lunes, 31 de diciembre de 2012

Los diez platos de oro del emperador


La castellana de Himeji había recibido del emperador el presente de diez magníficos platos de oro, que brillaban cual otros tantos pequeños soles. Orgullosísima de aquella dádiva, la mujer la mostraba a sus amigos y visitantes, que se ponían verdes de envidia; y esto hacía feliz a la castellana. Con todo, habían ocurrido en el país algunos robos y la anciana condesa no estaba tranquila, temiendo por su tesoro. Desconfiaba incluso de los gentilhombres del palacio. El valor  de los platos era grandísimo y podía tentar a unos y otros. ¿Dónde podría esconderlos?¿A quien podría confiarlos? Estos pensamientos la atormentaban tanto que no lograba hallar la paz ni de día ni de noche.
Finalmente, una mañana, tras una noche de insomnio más agitada que de costumbre, se levanto con una luz de esperanza en los ojos. Había encontrado a la persona apta a quien confiar el precioso don imperial. Mandó llamar a su dama de compañía más joven y , cuando la muchacha estuvo ante ella, le dijo:
-Crisantemo, eres leal y noble. La tuya es una familia de samuráis, y por eso puedo fiar en ti. Toma estos platos de oro que el emperador me regaló y vigílalos con todo cuidado; procura conservarlos sin la más pequeña mancha, sin la huella más leve; haz que reluzcan siempre como ahora y, sobre  todo vela porque nadie los robe. Eres responsable de este precioso depósito.
Crisantemo se inclinó hasta el suelo y tomando los diez platos, se los llevó a su estancia. Desde aquel día la muchacha vivió en una inquietud continua. No abandonaba casi nunca su estancia y dejó de sonreír. Todas las noches, antes de acostarse, contaba y limpiaba los platos de oro; y todas las mañanas, apenas abría los ojos, los volvía a contar de nuevo. A veces, durante la noche, se despertaba sobresaltada con un gran peso en el corazón, corría a ver los diez platos y sólo cuando se había asegurado de que estaban todos en su sitio, volvía a dormir.
Pasó el tiempo, Crisantemo, viendo que nadie intentaba quitarle aquel tesoro, empezaba a sentirse más tranquila; poco a poco la sonrisa volvió a sus labios rojos y las arrugas desaparecieron de su frente pura y tersa. Moderó su vigilancia y volvió a pasar gran parte de su tiempo con las amigas en alegres entretenimientos.
Pero un mal día, al contar, antes de acostarse, los platos de oro, advirtió con terror que solo había nueve. Trastornada, corrió hasta la castellana, cayó de hinojos ante ella y le revelo la horrible realidad. La anciana, primero por el terrible golpe, quedose inmóvil y muda como una estatua; luego su disgusto y su cólera se desbordaron en una serie de insultos para la desgraciada muchacha; la declaro ladrona y la expulsó del castillo.
Crisantemo vagó en la noche, extraviada, inconsciente; ni una luz en aquellas tinieblas; hasta los perros parecían ladrar a su paso. Se sentó sobre el brocal de un pozo, rodeado de setos de espinos, y miró abajo el agua negra y profunda; algo le pareció ver allí, algo amarillo, algo que resplandecía, ¿era tal vez el decimo plato? ¡Pobrecilla! Era sólo el disco de la luna que se reflejaba en las aguas del pozo. Pero esto ella no lo sabía; una zambullida, un borboteo, luego no se escucho nada más… Crisantemo había desaparecido.
Mas no para siempre. Cuando llegó la primavera, cuando la naturaleza reverdeció, cuando las flores se abrieron y los canoros pájaros trenzaron  sus vuelos en el aire, salió del pozo un insecto nievo, una especie de mariposa multicolor, que se puso a revolotear en el aire como ansiosa de gozar la luz del sol. Todas las tardes la mariposa iba a posarse sobre las enmohecidas murallas del castillo y allí su levísimo zumbido tomaba un significado especial, parecía una voz humana que contase sumisamente: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve…Al llegar a nueve callaba y, después de una breve pausa, empezaba de nuevo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario