En el corazón del Japón existía una landa desierta y árida,
siempre cubierta de una niebla gris y uniforme. Ni un zarzal, ni un árbol, ni
un ser viviente animaban aquella penosa soledad. Únicamente en el centro del
páramo se levantaba una roca negra, amenazadora, llamada la piedra de la
muerte. En efecto, si un viandante fatigado se sentaba a sus pies, moría
misteriosamente.
Los japoneses explicaban el misterio contando que aquella
rosa, era la montaña de un espíritu condenado; allí precisamente habíase
refugiado el alma de un hombre malvado.
Genno, un sabio y santo sacerdote, oyó este relato y en la
infinita bond de su alma, sintió piedad por aquel ser desgraciado y culpable, y
decidió llegarse hasta allí con el propósito de redimirle. Caminó horas y días sin descanso, sostenido por la
esperanza y una tarde, al anochecer, se encontró en el inmenso desierto de la
muerte; todo era gris en tornos suyo, todo era opaco, pero él avanzaba guiado
por la luz de la fe que guardaba en su corazón. Un viento fortísimo aullaba como
fiera cogida en una trampa, mas el sacerdote seguía avanzado, siempre avanzado.
Cuando estuvo junto a la piedra negra, se le apareció un fantasma espantoso que
agitaba ferozmente los largos brazos, diciendo:
-Vete de aquí, huye lejos de esta landa condenada, de esta
piedra de la muerte, ¡No me tientes insensato, vete!
-¿Y porque debo irme?-dijo el sacerdote, con dulcísima voz.
Donde tú estas, también puedo estar yo. ¿No oyes como silba el viento? ¡Hace un
frío glacial!Y solo te cubres con una blanca sabana. Toma mi capa y abrígate.
A aquellas palabras, el viento ceso de repente, un silencio
solemne reinó en landa, como si la misma tierra se parara para escuchar el eco
de las buenas palabras que por primera vez resonaban en aquel paraje. La piedra
de la Muerte se resquebrajo y dejó escapar espesas nubes de humo. Luego un trueno retumbo en lontananza, el horizonte
se iluminó de reflejos rojos que aclararon la llanura. Poco a poco los rayos rojos se apagaron. Y cielo y
tierra confundiéronse en las mismas tinieblas. La piedra se cerró de nuevo, un
perfume de incienso se esparció por el aire, y el fantasma condenado cayó de
rodillas ante el sacerdote implorando perdón. El milagro se había cumplido; el
alma del delincuente, gracias a aquel acto de bondad, había sentido
remordimientos por sus fechorías, habíase arrepentido de sus pecados. El
desgraciado pasó toda la noche a los pies del santo varón, el cual,
con los ojos vueltos hacia el cielo, rezaba con fervor por su perdón, por su
salvación.
Con las primeras luces del alba, la niebla desapareció;
millares y millares de flores se abrieron en el desierto, cuajadas de rocío;
los pájaros cantaban, trenzando sus alegres vuelos; la primavera, por primera
vez, reinaba en aquella desolada región. Purificada por el arrepentimiento, el
alma del pecador, finalmente serena, subió a las altas esferas celestiales,
irradiando esplendentes rayos de sol.
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