sábado, 31 de marzo de 2018

Aloila y su chinchilla

Había llovido durante muchos días, y la cordillera de los Andes se hallaba
cubierta de nubes, que no permitían que el Sol saliera.
Los pequeños hijos del jefe de aquella comarca se hallaban en el monte,
buscando madera para hacer arcos y flechas.
Chilinquinga, que así se llamaba el mayor de los hermanos, le dijo al pequeño:
«Aloila, allá, al lado de la quebrada, encontraremos palos muy buenos para
nuestras flechas».
Pero Aloila no quería ir a la quebrada, pues ésta era peligrosa en la época de
lluvias; las aguas crecidas arrastraban árboles y piedras hacia el valle, y el
padre, el jefe, les había prohibido ir allá en invierno.
«Iré solo si tú no te atreves», dijo Chilinquinga, y se alejó hacia la quebrada.
Aloila se abrigó con su poncho y esperó, acurrucado, a que su hermano
regresara, pero al ver que no volvía, pensó: «Algo tiene que haberle pasado a
mi hermano. ¡Debo ir a buscarlo!» Y se puso a llamarlo, mientras corría hacia la
quebrada y su voz se perdía entre el ronco ruido de las aguas.
De pronto Aloila lo vio. Chil inquinga se hallaba encaramado en un tronco que
ya casi cubrían las aguas, y cobijaba con su poncho algo que se movía.
Chilinquinga se quitó el poncho y enroscó las piernas alrededor del tronco; con
mucho esfuerzo cortó una rama, la envolvió con el poncho y luego la tiró con
todas sus fuerzas para que su hermano la agarrara. Aloila la pudo asir, pero vio
cómo a su hermano lo arrastraba la corriente.
Gritó. Quiso tirarse al agua, pero todo fue en vano. Chilinquinga había
desaparecido. Llorando, Aloila corrió hacia el pueblo a contarle a su padre lo
que había pasado.
Cuando el jefe oyó la noticia, mandó a los hombres del pueblo a que buscaran
el cuerpo del niño. Quería darle sepultura cerca de sus antepasados.
Mientras tanto, Aloila, lleno de tristeza, entró en su casa. De pronto recordó que
aún cargaba el poncho de su hermano, y que en él se movía algo. Lo abrió y
encontró una pequeña chinchilla. Seguramente su hermano había muerto por
salvarla.
El niño tomó a la chinchilla, que apenas cabía en sus manos, y le dijo: «Serás
mi hermano y te quedarás conmigo». Después le consiguió un poco de leche
de llama y, acariciándola, la alimentó. La chinchilla se dejaba mimar, y miraba
al niño con sus pequeños ojos negros. Mientras tanto, la tristeza de Aloila
disminuía con las caricias que le prodigaba al pequeño animal.
Pero los hombres regresaron sin haber encontrado al hijo del jefe! Jamás
podría Chilinquinga unirse con sus antepasados ni ser respetado en el país de
los difuntos, pues había llegado allá sin sus armas y sin sus adornos.
Pasaron las semanas lluviosas del invierno y el Sol volvió a salir. La quebrada
disminuyó su caudal y el cielo se despejó nuevamente. Aloila, sin embargo, no
podía olvidar a su hermano y resolvió ir en su busca. No le diría nada a su
padre, pero llevaría a la chinchilla; estaba seguro de que le ayudaría a
encontrarlo.
Después de un día de camino, Aloila llegó a un lugar desconocido y se detuvo
para quitarse el poncho; el aire estaba lleno de fragancias y hacía mucho calor.
No había encontrado a nadie por el camino, pero ahora veía humo, y al
acercarse divisó una casa y una mujer.
Se acercó sin miedo, decidido a preguntar por su hermano, con la chinchilla en
el hombro, como se había acostumbrado a cargar el animal, mas la genté que
allí se encontraba no le permitió siquiera hablar; arrinconándolo, lo atacaron a
preguntas:
«¿Quién es tu padre?», indagaban todos a la vez, pero Aloila no entendía lo
que le preguntaban porque no conocía el idioma en que le hablaban. «Es un
espía», continuaron los otros, «lo, mandaron a espiarnos, como al otro. Quiere
saber de dónde sacamos el oro y la plata. No puede engañarnos».
Aloila fue llevado a una casa grande, donde lo ataron de pies y manos con un
lazo de fique. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, pudo ver en
un rincón a su hermano, quien estaba atado en igual forma.
Aloila lloró de emoción al encontrar a su querido Chilinquinga, pero pronto su
alegría se vio empañada por la tristeza de saber que ahora ambos iban a morir,
y que sus padres jamás sabrían lo que les había pasado.
Pasada la media noche escucharon un ruido al otro lado de la pared, y algo
muy suave se acercó a Aloila: era la chinchilla que lo había buscado y
encontrado, y que ahora empezaba a morder con sus pequeños dientes el lazo
que amarraba las manos de Aloila. Cuando éstas le quedaron libres, el
muchacho procedió a soltarse los pies y a liberar a su hermano.
Aloila acarició a la chinchilla y en compañía de su hermano se acercó a la
puerta; el guardia dormía, y, aprovechando su sueño y la oscuridad de la
noche, huyeron hacia el monte y se escondieron entre los árboles. Al día
siguiente llegaron a su pueblo.
El jefe se sorprendió mucho al oír la historia de los niños, y para agradecerle a
la chinchilla lo que había hecho, le pidió al sacerdote que la consagrara como
uno de los animales sagrados del pueblo.
Por esto en algunas de las tumbas indígenas se encuentran chinchillas
modeladas en barro, como recuerdo de la fiel chinchilla de Aloila.

1 comentario: