El santo y
puro Goussima, obispo de la villa de Tarsos, cuenta que en su tiempo había un
rey llamado Armenios, que seguía con toda fidelidad los caminos marcados por
Dios.
Armenios tenía
una esposa llamada Jassi, y ambos eran muy piadosos y cumplían con los deberes
de la religión.
Todos los días
Goussima se reunía con el rey para predicarle y comentar con él los Santos
Evangelios. De esta forma le explicaba la historia de los santos padres y el
sentido de todas las profecías. Dios había abierto a la verdad el corazón del
monarca; así que él entendía perfectamente lo que leía en las Escrituras y lo
practicaba de todo corazón.
Cuando reunía
los tributos y las cosechas habían sido ya recogidas, hacía ofrendas en la
iglesia y entregaba las cantidades de dinero y especies que eran necesarias
para el culto y para el sostenimiento de la misma; después entregaba otra
cantidad al obispo y a los sacerdotes, y, por último, distribuía entre los más
necesitados el resto, de manera que a nadie le faltase lo indispensable para
subsistir. Y tan generosas eran sus limosnas que se quedaba él mismo sin un
dracma en sus arcas y sin un grano en sus silos.
Aquellos a
quienes beneficiaba con tan buen corazón rogaban por su rey, a fin de que Dios
le diese largos años de vida y le protegiese de las asechanzas del siempre
despierto enemigo de los hombres.
Los visires y
los patricios se presentaron un día delante del rey y se lamentaron de la
pobreza en que el soberano, con sus grandes ofrendas y limosnas, había dejado
la casa real.
-¡Oh, señor!
No olvides que el enemigo está al acecho para combatir a los hombres buenos y
que siembra la discordia entre los reyes. Si alguno de tus vecinos se siente
inspirado por Satanás y quiere apoderarse del reino, no tendrás dinero para
pagar a los ejércitos ni provisiones suficientes para poder alimentar al pueblo
y pereceremos miserablemente.
Pero el rey
les tranquilizó, diciéndoles:
-No os desvele
que yo gaste todo el caudal y nuestras provisiones en obras de caridad. Mi
padre me ha dejado grandes y abundantes bienes, y de esos usaré en caso
necesario. Pero lo que Dios me ha entregado he de gastarlo en socorrer a los
necesitados.
El rey,
diciendo “mi padre”, se ha referido al Padre celestial, según había aprendido
en la Escritura. Y
los visitantes se retiraron con fe en las palabras de su monarca.
Pero su temor
se cumplió bien pronto. Satán tomó el aspecto de un hombre venerable y se
presentó a un rey de los magús. Llegó al palacio de este rey y les dijo a los
guardias:
-Id a vuestro
señor y decidle que ha llegado un extranjero de muy larga vida y experiencia
que desea darle un buen consejo.
Los guardias
llevaron este recado al rey y éste les ordenó que dejasen el paso franco al
anciano viajero. Satán fue introducido en el salón regio, y allí, inclinándose
reverente ante el monarca, le dijo:
-El rey de los
tarsos, Armenios, ha gastado todo su caudal y todas sus provisiones en limosnas
y ofrendas y tiene sus arcas vacías y sus ejércitos desprovistos. Tú, señor,
puedes apoderarte de su reino tan pronto como lo desees.
El soberano se
mostró muy satisfecho con el consejo que le acababa de dar el falso viejo.
-Has hablado
como hombre sabio y por ello he de pagarte el gran servicio que me has hecho.
Tan pronto como regrese de la conquista de Tarsos te nombraré consejero áulico.
Después llamó
a su jefe de ejército y le dijo que lanzase una proclama diciendo que aquellos
que deseasen obtener honores y riquezas, que se agrupasen bajo las banderas
reales.
Muchos de los
súbditos del rey acudieron llenos de entusiasmo; otros, en cambio, juzgaron que
tal proclama no respondía a nada verdadero, y permanecieron en sus casas.
Los guardianes
de Tarsos vieron un día que un gran ejército se dirigía en son de guerra contra
la ciudad. Fueron a dar cuenta a los visires de que tropas enemigas estaban
dispuestas a dar el asalto, y los visires, alarmados, se presentaron ante el
rey Armenios.
