En el jardín de un rico samurái en Kioto, crecía un magnífico sauce llorón, de bellas ramas gris-plata. Pero el samurái no sentía simpatía por el sauce, porque estaba persuadido de que le traía desgracia, según la opinión de muchos japoneses; tanto que un día decía derribarlo. Comunicó sus propósitos a un vecino, el noble samurái Inabata.
-No lo derribes-dijo Inabata. Sé de cierto que los sauces suelen ser la prisión de algún espíritu. Es un árbol magnifico. Dámelo, que lo plantaré en mi jardín.
El otro accedió. Inabata hizo transportar la planta a su jardincillo, y allí la trasplanto y cuidó con esmero. La regaba él mismo, la preservaba con una pantalla de hojas, del ardiente sol estival y de las intemperies invernales, y pasaba buena parte de su tiempo contemplándola con amor.
Una mañana, al bajar como solía al jardín para visitar la planta, encontró apoyada en el tronco a una muchacha de rara belleza. Pasada la sorpresa del primer instante el samurái no preguntó a la desconocida quién era ni cómo pudo entrar en su casa y le ofreció una taza de té.
La desconocida aceptó de buen agrado la invitación y se mostró tan agradable y tan alegre y simpática que, hechizado por su hermosura y su ingenio, Inabata acabó por pedirle si quería casarse con él. La mujer acepto con entusiasmo y las bodas fueron celebradas el mismo día. Los esposos vivieron felices durante algunos años y tuvieron un hermoso niño, al que le pusieron por nombre Yanagi.
Pero la felicidad de este mundo, tarde o temprano, tiene fin. Un mal día, el señor de Kioto mandó a unos hombres a la casa de Inabata con la orden de derribar el sauce. Había sucedido que, en el templo de Kioto, una pilastra se había quebrado y los sacerdotes dijeron que para repararla, era menester el sauce más hermoso de la ciudad. Y dado que el sauce de Inabata, al decir de todo el mundo, era el más bello ejemplar que podía imaginarse, había obtenido del soberano la orden de derribarlo. El samurái se inclinó respetuoso ante el mando de su señor, aunque sintiese su corazón oprimido por la angustia. Pero, cundo los hombres bajaron al jardín para iniciar su trabajo, la esposa se acercó al atribulado Inabata y le dijo:
-Debo hacerte una confesión. Tú has tenido la delicadeza de no preguntarme nunca quien soy . También yo hubiese preferido guardar el secreto pero a hora ya no es posible. Yo soy el espíritu del sauce. Cuando impediste a tu vecino que lo derribase, sentí una inmensa gratitud por ti. Cuando me acogiste en tu jardín y me atendiste con tanto cariño, mi reconocimiento se transformo en amor; he aquí que fui tu esposa. Mas ahora debo morir. Tú no puedes y no debes desobedecer a tu señor. Sufro mucho al tener que separarme de ti, pero te dejo la mejor parte de mí misma, nuestro hijito Yanagi, que estará siempre a tu lado, te amará y te honrará. Adiós.
Inabata, desesperado, quiso detenerla; tendió los brazos, mas sólo estrecho el aire. La mujer, convertida ya en un fantasma, se dirigió hacía el sauce y desapareció en su tronco.
Los hombres enviados por el señor de Kioto no se habían dado cuenta de nada y continuaban golpeado a hachazos la base del árbol para derribarlo. Finalmente, entre crujidos y gemidos, que parecían suspiros humanos, el sauce cayó al suelo. Ahora era necesario transportarlo hasta el templo. Pero el árbol tendido en tierra se resistía a todos los esfuerzos. Entonces los hombres pidieron ayuda; fueron al jardín de Inabata todos los ciudadanos jóvenes y robustos; una cuerda fue atada al tronco, y trescientos hombres empezaron a tirar de ella. En vano. El sauce permanecía quieto y no se movía ni un centímetro.
Inabata y Yanagi observaban asombrados aquel prodigio. En esto, el pequeñoYanagi, que entonces sólo tenía cuatro años, se acercó al sauce, le acarició suavemente las hojas de plata y luego cogiendo una rama, murmuro:
-Ven conmigo.
El árbol cedió, al dulce ruego, se agitó y púsose en movimiento; arrastrado por la mano del niño, dócilmente, la planta se dejó transportar hasta el templo.
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