jueves, 28 de marzo de 2019

Mitología griega: Así comenzó el Universo

ANTES que todas las cosas, en el comienzo de todos los comienzos, solo existía el Caos infinito: la confusión y el desorden de lo que no tiene nombre.

  Y del Caos surgió Gea, la Madre Tierra, enorme, hermosa y temible. Como Gea se sentía muy sola, quiso tener un marido a su medida. Pero ¿quién podía ser tan inmenso como para abrazar a la Tierra entera? Ella misma creó, entonces, el Cielo Estrellado, que es tan grande como la Tierra y todas las noches la cubre, extendiéndose sobre ella. Y lo llamó Urano.

  Gea y Urano, es decir, la Tierra y el Cielo, tuvieron muchos hijos. Primero nacieron doce Titanes, varones y mujeres. Después nacieron tres Cíclopes, gigantes con un solo ojo en medio de la frente. Los Cíclopes fueron los dueños del Rayo, el Relámpago y el Trueno. Y finalmente nacieron los tres Hecatónquiros, monstruos violentos de cincuenta cabezas y cien brazos.

  Urano desconfiaba de sus hijos: temía que uno de ellos lo despojara de su poder sobre el Universo. Y por eso no les permitía ver la luz. Los mantenía encerrados en las oscuras profundidades de la Tierra, es decir, en el vientre de su propia madre. Ese lugar oscuro y terrible se llamaba el Tártaro. Gea, inmensa, pesada, no soportaba ya la tremenda carga de tantos hijos aprisionados dentro de su cuerpo y sufría también por ellos y por su triste destino.

  —Solo ustedes pueden ayudarme, hijos míos —les rogó—. Con esta hoz mágica que yo misma fabriqué, deben enfrentarse a Urano. ¡Ya es hora de que pague por sus maldades!

  Pero los hijos, aunque eran enormes y poderosos, se sentían pequeños frente a su padre, el inmenso Cielo Estrellado, y no se atrevían a asomarse fuera de la Madre Tierra. Solo el joven Cronos, el menor de los Titanes, un malvado de mente retorcida, estuvo dispuesto a ayudarla. Pero no fue solo por amor a su madre, sino porque, tal como lo temía Urano, planeaba quedarse con todo el poder.

  Una noche, cuando Urano, el Cielo Estrellado, llegó trayendo consigo a la oscuridad, y cayó sobre la Tierra, envolviéndola en su abrazo, su hijo Cronos le cortó los genitales con la hoz que su madre le había entregado y los arrojó al mar. En ese lugar, rodeada de espuma, nació la más hermosa de las deidades, Afrodita[1], la diosa de la belleza y el amor.

  —¡Maldito seas! —gritó Urano, enloquecido de dolor—. ¡Yo te condeno a que uno de tus propios hijos te destruya, como hiciste conmigo!

  Entretanto, Cronos le había prometido a su madre liberar a todos sus hermanos de las profundidades del Tártaro, donde estaban encadenados. Pero cuando vio a los Cíclopes y a los Hecatónquiros, de aspecto tan aterrador, decidió que era mejor volver a encadenar a esos monstruos. Solo los Titanes, los más parecidos a él, quedaron libres y lo ayudaron a gobernar.

  Urano no murió, pero ya no tenía el poder. Ahora era Cronos, el joven Titán de mente retorcida, el que reinaba sobre el Universo.


Los hijos de Cronos

  DESPUÉS de destronar a su padre, el joven titán Cronos se casó con la titánida Rea, la de hermosos cabellos. Tuvieron seis hijos.

  Pero Cronos no olvidaba la maldición de su padre Urano. Con su mente malvada y retorcida, decidió que ninguno de sus pequeños crecería lo suficiente como para enfrentarse con él. Simplemente, se los comería vivos.

  Y así fue. Primero nació la pequeña Hestia[2]. Su madre apenas había comenzado a envolverla en pañales cuando Cronos la tomó con sus enormes manos y la devoró en un instante. Rea, la de hermosos cabellos, no podía creer lo que había pasado. Su corazón sangraba de dolor.

