sufrían a causa del frío. Por eso temían la época
de la niebla, de la nieve y de las tormentas. Los hombres confeccionaban los
abrigos y los zapatos, y las mujeres hilaban la lana de los guanacos y tejían la
ropa interior y las medias. Pero toda esta ropa no lograba espantar el frío, pues
los toldos eran livianos y el carbón de palo no calentaba lo suficiente.
Nuike se acurrucó cerca del brasero El fuego crepitaba, pero sus manos
estaban tiesas del frío. Era difícil hilar con los dedos helados. Estaba sola en el
toldo. A veces alzaba la cabeza para poder oír mejor, pero no oía nada.
Afuera caía la nieve. Su esposo Futa Viedyá no había regresado de las salinas
de las montañas altas, adonde iba a con seguir sal. Generalmente regresaba
antes de que empezara a nevar, pero este año el invierno había llegado más
temprano..
El hijo, el pequeño Viedyá, entró en el toldo; sacudió su abrigo y su gorro, que
estaban cubiertos de nieve, y dijo:
«Estoy triste, mamacita; no traigo noticias de mi taita. No pude subir la
pendiente, pues es imposible pasar a causa de la nieve».
Nuike se levantó. Ayudó al hijo a quitarse las prendas mojadas y tiesas y le
puso un saco suave de lana. Sin las pieles, se notaba que Viedyá era todavía
un niño. La madre lo miraba con cariño.
«No sé qué hacer; ¡no tengo a quién mandar en busca de tu padre!», le dijo.
«Sé que corre un gran peligro. Soñé con él y lo vi acosado por los jaguares y la
nieve».
«Déjame ir, mamacita», pidió el niño. «Déjame ir en busca de mi taita querido».
La madre no quería dejarse convencer, pero al fin arregló carne seca y un
cuero con chicha,'1e entregó a su hijo la ropa para que se abrigara y le
recomendó que siempre buscara un pehuén.
«El árbol te amparará del frío y de la soledad», le dijo. «Recuerda que debes
volver a mi toldo. No puedo perderlos a ambos, a ti y a mi esposo».
Viedyá salió a la madrugada. Las nubes oscurecían el cielo, el Sol no se dejaba
ver, y las montañas apenas se veían en la lejanía.
El joven, sin dejarse desanimar, se colocó unas tablitas debajo de las
alpargatas para poder andar mejor, y así logró subir las pendientes, buscando
el camino que había tomado su padre unas semanas antes.
Era muy difícil orientarse, pues ni el Sol ni las estrellas lo podían guiar, y en
ninguna parte veía hombres ni viviendas. Al parecer, todos se habían
encerrado a causa del frío.
Al caer la noche se hallaba tan cansado que casi no podía mover los pies, pero
recordó lo que sus padres le habían dicho: «Nunca duermas sobre la nieve
porque jamás volverás a despertar».
Su madre le había recomendado que se resguardara en un pehuén, de modo
que debía buscar uno. Encontró un árbol con un tronco fuerte y una copa llena
de hojas verdes; amontonó la nieve a su alrededor hasta que casi llegó a las
ramas, y se sentó dentro de su albergue, donde los vientos fríos ya no podían
alcanzarlo. Comió carne y bebió algo de chicha. Los ojos se le cerraban de
cansancio, pero el árbol se movía tirándole nieve a la cara para despertarlo.
Toda la noche Viedyá bebió chicha' y la compartió con el pehuén como su
madre le había enseñado. Al llegar la madrugada sintió que había recuperado
sus energías con el descanso.
Le agradeció al árbol su protección, le colgó el gorro en las ramas en muestra
de gratitud, y siguió su camino. Al llegar nuevamente la noche no pudo
encontrar otro pehuén para guarecerse. De repente, olió humo y divisó una
hoguera, alrededor de la cual descansaban unos guerreros de un pueblo
desconocido.
Los hombres lo dejaron acercar al fuego, pues venía solo y les ofreció
compartir su chicha con ellos. Después se acostó al lado de,la hoguera, y se
durmió enseguida. Tenía el cansancio de dos días de camino y no había
dormido la noche anterior.
