sábado, 31 de marzo de 2018

La cueva de las brujas

En el sur de Bolivia se cuentan muchas leyendas que se asemejan al paisaje,
que es grandioso y áspero, lleno de abismos y de rocas.
Hace muchos, muchos años, en las cercanías de Tarija, en un pueblito perdido
en las montañas altas, existían unas brujas que se reunían en las cuevas de
Salamanca. ¡Oigamos cómo fue posible desterrarlas!
Sentado en su burrito, el joven Juan de Dios se acercaba a la plaza de
mercado y a la iglesia, cuyas puertas estaban abiertas porque se acababa de
celebrar la misa de las cinco. La gente ya había salido, y el cura párroco, el
padre Cabrera, estaba parado en el portón dándole algunas instrucciones al
sacristán, porque al día siguiente, que era domingo, pensaba hacer una
procesión.
Juan de Dios esperó a que el cura se desocupara. Se quitó el gorro de la
cabeza, pero no se sentó en la escalera, aunque parecía muy cansado y
preocupado.
«¿Qué te pasa, Juan? ¿Quieres hablar conmigo?», le preguntó el cura.
«Sí, padre, si tiene tiempo me gustaría hacerle una consulta», le contestó Juan,
pero no pudo seguir. Las palabras se le quedaron entre los dientes.
«Dime de qué se trata a ver si te puedo ayudar», le dijo el cura, quien conocía
a toda la gente de la parroquia, pues hacía años que vivía entre ellos y con el
tiempo había adquirido sabiduría y bondad.
«Reverendo padre, yo no sé qué hacer con mi novia, con Eufrosina. Usted
sabe que nos íbamos a casar dentro de cuatro semanas, pero ella ha
cambiado, ya no quiere verme y no me explica por qué».
Juan había inclinado la cabeza, porque las lágrimas brotaban de sus ojos y
estaba avergonzado.
«Eufrosina es una muchacha buena, hijo, ella no te abandonará», trató de
consolarlo el cura. «Siempre hay disgustos entre los novios, pero eso no quiere
decir nada».
«Es que no se trata de eso, padre. Su merced sabe que ella es muy bonita.
Muchos han querido conquistarla, pero ella me eligió a mí. Usted recordará que
don Deluterio también pensaba hacerla su mujer. Claro que él es el hombre
más rico M pueblo, y la mamá de Eufrosina estaba más que contenta, pero a
ella le pareció demasiado viejo y demasiado gordo. Además, a Eufrosina no le
gusta estar metida en esa tienda, donde todos se emborrachan».
«Sin embargo», continuó el joven, «Eufrosina ha vuelto últimamente a recibir
las atenciones de don Deluterio. Dicen que la mamá la convenció de que yo no
era buen partido, pues conmigo tendría que trabajar en los campos y sembrar
papa y maíz. Pero yo no creo que ésa sea la razón, porque a Eufrosina le
gustan el campo y los animales, y también le gusta tejer; y, como su merced
sabe, tenemos mucha lana y un buen telar. No, no creo que sea eso del
trabajo... es que la mamá, por lo menos así dicen, fue a consultar a Urutaura la
hechicera, la que vive cerca de la quebrada de Salamanca. Dicen que ella y
sus compañeras le hicieron brujerías y que le dieron algo de beber para que
me olvidara... ¿Su merced cree que por eso Eufrosina me dejó?»
El cura enrojeció y le dijo:
«No me hables de brujas. Las brujas no existen y menos en este pueblo. Pero
tienes razón; algo raro le pasa a tu novia. Es cierto que Eufrosina anda con la
tal Urutaura, con esa mujer que nunca va a misa. Yo mismo las vi la semana
pasada. Iban a la tienda de don Deluterio».
Al cura no le gustó el asunto. Estimaba a la familia de Juan, eran campesinos
trabajadores y de buenas costumbres. Se iba a interesar por el problema, y así
se lo comunicó al muchacho; le prometió ir a la casa de Eufrosina, y le aseguró
que, todo se iba a arreglar.
El lunes por la tarde, el cura salió en su mula para cumplir lo prometido. Llegó a
la casa de Eufrosina, se desmontó y observó que la hija y la madre estaban
arando su pequeño campo en la pendiente de la montaña.
«Aquí hay mucha pobreza», pensó el cura. «A eso se debe que la madre
quiera casar a la hija con el hombre más rico del pueblo».
Eufrosina, al ver al cura, se acercó corriendo.
«Buenas tardes», le dijo el cura. «Pasaba por estos lados y quería saludarlas.
¡Qué buena moza estás, Eufrosina! ¡Cuando te cases con Juan de Dios, serán
la pareja más bonita del pueblo!»
Eufrosina se ruborizó al oír las palabras del cura; entró en la casa, y regresó
poco después con unas arepas y un jarrito de leche.
«Sírvase, reverendo padre, las preparé hoy mismo. ¡Están fresquitas y
sabrosas!»
La madre se acercó despacio; saludó al cura y le pidió a la hija que se retirara.