  Uno por uno Cronos fue devorando a sus hijos. Deméter, Hera, Hades, Poseidón… apenas alcanzaba la madre, desesperada, a ponerles nombre, cuando ya se habían convertido en monstruoso alimento para su padre.

  Rea estaba en su sexto embarazo cuando pidió ayuda a su madre, Gea, para salvar a ese bebé. ¡Aunque fuera uno solo de sus hijos tenía que escapar a ese horrendo destino! Siguiendo los consejos de su madre, Rea le dijo a su marido que debía hacer un viaje a la isla de Creta. Allí, en medio de un bosque espeso había una profunda caverna, donde se ocultó la titánida para parir a Zeus[3], el menor de sus hijos. Gea, la Madre Tierra, se hizo cargo del pequeño. Una cabra le daba su leche y las abejas del monte destilaban para él la miel más exquisita.

  Entretanto, Rea volvió con su marido, quejándose como si estuviera sufriendo en ese momento los dolores del parto. Poco después le entregó a Cronos lo que parecía un bebé, su sexto hijo. Cronos se lo tragó sin dudar un segundo. Solo le pareció que este hijo resultaba más pesado que los anteriores: lo que le había dado su esposa era una enorme piedra envuelta en pañales.

  Zeus creció rápidamente y en solo un año se había convertido en un dios adulto y poderoso. Su abuela Gea tenía preparado un plan para librarse del malvado Cronos. Pero antes era necesario que Zeus recuperara a sus hermanos. Con ayuda de Rea, hicieron tragar a Cronos una poción mágica que lo obligó a devolver a la vida a todos los hijos que había devorado. Así, convertidos ya en adultos, en toda su fuerza y majestad, se desprendieron de la carne de Cronos los hermanos de Zeus. De este modo, volvieron a la vida Hestia, Deméter, Hera, Hades y Poseidón[4], y se fueron a vivir junto a Zeus, en lo alto del monte Olimpo. Debían prepararse para la guerra que se avecinaba. ¡Cronos pagaría por su maldad!

La Guerra de los Inmortales

LAS profecías aseguraban que Zeus sería el rey de los dioses y el dueño del Universo. Pero, por el momento, no parecía tan sencillo. Antes era necesario destronar a su padre, el malvado Cronos, quien contaba con el apoyo sus hermanos, los Titanes.

  El Universo entero temblaba: había comenzado la Guerra de los Inmortales.

  Durante diez años, desde las alturas del Olimpo, lucharon los nuevos dioses contra los Titanes y la suerte de la guerra seguía indecisa. El propio Zeus comenzaba a temer que la profecía no llegara a cumplirse. Fue entonces cuando decidió consultar a su anciana y sabia abuela, Gea, la Madre Tierra.

  —Cronos tiene enemigos poderosos —le dijo Gea—. ¡También ellos son mis hijos, aunque sean deformes! Si liberas de sus cadenas a los Cíclopes y a los Hecatónquiros, atrapados en el Tártaro, ellos te ayudarán a vencer a tu malvado padre.

  Entonces Zeus bajó a las oscuras profundidades del Tártaro y desencadenó a los Cíclopes, gigantes con un solo ojo en medio de la frente, y también a los Hecatónquiros, los monstruos de cincuenta cabezas y cien brazos. Los dioses olímpicos los invitaron a su morada cerca de las nubes, y compartieron con ellos sus exquisitos alimentos, el néctar y la ambrosía. Así los convirtieron para siempre en sus aliados.

  Agradecidos por su liberación, los Cíclopes le regalaron a Zeus tres armas invencibles: el Trueno, el Rayo y el Relámpago. Le entregaron a Hades un casco que lo hacía invisible. Y le dieron a Poseidón un tridente tan poderoso que con un solo golpe podía hacer temblar la tierra y el mar.