Pero aquéllos que lo habían recibido con aparente amistad no eran buenos. Le
quitaron la comida, le robaron el cuero con chicha y los abrigos de piel y
procedieron a amarrarle las manos y los pies, y lo abandonaron al lado de la
hoguera, que ya se estaba apagando. Sólo le dejaron sus interiores de lana.
Viedyá despertó muerto de frío. Estaba tieso, temblaba y casi no podía
moverse. Estaba solo en la nieve. Se puso a sollozar y a llamar a su madre:
«Nuike, Nuike, ayúdame». Pero Nuike no podía oírlo ni sabía del peligro en que
se encontraba su hijo.
En ese momento Viedyá no pretendía ser un hombre grande y valiente. Era un
niño que no sabía qué hacer y tenía miedo.
Entonces su mirada se fijó en un pehuén que se encontraba a poca distancia
de él, y en su soledad y su desamparo le rogó al árbol que le ayudara. El árbol
entendió su súplica. Sacudió su copa y empezó a sacar sus raíces del suelo sin
que se dañaran. ¡El pehuén se movió! ¡Se puso a caminar y se acercó a Viedyá
que no podía creer lo que estaba viendo! El árbol extendió sus ramas sobre él
formando un toldo protector; lo ocultó para que no pudieran verlo los animales
salvajes, y a la vez lo abrigó del frío; y, al sacudirse, sus frutos caían sobre
Viedyá. El niño logró soltarse las manos y los pies, y comió los frutos dulces
que le calmaron el hambre y la sed. Luego el árbol lo arrulló con el murmullo de
sus hojas.
Mientras tanto Nuike no lograba calmar su preocupación. No podía dormir ni
hilar. El temor por el hijo y el esposo no la dejaban descansar. Cerraba los ojos
y las visiones de tragedia y muerte se apoderaban de ella. Futa-Viedyá, su
esposo, ya no estaba vivo. La nieve lo cubría, y no volvería jamás. Después
veía a su hijo desamparado, también acostado sobre la nieve pero todavía vivo.
Nuike no esperó más. Aunque no se acostumbraba que las mujeres salieran
solas, no vaciló. Se abrigó, tomó una lanza de su esposo para defenderse,
empacó comida y bebida y salió, abriéndose camino a través de la nieve.
Jamás dudó de la dirección que debía tomar. Cerraba los ojos y encontraba el
camino a ciegas. El amor por el hijo la guiaba. Cuando vio el gorro de Viedyá
colgado del pehuén y descubrió las huellas de unas alpargatas, supo que
pertenecían al muchacho porque eran pequeñas. Siguió adelante, y de repente
su mirada se fijó en un árbol caído. Se acercó al pehuén, retiró las ramas y
descubrió a su hijo que dormía bajo el toldo de las hojas.
La madre lo despertó, y él le contó lo que le había sucedido, y le habló del árbol
milagroso que lo había salvado.
Nuike se arrodilló ante el árbol y le dio las gracias por lo que había hecho por
su hijo. Después, ambos alzaron el árbol y lo llevaron al lugar del cual había
sacado sus raíces el día anterior, pues creían que deseaba seguir viviendo allí.
Cuando emprendieron el camino de regreso y echaron una mirada atrás para
despedirse del árbol, vieron que éste los seguía y los acompañaba, dándoles
protección y abrigo durante todo el camino.
El pehuén se quedó con ellos cuando finalmente llegaron al toldo. Viedyá
excavó el suelo, trajo tierra negra del bosque y plantó el árbol con cuidado,
derritiendo nieve para mojarle las raíces.
El pehuén siguió creciendo, y Viedyá decidió quedarse en ese lugar toda la
vida, cultivando la tierra al lado del árbol milagroso.
Todo lo que emprendió en ese lugar le trajo suerte y bienestar.
Aunque Nuike se cortó el pelo, como era costumbre en aquellos tiempos
cuando una mujer enviudaba, volvió a gozar de la vida cuando Viedyá encontró
con quien casarse y le construyó a la esposa una casa de troncos con techo de
paja.
Fue así como el pehuén les enseñó a los araucanos a quedarse en un solo sitio
y a vivir como campesinos.

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