La castellana de Himeji había recibido del emperador el
presente de diez magníficos platos de oro, que brillaban cual otros tantos
pequeños soles. Orgullosísima de aquella dádiva, la mujer la mostraba a sus
amigos y visitantes, que se ponían verdes de envidia; y esto hacía feliz a la
castellana. Con todo, habían ocurrido en el país algunos robos y la anciana
condesa no estaba tranquila, temiendo por su tesoro. Desconfiaba incluso de los
gentilhombres del palacio. El valor de
los platos era grandísimo y podía tentar a unos y otros. ¿Dónde podría
esconderlos?¿A quien podría confiarlos? Estos pensamientos la atormentaban
tanto que no lograba hallar la paz ni de día ni de noche.
Finalmente, una mañana, tras una noche de insomnio más
agitada que de costumbre, se levanto con una luz de esperanza en los ojos.
Había encontrado a la persona apta a quien confiar el precioso don imperial.
Mandó llamar a su dama de compañía más joven y , cuando la muchacha estuvo ante
ella, le dijo:
-Crisantemo, eres leal y noble. La tuya es una familia de
samuráis, y por eso puedo fiar en ti. Toma estos platos de oro que el emperador
me regaló y vigílalos con todo cuidado; procura conservarlos sin la más pequeña
mancha, sin la huella más leve; haz que reluzcan siempre como ahora y,
sobre todo vela porque nadie los robe.
Eres responsable de este precioso depósito.
Crisantemo se inclinó hasta el suelo y tomando los diez
platos, se los llevó a su estancia. Desde aquel día la muchacha vivió en una
inquietud continua. No abandonaba casi nunca su estancia y dejó de sonreír.
Todas las noches, antes de acostarse, contaba y limpiaba los platos de oro; y
todas las mañanas, apenas abría los ojos, los volvía a contar de nuevo. A
veces, durante la noche, se despertaba sobresaltada con un gran peso en el
corazón, corría a ver los diez platos y sólo cuando se había asegurado de que
estaban todos en su sitio, volvía a dormir.
Pasó el tiempo, Crisantemo, viendo que nadie intentaba
quitarle aquel tesoro, empezaba a sentirse más tranquila; poco a poco la
sonrisa volvió a sus labios rojos y las arrugas desaparecieron de su frente
pura y tersa. Moderó su vigilancia y volvió a pasar gran parte de su tiempo con
las amigas en alegres entretenimientos.
Pero un mal día, al contar, antes de acostarse, los platos
de oro, advirtió con terror que solo había nueve. Trastornada, corrió hasta la
castellana, cayó de hinojos ante ella y le revelo la horrible realidad. La
anciana, primero por el terrible golpe, quedose inmóvil y muda como una
estatua; luego su disgusto y su cólera se desbordaron en una serie de insultos
para la desgraciada muchacha; la declaro ladrona y la expulsó del castillo.
Crisantemo vagó en la noche, extraviada, inconsciente; ni
una luz en aquellas tinieblas; hasta los perros parecían ladrar a su paso. Se
sentó sobre el brocal de un pozo, rodeado de setos de espinos, y miró abajo el
agua negra y profunda; algo le pareció ver allí, algo amarillo, algo que
resplandecía, ¿era tal vez el decimo plato? ¡Pobrecilla! Era sólo el disco de
la luna que se reflejaba en las aguas del pozo. Pero esto ella no lo sabía; una
zambullida, un borboteo, luego no se escucho nada más… Crisantemo había
desaparecido.
Mas no para siempre. Cuando llegó la primavera, cuando la
naturaleza reverdeció, cuando las flores se abrieron y los canoros pájaros
trenzaron sus vuelos en el aire, salió
del pozo un insecto nievo, una especie de mariposa multicolor, que se puso a
revolotear en el aire como ansiosa de gozar la luz del sol. Todas las tardes la
mariposa iba a posarse sobre las enmohecidas murallas del castillo y allí su
levísimo zumbido tomaba un significado especial, parecía una voz humana que
contase sumisamente: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve…Al
llegar a nueve callaba y, después de una breve pausa, empezaba de nuevo.
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