El emperador de Japón, Tokiyori, decidió un día viajar por
su reino disfrazado de monje, para darse cuenta directamente de los
sentimientos y los deseos de sus amados súbditos.
Una tarde, al anochecer, caminaba por los escapados senderos
de una montaña, mientras la nieve caía a grandes copos. Un tupido y blanco
manto cubría el paisaje, un viento frío soplaba desde la tempestuosa cumbre, y
el gran emperador se vio perdido en medio de aquella blancura infinita. Una
sensación de angustia le asaltó por primera vez desde que abandonara su magnífico
alcázar. Pero he aquí, a un centenar de pasos, una cabaña, medio sepultada por
la nieve, adosada a una falda rocosa. Allí encontraría tal vez hospitalidad por
aquella noche.
Llamó lleno de esperanza y la puerta se abrió rechinando; un
hombre apareció en el umbral, un hermoso anciano de aire majestuoso, de largos
cabellos blancos, de mirada brillante. El emperador le reconoció enseguida: era
Tsemueyo, uno de sus más valerosos caballeros, que hacía varios años había
desaparecido misteriosamente. ¿Cómo podía encontrarse en aquella mísera cabaña?
¿porque llevaba aquel vestido descolorido y andrajoso?¿Por qué sus mejillas estaban
profundamente hundidas y sus rodillas temblaban?
Tsumeyo acogió al falso monje, que se cubría el rostro con
la capa para no ser reconocido.
-Entrad, santo varón- dijo-; la cabaña es pequeña, pero
grande es mi corazón. Soy pobre, pero todavía me queda un pedazo de hogaza de
mijo que guardaba para mi comida de mañana, y os lo daré. Desgraciadamente,
como bebida, solo puedo ofreceros un poco de nieve fundida.
Tokiyori comió con apetito. Entre tanto, la nieve seguía cayendo,
y el viento aullaba entre los desnudos troncos del bosque. Hacía un frío glaciar, y el falso monje temblaba bajo
la capa. Tsumeyo se dio cuenta de ello.
-Voy a encender un poco de fuego- dijo. Poseo todavía,
restos de mejores tiempos, tres árboles enanos, un ciruelo, un cerezo y un pino.
Ellos alegran mis magras jornadas, recordándome años de mi esplendor. Pero no
importa, los echaré al fuego por vos.
La dorada llama iluminó la cabaña. Calentados por aquel
fuego, los dos hombres se pusieron a hablar y Tsumeyo confió al monje sus
desventuras. Sus enemigos le habían privado de sus tierras, he aquí porque se
hallaba en aquella soledad, pobre y olvidado de todos.
¿Por qué no apelaste al emperador?
-No quise molestar a mi señor con mis lamentaciones. Adoro a
nuestro emperador y estoy pronto a servirle aun en mi presente estado, ¿Veis
colgada de la pared aquella armadura desgastada y mohosa? ¿Oís un relincho
cansado que viene de mi cuadra en ruinas? Es mi caballo magro y hambriento.
Pues bien; el día que Tokiyori tenga necesidad de todos sus guerreros, vestiré
esa armadura, cabalgare aquel caballo y acudiré a su llamada.
Una lágrima se desprendió de los ojos del falso monje, el
cual dio las gracias para sí al gran Buda, que le permitía descubrir tanta
fidelidad en el corazón de uno de sus súbditos. A la mañana siguiente, se despidió
de su huésped y partió.
Pasaron algunos meses, y un día llego a la cabaña perdida en
el bosque la noticia de que el emperador convocaba a todos sus guerreros.
Tsumeyo partió también y compareció en
la corte con su armadura vieja y su caballo rocinante, que suscitaron las
risotadas de los magníficos guerreros vestidos de aceros resplandecientes,
montados en fogosos corceles de guerra. Pronto sacaron un mote al recién
llegado: el Caballero de la Miseria.
Tsumeyo, consciente de su lamentable estado, trataba de
pasar inadvertido en aquella brillante asamblea. En esto, el chambelán se le
acercó y le dijo que el emperador deseaba verlo. El caballero de la Miseria fue
conducido ante el soberano, sentado en un trono de oro y rodeado de mil
caballeros, con armaduras incrustadas de piedras preciosas; parecía un cortejo
refulgente de estrellas es una noche de nubes. El caballero avanzó hasta los
pies del trono; su yelmo estaba enmohecido, su armadura llena de abolladuras;
más parecía un espectro que un guerrero.
-Caballero-dijo el emperador-, ¿no me reconocéis? ¿Os habéis
olvidado del monje a quien disteis alojamiento una noche de tormenta? Sabed que
este llamamiento a los caballeros ha sido par probaros, para ver si como me
dijisteis, acudiríais a mi voz. Tanta fidelidad de vuestra parte merece una
recompensa. Ordeno que os sean restituidas vuestras tierras. Además, como
quiera que no he olvidado que para calentar al pobre peregrino extraviado en la
borrasca sacrificasteis vuestros tres preciosos arbolillos, os concedo tres
importantes feudos, uno por cada árbol: el campo de los ciruelos de Kaja, la
Fuente de los Cerezos en Etchu, y Ramas de Pino en Kozuyo.
Tsumeyo, aturdido, feliz, se prosternó a los pies del reluciente trono, mientras un
murmullo de admiración recorría la asamblea, que hacía solo unos minutos reíase
despectivamente mirando al caballero de la Miseria.
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