El príncipe Narija estaba tratando de cazar un águila para hacer con sus
plumas un adorno para el día de la Fiesta del Sol. Desde lo alto de la cordillera
lanzaba sus flechas, pero el águila escapaba a ellas extendiendo sus
majestuosas alas.
El príncipe no sabía qué hacer; de pronto, vio algo que se acercó volando y
cayó al suelo, a sus pies. Narija se acercó a ver qué era, y ¡cuál no sería su
sorpresa cuando vio que era el águila, y que entre sus garras se movía el
cuerpo de una serpiente!
El reptil, que estaba enroscado en el cuello del águila, no la dejaba respirar, y
el príncipe se dio cuenta de que el águila iba a morir ahorcada si él no la
ayudaba. Entonces golpeó con su lanza la cabeza de la serpiente, y con las
manos retiró el cuerpo del reptil que estaba oculto entre el plumaje del águila.
La serpiente, al ver que había perdido su presa, atacó a Narija, pero el joven se
defendió dándole muerte con una piedra. Mientras tanto, el águila sacudió su
plumaje y se elevó hacia el cielo.
Sorprendido el príncipe Narija y sin saber qué hacer, decidió regresar al pueblo,
pues el Sol comenzaba a ocultarse y teñía el cielo de rojo.
Mientras andaba, Narija pensó que el color del cielo era igual al de la sangre de
la serpiente, y se preguntó: «¿Acaso con esto el gran Sol me agradece la
ayuda que le presté al águila?»
Al acercarse al templo vio que sus pensamientos se habían convertido en
realidad: En los muros del templo estaba grabada, por manos invisibles, la
imagen del águila y la serpiente.
Desde entonces el águila es para los nahuas y los aztecas símbolo de
grandeza, y la serpiente la fuerza de la tierra, que ataca y mata. Por ello, estos
pueblos jamás volvieron a cazar águilas para adornarse con sus plumas.
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