  La batalla final fue atroz. Luchaban entre sí seres gigantescos, que podían causarse terribles heridas, podían triunfar o ser derrotados, pero no podían matarse unos a otros, porque todos eran inmortales. Mujeres y varones luchaban sin descanso, sin piedad. Cada uno de los Hecatónquiros levantaba enormes rocas con sus cien manos. Después avanzaban los tres juntos hacia adelante, arrojando trescientas rocas al mismo tiempo sobre los Titanes. Zeus lanzaba sus terribles rayos, Poseidón provocaba terremotos y Hades, invisible, parecía estar en todas partes al mismo tiempo. El mar resonaba, vibraba el monte Olimpo desde su pie hasta la cumbre, el Cielo gemía estremecido y las violentas pisadas retumbaban en lo más hondo de la Tierra. Los bosques se incendiaban y hervían los océanos.

  Cegados por la violenta luz de los rayos y la humareda que se levantaba de los incendios, semienterrados por la lluvia de enormes piedras, los Titanes fueron vencidos por fin. Zeus los condenó a ser encadenados en el Tártaro, donde los Hecatónquiros se convirtieron en sus guardianes.

  (Si un yunque de bronce bajara desde la superficie de la Tierra durante nueve noches con sus días, al décimo día llegaría al Tártaro, tan profundo es ese abismo, horrendo incluso para los dioses inmortales).

  Victoriosos, los dioses decidieron repartirse el poder. Para evitar más luchas, hicieron un sorteo. A Zeus le tocó el cielo, Poseidón obtuvo dominio sobre el mar y Hades se adueñó del mundo subterráneo.

  Pero Zeus, el rey de los dioses, gobernó además sobre todos los mortales y los inmortales.


  Y sin embargo, el Universo no estaba en paz. Gea, la Tierra, se revolvía, furiosa. ¿Cómo se había atrevido su nieto, el soberbio Zeus, a encerrar a sus propios tíos en el Tártaro? Como madre de los Titanes, Gea no podía permitir que los nuevos dioses gobernaran el Universo. Por el momento, los Olímpicos habían triunfado. Pero Gea meditaba su venganza.

Tifón, el horror

  GEA, la Tierra, estaba enfurecida contra Zeus y los Olímpicos. Para vengar a sus hijos, los Titanes, cuidaba y alimentaba desde hacía siglos a Tifón, el horror absoluto.

  La diosa Hera, esposa de Zeus, siempre estaba celosa de su marido (con buenas razones). No le costó mucho a Gea convencerla de que Zeus se había portado mal con ella una vez más. Loca de celos, Hera fue a ver a Cronos, el Titán de mente malvada y retorcida, que estaba encadenado en el Tártaro, y le pidió ayuda. Cronos, que odiaba a su hijo Zeus, le entregó a Hera dos huevos que debían enterrarse juntos.


—Una sola criatura nacerá de los dos —dijo con voz torva—. ¡Un demonio capaz de vengarte!

  Así nació Tifón, que no era un ser humano, ni un dios, ni una fiera. Hera se asustó al verlo, pero Gea se lo llevó con ella para criarlo y prepararlo para enfrentar a los Olímpicos. Era el monstruo de los monstruos, tan alto que su cabeza rozaba las estrellas. Cuando abría los brazos, una mano llegaba hasta el extremo Este, y la otra hasta el Oeste mismo. En lugar de dedos, tenía cien cabezas de dragón. De la cintura para abajo, estaba hecho de víboras, que a veces se alzaban silbando hasta su cabeza humana. Tenía el cuerpo alado y despedía llamas por los ojos[5].

  Y por fin, cuando Tifón alcanzó toda su fuerza y su poder, Gea decidió que había llegado el momento de lanzarlo contra sus enemigos. Los propios dioses se aterraron cuando vieron este monstruo inmenso alzarse hacia el Olimpo. Las víboras silbaban y las cabezas de dragón rugían todas a la vez con el estruendo de un ejército de gigantes. Hera estaba arrepentida, pero ya era tarde. Al ver que atacaba el Olimpo, los dioses huyeron hacia Egipto, donde se convirtieron en animales para no ser descubiertos. Solo Zeus y su hija Atenea[6], la diosa de la sabiduría y de la guerra, se atrevieron a enfrentarlo.

