lunes, 31 de diciembre de 2012

La princesa Kuannon.

Erase una vez, hace muchos años, en el Japón, una princesa bellísima, que se llamaba Kuannon. Sus trenzas eran larguísimas, de un negro hermoso y brillante, que parecían de seda, tenía ojos de almendra, profundos como los insondables abismos marinos, y una sonrisa dulcísima que iluminaba su admirable rostro.


Todo el mundo adoraba a Kuannon por su ilimitada bondad. La princesa entraba en todas las casas, en todos los palacios, en todas las cabañas del reino, para cuidar a los enfermos, socorrer a los pobres, consolar a los afligidos, devolver la esperanza a los desesperados, y con su sonrisa traía dondequiera que iba un rayo de alegría y de consuelo.

Pero Kuannon tenía una congoja que la atormentaba noche y día sin reposo: su pensamiento no podía apartarse de los condenados que sufrían terriblemente en los abismos infernales. Era verdad que, habiendo sido malvados y pecadores, la divinidad los había castigado justamente; pero la dulce doncella no podía pensar en ellos sin sentir el corazón oprimido, y se atormentaba porque no podía socorrer a los muertos como socorría a los vivos. Por eso rogaba a todas las divinidades japonesas para que le concedieran la gracia de poder descender al infierno.

Tanto suplico, con tanta fe y tanto fervor, que finalmente su oración fue escuchada. Un día se le apareció Jizo , el dios protector de los niños; tenía el aspecto de un pequeño sacerdote, con la cabeza completamente afeitada y una expresión de gran benevolencia en el rostro. En una mano llevaba un juguete, un caballito de madera y en la otra un bastón adornado con muchos anillos de metal. Kuannon lo reconoció enseguida. Cayó de hinojos reverente y dobló la cabeza sobre el pavimento.

-Los dioses han decidido satisfacer tu deseo, Kuannon-dijo el dios. Su voz era suave, pastosa; su acento era persuasivo.

-¿Te sientes capaz de descender al infierno?-añadió luego.

-Sí, sí…-murmuró Kuannon, temblando de alegría.

-Entonces, sígueme.

El dios echo a andar y la princesa le siguió valerosamente. Ambos llegaron al pie de una montaña rocosa y abrupta, cuya alta cima se perdía entre las nubes. En la pared de la montaña se abría una caverna, negra como la noche. Jizo entró en ella y Kuannon le siguió sin dudarlo.

Descendieron una escalera interminable que conducía a las entrañas de la tierra; y a medida que avanzaban, la oscuridad era más densa, casi palpable; el aire se hacía más pesado, tanto que la princesa respiraba fatigosamente. Con todo, ni por un instante pensó en retroceder.

Cuando estuvieron más próximos a la morada de los condenados, oyeron gritos desgarradores, terribles chillidos, atroces blasfemias, rugidos de monstruos; un humo denso y lívido invadía la caverna, cuyo ámbito era atravesado por pájaros horribles, con garras ganchudas y ojos fosforescentes, que se acercaban amenazadores al bello rostro de la muchacha. Pero bastaba un ademán de Jizo para ponerlos en precipitada fuga.

Finalmente se acabo la caverna subterránea, y el reino de los condenados apareció en todo el horror a los ojos asombrados de Kuannon. Por un instante sintió temblar su corazón, pero se sobrepuso y avanzó entre aquella turba de maldiciones sonriendo.

Entonces se produjo el milagro; ante aquella sonrisa, los condenados cesaron de sufrir, trataron de sonreír ellos también y una alegría misteriosa invadió sus pobres corazones. La luminosa aparición seguía avanzando, rodeada por una aureola de oro. Las llamas se doblaban reverentes a su paso. Horribles serpientes que se retorcían arrastrándose por el suelo, se transformaron en flores multicolores, formando una perfumada alfombra bajo sus pies. Sólo con su presencia Kuannon había convertido aquel lugar de tormento en un lugar de delicias, el infierno se había troncado en el paraíso.

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