lunes, 31 de diciembre de 2012

El caballero de la miseria


El emperador de Japón, Tokiyori, decidió un día viajar por su reino disfrazado de monje, para darse cuenta directamente de los sentimientos y los deseos de sus amados súbditos.
Una tarde, al anochecer, caminaba por los escapados senderos de una montaña, mientras la nieve caía a grandes copos. Un tupido y blanco manto cubría el paisaje, un viento frío soplaba desde la tempestuosa cumbre, y el gran emperador se vio perdido en medio de aquella blancura infinita. Una sensación de angustia le asaltó por primera vez desde que abandonara su magnífico alcázar. Pero he aquí, a un centenar de pasos, una cabaña, medio sepultada por la nieve, adosada a una falda rocosa. Allí encontraría tal vez hospitalidad por aquella noche.
Llamó lleno de esperanza y la puerta se abrió rechinando; un hombre apareció en el umbral, un hermoso anciano de aire majestuoso, de largos cabellos blancos, de mirada brillante. El emperador le reconoció enseguida: era Tsemueyo, uno de sus más valerosos caballeros, que hacía varios años había desaparecido misteriosamente. ¿Cómo podía encontrarse en aquella mísera cabaña? ¿porque llevaba aquel vestido descolorido y andrajoso?¿Por qué sus mejillas estaban profundamente hundidas y sus rodillas temblaban?
Tsumeyo acogió al falso monje, que se cubría el rostro con la capa para no ser reconocido.
-Entrad, santo varón- dijo-; la cabaña es pequeña, pero grande es mi corazón. Soy pobre, pero todavía me queda un pedazo de hogaza de mijo que guardaba para mi comida de mañana, y os lo daré. Desgraciadamente, como bebida, solo puedo ofreceros un poco de nieve fundida.
Tokiyori comió con apetito. Entre tanto, la nieve seguía cayendo, y el viento aullaba entre los desnudos troncos del bosque. Hacía un  frío glaciar, y el falso monje temblaba bajo la capa. Tsumeyo se dio cuenta de ello.
-Voy a encender un poco de fuego- dijo. Poseo todavía, restos de mejores tiempos, tres árboles enanos, un ciruelo, un cerezo y un pino. Ellos alegran mis magras jornadas, recordándome años de mi esplendor. Pero no importa, los echaré al fuego por vos.
La dorada llama iluminó la cabaña. Calentados por aquel fuego, los dos hombres se pusieron a hablar y Tsumeyo confió al monje sus desventuras. Sus enemigos le habían privado de sus tierras, he aquí porque se hallaba en aquella soledad, pobre y olvidado de todos.
¿Por qué no apelaste al emperador?
-No quise molestar a mi señor con mis lamentaciones. Adoro a nuestro emperador y estoy pronto a servirle aun en mi presente estado, ¿Veis colgada de la pared aquella armadura desgastada y mohosa? ¿Oís un relincho cansado que viene de mi cuadra en ruinas? Es mi caballo magro y hambriento. Pues bien; el día que Tokiyori tenga necesidad de todos sus guerreros, vestiré esa armadura, cabalgare aquel caballo y acudiré a su llamada.
Una lágrima se desprendió de los ojos del falso monje, el cual dio las gracias para sí al gran Buda, que le permitía descubrir tanta fidelidad en el corazón de uno de sus súbditos. A la mañana siguiente, se despidió de su huésped y partió.
Pasaron algunos meses, y un día llego a la cabaña perdida en el bosque la noticia de que el emperador convocaba a todos sus guerreros. Tsumeyo  partió también y compareció en la corte con su armadura vieja y su caballo rocinante, que suscitaron las risotadas de los magníficos guerreros vestidos de aceros resplandecientes, montados en fogosos corceles de guerra. Pronto sacaron un mote al recién llegado: el Caballero de la Miseria.
Tsumeyo, consciente de su lamentable estado, trataba de pasar inadvertido en aquella brillante asamblea. En esto, el chambelán se le acercó y le dijo que el emperador deseaba verlo. El caballero de la Miseria fue conducido ante el soberano, sentado en un trono de oro y rodeado de mil caballeros, con armaduras incrustadas de piedras preciosas; parecía un cortejo refulgente de estrellas es una noche de nubes. El caballero avanzó hasta los pies del trono; su yelmo estaba enmohecido, su armadura llena de abolladuras; más parecía un espectro que un guerrero.
-Caballero-dijo el emperador-, ¿no me reconocéis? ¿Os habéis olvidado del monje a quien disteis alojamiento una noche de tormenta? Sabed que este llamamiento a los caballeros ha sido par probaros, para ver si como me dijisteis, acudiríais a mi voz. Tanta fidelidad de vuestra parte merece una recompensa. Ordeno que os sean restituidas vuestras tierras. Además, como quiera que no he olvidado que para calentar al pobre peregrino extraviado en la borrasca sacrificasteis vuestros tres preciosos arbolillos, os concedo tres importantes feudos, uno por cada árbol: el campo de los ciruelos de Kaja, la Fuente de los Cerezos en Etchu, y Ramas de Pino en Kozuyo.
Tsumeyo, aturdido, feliz, se prosternó  a los pies del reluciente trono, mientras un murmullo de admiración recorría la asamblea, que hacía solo unos minutos reíase despectivamente mirando al caballero de la Miseria.

No hay comentarios:

Publicar un comentario