  Zeus trató de fulminar a Tifón desde lejos con sus rayos, pero fracasó y finalmente se vio obligado a luchar cuerpo a cuerpo con su hoz de acero, la misma que había usado su padre Cronos contra Urano. Consiguió herirlo, pero las fuerzas del monstruo eran casi infinitas. En un ataque violento y veloz, Tifón enroscó sus víboras en las piernas de Zeus y lo hizo caer, arrancándole el arma de las manos. Y con su misma hoz hirió al dios, cortándole los tendones de los brazos y las piernas.

  No era posible matar a Zeus, pero así, inmovilizado, se había vuelto completamente inofensivo. Tifón se lo cargó a la espalda y lo llevó hasta una gruta, donde terminó de arrancarle músculos y tendones y lo dejó enterrado. Envolvió los músculos y tendones del dios en una bolsa hecha de piel de oso y la puso al cuidado de su hermana, la dragona Delfina, una horrenda criatura mitad mujer y mitad reptil.

  Solo Hermes, el dios de los ladrones[7], podía haber engañado a Delfina, y así fue. En secreto, silenciosamente, se acercó con su hijo Pan hasta la guarida de la dragona. Con su flauta mágica, Pan tocó una canción adormecedora. La enorme cabeza de Delfina comenzó a balancearse de sueño y sus ojos se cerraron. Mientras su hijo seguía tocando sin descanso, Hermes le robó a la dragona la bolsa de piel de oso. Más tarde, entre los dos, consiguieron devolverle a Zeus las fuerzas, colocando músculos y tendones en su lugar. Con una poción mágica, Hermes curó las heridas del gran dios, que pronto estuvo otra vez en condiciones de volver a la lucha.

  Zeus regresó al Olimpo y, montado en un carro con caballos alados, se lanzó a perseguir al monstruo con sus rayos. Tifón, sorprendido por un enemigo al que creía haber derrotado, huyó en dirección a un monte donde le habían dicho que existían frutos mágicos, capaces de multiplicar la fuerza de cualquiera que los comiese. Cuando Zeus estaba a punto de alcanzarlo, trató de defenderse arrojándole encima montañas enteras que arrancaba del suelo. Con sus rayos, Zeus se las devolvía lanzándolas una vez más por el aire. Las montañas golpeaban contra el monstruo, haciéndolo sangrar y debilitando sus fuerzas.




Tifón se dio cuenta de que ya no podría derrotar al dios. Ahora solo pensaba en escapar. Trató de atravesar lo más rápidamente que pudo el mar de Sicilia, pero cuando estaba llegando a la costa este de la isla, Zeus tomó la montaña más grande de todas, la arrojó con todas sus fuerzas, y logró aplastar al monstruo debajo de esa inmensidad rocosa. Y desde entonces Tifón quedó para siempre apresado allí, debajo del monte Etna: las llamas que despide el volcán son el fuego de sus ojos.

  Y ahora sí, por fin, el Universo estuvo en paz.


  PROMETEO era hijo de uno de los Titanes. Gea y Urano fueron sus abuelos, es decir, era primo de Zeus. A pesar de pertenecer a la estirpe de los Titanes, decidió luchar del lado del gran dios en su guerra contra Cronos.

Valiente y astuto, Prometeo tenía una debilidad. Amaba a los seres humanos, que intentaban sobrevivir, con mucho sufrimiento, sobre la superficie de la Tierra. Zeus, en cambio, no se interesaba mucho en ellos y estaba dispuesto a destruirlos. Muchos afirmaban que el interés de Prometeo en la humanidad se debía a que él mismo había sido su creador.

  Como no tenían poder sobre el fuego, los mortales vivían miserablemente. En las noches oscuras, solo podían protegerse de las fieras escondiéndose en la profundidad de las cavernas. No podían trabajar los metales para fabricar armas o herramientas, y tenían que contentarse con lo que lograran hacer tallando piedras. Comían sus alimentos crudos y vivían casi como animales. Poco podía su inteligencia sin el fuego que Zeus les negaba.

  El que trabajaba con fuego todo el día era uno de los hijos de Zeus, ese dios rengo y malhumorado llamado Hefesto[8], que estaba casado con la más bella de todas las diosas, la increíble Afrodita. En su fragua, en las profundidades de la Tierra, debajo de un volcán, Hefesto fabricaba las armas de los dioses, con ayuda de los Cíclopes.

