martes, 1 de enero de 2013

La piedra de la muerte


En el corazón del Japón existía una landa desierta y árida, siempre cubierta de una niebla gris y uniforme. Ni un zarzal, ni un árbol, ni un ser viviente animaban aquella penosa soledad. Únicamente en el centro del páramo se levantaba una roca negra, amenazadora, llamada la piedra de la muerte. En efecto, si un viandante fatigado se sentaba a sus pies, moría misteriosamente.
Los japoneses explicaban el misterio contando que aquella rosa, era la montaña de un espíritu condenado; allí precisamente habíase refugiado el alma de un hombre malvado.
Genno, un sabio y santo sacerdote, oyó este relato y en la infinita bond de su alma, sintió piedad por aquel ser desgraciado y culpable, y decidió llegarse hasta allí con el propósito de redimirle. Caminó  horas y días sin descanso, sostenido por la esperanza y una tarde, al anochecer, se encontró en el inmenso desierto de la muerte; todo era gris en tornos suyo, todo era opaco, pero él avanzaba guiado por la luz de la fe que guardaba en su corazón. Un viento fortísimo aullaba como fiera cogida en una trampa, mas el sacerdote seguía avanzado, siempre avanzado. Cuando estuvo junto a la piedra negra, se le apareció un fantasma espantoso que agitaba ferozmente los largos brazos, diciendo:
-Vete de aquí, huye lejos de esta landa condenada, de esta piedra de la muerte, ¡No me tientes insensato, vete!
-¿Y porque debo irme?-dijo el sacerdote, con dulcísima voz. Donde tú estas, también puedo estar yo. ¿No oyes como silba el viento? ¡Hace un frío glacial!Y solo te cubres con una blanca sabana. Toma mi capa y abrígate.
A aquellas palabras, el viento ceso de repente, un silencio solemne reinó en landa, como si la misma tierra se parara para escuchar el eco de las buenas palabras que por primera vez resonaban en aquel paraje. La piedra de la Muerte se resquebrajo y dejó escapar espesas nubes de humo. Luego  un trueno retumbo en lontananza, el horizonte se iluminó de reflejos rojos que aclararon la llanura. Poco  a poco los rayos rojos se apagaron. Y cielo y tierra confundiéronse en las mismas tinieblas. La piedra se cerró de nuevo, un perfume de incienso se esparció por el aire, y el fantasma condenado cayó de rodillas ante el sacerdote implorando perdón. El milagro se había cumplido; el alma del delincuente, gracias a aquel acto de bondad, había sentido remordimientos por sus fechorías, habíase arrepentido de sus pecados. El desgraciado  pasó  toda la noche a los pies del santo varón, el cual, con los ojos vueltos hacia el cielo, rezaba con fervor por su perdón, por su salvación.
Con las primeras luces del alba, la niebla desapareció; millares y millares de flores se abrieron en el desierto, cuajadas de rocío; los pájaros cantaban, trenzando sus alegres vuelos; la primavera, por primera vez, reinaba en aquella desolada región. Purificada por el arrepentimiento, el alma del pecador, finalmente serena, subió a las altas esferas celestiales, irradiando esplendentes rayos de sol.

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