-¡Oh, señor!
Un rey extranjero se dispone a atacar nuestra ciudad. Viene al frente de un
numeroso ejército. Explícanos qué es l oque hemos de hacer para defender a
nuestras familias y a nuestras casas de este imprevisto peligro. Ese rey es
rico, nosotros, pobres. Él, poderoso; nosotros, débiles.
El monarca
contestó:
-Si ese rey,
como decís, es poderoso y rico no me importa. Yo lucharé contra él sólo por la
virtud del Mesías, Nuestro Señor.
Los visires no
dijeron nada más; saludaron con reverencia y se marcharon. Pero no podían dejar
de estar acongojados, pues temían que de un momento a otro las tropas del rey
de los magús entrasen a saco en la ciudad y los pasasen a cuchillo a todos.
Armenios quedó
pensando que la cosa era extremadamente grave. Cuando las luces del día se
extinguieron, derramó ceniza en el suelo, se ciñó un cilicio y echándose en
tierra, se puso en oración. Su mujer llegó junto a él y le imitó. Ambos oraron
con total devoción:
-¡Oh Señor de
los señores! Henos aquí en grande aflicción. Haz que tu voluntad resplandezca y
socórrenos, si tal es tu destino. De lo contrario, iré a arrodillarme ante el
monarca que asedia mi ciudad y tras rendirme completamente le entregaré cuanto tengo.
En aquel
momento se le apareció un ángel, que le dijo:
-No tengas
temor, ¡oh Armenios! Tu plegaria ha sido oída y esas tropas que cercan con sus
hogueras y sus tiendas los muros de tu ciudad perecerán antes del amanecer.
El soberano
inclinó su cabeza, dio gracias al Señor y se retiró con su esposa a descansar,
puesta su confianza en Dios. Cuando la noche iba acabando y las estrellas
palidecían, un gran escuadrón de ángeles descendió del cielo, empuñando espadas
y lanzas de fuego y se lanzaron contra los sitiadores, que perecieron todos,
menos el rey, y no dejaron más que las tiendas y los caballos.
El rey
Armenios, que dormía, fue despertado por un ángel, que le dijo:
-Se ha
cumplido la voluntad de Dios. Ordena a tus soldados que vayan al campamento
enemigo a hacer prisionero al rey. Éste hará penitencia y morirá como buen
cristiano.
Cuando la
mañana llegó, el monarca mandó llamar a todos los visires y a los generales.
Éstos creyeron que los llamaba para ordenar al ejército salir al combate y dijeron:
-Ahora el rey
nos ordenará dirigirnos contra los sitiadores, que son superiores a nosotros en
número y en armamento. Cada uno de nosotros habrá de enfrentarse contra
cincuenta. Pereceremos sin remedio y la ciudad será invadida.
De todas
maneras, acudieron rápidamente a recibir las órdenes de su monarca.
Armenios,
cuando tuvo ante sí a los visires y a los generales, que le miraban con
semblante expectante y angustiado, les dijo:
-Reunid las
tropas, salid de la ciudad y marchad al campamento enemigo. Haced prisionero al
rey y traedlo, sin que sufra daño alguno.
Los generales
quedaron boquiabiertos y se decían:
“De ordinario
se sueña de noche; pero no de día y con los ojos bien abiertos”.
Algunos de
ellos aconsejaron examinar primero el campamento enemigo desde la muralla, pues
no tenían confianza en las palabras del soberano. Subieron a las murallas y
examinaron el campo enemigo. Vieron que los corceles andaban sueltos y que no
había indicios de que allí hubiese hombres.
Entonces
salieron y se dirigieron al campamento opuesto.
Enorme fue su
sorpresa cuando vieron los cadáveres de los soldados enemigos. Al rey lo
encontraron en su tienda, en tierra y medio muerto. Cogieron las riquezas y las
provisiones, así como los caballos, y volvieron muy alegres a la ciudad. Con
ellos llevaban, en unas andas, al monarca, que no daba señales de vida.
Cuando se
presentaron ante Armenios, se humillaron todos y le dijeron:
-Gracias ¡oh
señor nuestro!, por habernos dado la victoria. Verdaderas eran tus palabras y hemos
tenido la victoria y muchas riquezas.
Pero el rey no
esperó a contemplar el botín, sino que rápidamente preguntó si sus órdenes
relativas al rey de los magús habían sido cumplidas. Entonces avanzaron los
portadores de las andas y Armenios vio a su enemigo, que estaba expirando.
Llamó de
inmediato a los médicos más reputados de la ciudad y les ofreció grandes
riquezas si curaban a aquel hombre. Los galenos intentaron hacer todo lo
posible, pero al fin hubieron de desistir. El más anciano dijo al Señor:
-Nada podemos
hacer para devolver la salud a este hombre. Ni nuestro saber ni nuestras drogas
han dado resultado.
Y Armenios se
sintió lleno de dolor por no poder proporcionar la salud a su enemigo, a fin de
que pudiera convertirse a su religión.
Llegó la noche
y Armenios se retiró a descansar a sus habitaciones, muy apenado por la
dificultad de hacer sanar a su enemigo. Se durmió con dificultad y fue
desvelado por el ángel del Señor, que le dijo:
-Cuando la
hora de la plegaria esté próxima, toma un vaso y vierte en él un poco de
aceite. Por la mañana ve adónde está el rey de los magús y úngelo con ese óleo.
En el acto se curará, por la voluntad divina.
El rey
Armenios tuvo gran alegría por esta revelación, dio fervientes gracias a Dios y
esperó pacientemente la hora de la plegaria. Cuando por sus ventanales empezó a
filtrarse la luz lechosa del amanecer, se levantó, cogió uno de sus vasos más
ricos y echó en él una cantidad de finísimo aceite y oyó después hasta que la
mañana estuvo clara.
Entonces se
dirigió hacia donde yacía el rey de los magús y lo roció con el aceite. El
monarca abrió los ojos y se incorporó curado. Cuando supo todo lo que le había
sucedido, se echó a los pies de Armenios y declaró creer en el Dios de los
cristianos y pidió a su salvador que le adoctrinase en la verdadera fe.
El rey
Armenios lo envió al obispo, el cual le enseñó las verdades de la religión y lo
bautizó. Después de esto, el monarca le dio vestidos riquísimos y con una gran
guardia de honor mandó llevarle de nuevo a su ciudad.
Junto a él
iban un gran grupo de sacerdotes y diáconos que habían recibido el importante
encargo de evangelizar a todos los súbditos del rey que había encontrado la
vida y la salvación de tan milagrosa manera. Cuando llegó a su ciudad el rey de
los magús, todos le recibieron con enorme sorpresa, viendo que, en lugar de
regresar acompañado de sus propias tropas, lo rodeaban soldados extraños y
llegaban sacerdotes cristianos también.
El soberano
mandó llamar a los personajes y cortesanos y les contó cuanto le había
sucedido. Después, con los soldados de su guardia que regresaban a Tarsos,
envió a su amigo el rey de esta ciudad un gran tesoro de joyas y otros
presentes. Todo fue repartido entre los pobres por el rey Artemios.
El buen
monarca de Tarsos continuó su vida cristiana, haciendo multitud de obras de
caridad y extremando sus devociones.
Hasta que al
fin Dios, deseándole el premio merecido a su vida ejemplar, le envió una grave
enfermedad que debía poner fin a sus días.
Armenios,
viendo que su muerte estaba cada vez más cerca, mandó llamar a sus hijos y les
dijo que Dios le había concedido el llevarlo a su seno, y que él moriría lleno
de fe en el Señor, que le perdonaría sus pecados. Y después de dar los consejos
habituales en los moribundos, les preguntó por su madre.
-¿Dónde está
mi esposa? Mas pienso que también está enferma de gravedad y no ha podido venir
a estar conmigo en este trance.
Y en ese
momento murió.
Mas Dios, no
queriendo separar a los santos esposos, envió también la muerte a la reina.
Fueron
enterrados en el mismo sepulcro, que desde entonces fue lugar de prodigios y
milagrosas curaciones.
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