«Menos mal que ella saldrá de esta mugre y esta pobreza, padre. Es
demasiado bonita para esta vida. Se casará con Deluterio».
«Yo no sabía eso», dijo el cura fingiendo sorpresa. «¿Acaso no era Juan de
Dios el novio de Eufrosina?»
«No, eso se acabó», contestó la madre, y no quiso decir más.
El párroco se despidió, y se encaminó a la casa de Urutaura, pero al llegar no
encontró a nadie. La tarde estaba cayendo, y el camino al pueblo era largo. El
cura temía la bajada de la pendiente.
Anochecía rápidamente. Ya no se distinguían bien las piedras y los huecos de
la bajada. «Será mejor que espere a que salga la Luna», pensó. «Estoy bien
abrigado e iré más seguro con más luz».
Se desmontó y se sentó cerca de unos arbustos que lo resguardaban del viento
frío que empezaba a bajar de las montañas; se puso a reflexionar sobre la
suerte de la muchacha cuando se casara con ese tendero viudo que les había
dado tan mala vida a sus dos mujeres anteriores.
«¡Qué fuerza tiene el dinero!», exclamó. «Y esa madre está dispuesta a
sacrificar a su hija para conseguirlo».
Con estos pensamientos el párroco se durmió; cuando se despertó, la Luna ya
había salido y el cielo estaba lleno de estrellas.
La noche era tranquila, pero el cura oyó algunas voces que lo asustaron.
Entonces recordó que estaba al lado de la quebrada de Salamanca, cerca del
lugar donde el muchacho había dicho que vivían las brujas. Pero ¿qué era lo
que murmuraban aquellas voces?
«¡Ya no creemos en Jesucristo, ya no creemos en Dios!», les oyó decir.
«¡Virgen santísirna!», exclamó el sacerdote. «¡Esto es serio!»
Tomó su rosario y la cruz y se acercó. ¡Qué cuadro tan horrible se presentaba
ante sus ojos! La cueva de Salamanca estaba alumbrada por una hoguera, y
alrededor dé *ella bailaban unas mujeres viejas y feas. Llevaban las faldas
largas y oscuras que usaban las campesinas de Bolivia, y se abrigaban con
ponchos que les ocultaban el pelo y la mitad de la cara.
El cura tembló de pavor. Ahora volvía a oír aquellas voces que había oído
antes:
«¡Muy buen trabajo cumpliste, Urutaura, muy buen trabajo! Dos veces más
tienes que jurar ante nosotras, y entonces serás una de las brujas de
Salamanca. Podrás volar con nosotras, e ir a bailar a orillas del lago Titicaca,
con las vestimentas preciosas que se hacen en el infierno. ¡Ja, ja, ja, ja ... !
Toma ahora las hierbas que trajimos de allí, para que las quemes en la alcoba
de Eufrosina, y no olvides decir los versos que te enseñamos». Y después
añadieron:
«Hay que mezclar la ceniza de las uñas y de los pelos de don Deluterio con la
sopa de la muchacha. No dejes de hacer lo que te hemos recomendado. Ya
sabes que el tendero nos está pagando con oro para que cumplas tu deber. El
día de la boda recibirás la escoba, con la cual podrás seguirnos a la gran
fiesta».
Con estas palabras, las viejas se montaron en los palos de sus escobas y se
fueron. La única que quedó allí fue la vieja Urutaura, que seguía bailando
alrededor del fuego y lanzaba gritos y risas que dejaron al cura con la piel de
gallina.
Entonces el cura decidió actuar. Tomó el crucifijo que siempre llevaba y se lo
mostró a la bruja. La aparición del diablo no la habría asustado tanto como la
del sacerdote. Huyó dentro de la cueva, pero el cura la siguió y allí le habló de
los tormentos del infierno, con tanta elocuencia, que la vieja se arrepintió y
cayó de rodillas; le pidió perdón y le juró que nunca volvería a reunirse con las
brujas ni trataría, con versos y pelos quemados, a la joven Eufrosina.
El cura se llevó a la vieja y la encerró' en la torre de la iglesia. Allí debía
quedarse durante tres meses sin ver a nadie y alimentarse con arepas y agua,
solamente, después de lo cual debía confesar sus pecados para poderla liberar
y permitirle retornar a su casa.
A la mañana siguiente el cura hizo llevar dos vigas a la quebrada de
Salamanca, y en la cueva erigió una cruz que espantó a todas las brujas y a los
espíritus malos que se habían reunido allí.
Don Deluterio tuvo que vender su tienda e irse del pueblo, pues al saberse lo
que había hecho, la gente no quiso volverle a comprar sus mercancías.
Juan volvió a conquistar a la bella Eufrosina, quien, aun después de casada,
jamás dejó de agradecerle al padre Cabrera todo lo que había hecho por salvar
su matrimonio con Juan de Dios.

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