  Prometeo, utilizando su ingenio, se acercó a la fragua de Hefesto para conversar amablemente con el dios. Y en una distracción, consiguió robar un poco de fuego, unas cuantas brasas encendidas que escondió en el interior de una caña hueca. Con ese regalo asombroso, se presentó ante sus queridos hombres. Y no solo les entregó el fuego: les enseñó a cuidar que no se apagara, a encenderlo y a utilizarlo de todas las maneras posibles: les entregó la técnica de construir viviendas, armas, herramientas. Desde que fueron dueños del fuego, por primera vez los hombres se sintieron superiores a todos los demás seres que poblaban la Tierra.

  Zeus estaba furioso. Prometeo había desobedecido sus órdenes y debía recibir un castigo ejemplar. Con cadenas de acero, lo sujetó a una roca en el Cáucaso y envió a un águila monstruosa a devorarle el hígado. Para que el castigo fuera terrible y eterno, todas las noches el hígado de Prometeo volvía a crecer, y el águila se alimentaba de él durante el día. Zeus juró por lo más sagrado que jamás desataría a Prometeo de la roca.

  ¿Pasaron años, siglos, milenios? Nadie lo sabe. Mucho, mucho tiempo después, Heracles, un hombre hijo de Zeus, pasó por allí en su camino al Jardín de las Hespérides. Heracles, mató a flechazos al águila que lo atormentaba y rompió sus cadenas. Prometeo, agradecido, lo ayudó con sus consejos.

  Zeus quería mucho a su hijo Heracles y a pesar de todo estaba orgulloso de su hazaña. ¿Pero cómo podía permitir que Prometeo quedara libre sin romper su juramento? Con una gran idea: hizo que Hefesto fabricara un anillo con el acero de la cadena, que engarzara en él un trozo de la roca a la que Prometeo había estado atado, y lo hizo jurar que jamás se quitaría ese anillo. Así, Prometeo quedó libre para siempre y, al mismo tiempo, para siempre encadenado a la roca del Cáucaso.

La caja de Pandora

  LOS hombres tenían el fuego, que Prometeo había robado para ellos. Ahora vivían libres de todo mal, no sufrían el cansancio ni el dolor ni las enfermedades. Se habían vuelto altaneros y peligrosos.

  Para mantener el orden en el Universo, Zeus debía dejar bien clara la diferencia entre hombres y dioses.

  —¡Les haré un regalo maldito! —rugió Zeus.
Había llegado el momento de crear a la mujer. La llamó Pandora y todos los dioses participaron en su creación. Con arcilla y agua, Hefesto modeló un bellísimo cuerpo parecido al de las diosas inmortales. Atenea, la diosa de la sabiduría, le enseñó las labores femeninas, sobre todo a hilar y tejer hermosas telas. Afrodita, la diosa del amor, le otorgó gracia y atractivo. Y Hermes, el dios de los ladrones y mensajero de los dioses, le enseñó a mentir.

  Entonces, Pandora fue entregada por los dioses a Epimeteo. Junto con la mujer, le regalaron una bonita vasija de cerámica trabajada con bajorrelieves. Antes de ser encadenado en el Cáucaso, Prometeo les había advertido a los hombres que jamás aceptaran un regalo de Zeus, porque el gran dios estaba tramando una cruel venganza contra ellos. Pero cuando Epimeteo vio a Pandora, simplemente no se pudo resistir. La amó inmediatamente. No podía ser este el regalo envenenado de los dioses. En todo caso, lo importante era no abrir jamás la vasija: allí debía estar el peligro.

  Epimeteo le hizo jurar a Pandora que jamás abriría la vasija. Pero apenas la dejó sola por primera vez, Pandora no pudo resistir la curiosidad. ¡Un regalo de los dioses debía ser algo maravilloso! No hacía falta destapar la vasija, no tenía por qué romper su promesa. Solo levantaría un poquito la tapa para mirar adentro.

  Pandora corrió apenas, menos de un dedo, la tapa de la maldita vasija, y fue suficiente. En un enjambre horrible, oscuro, escaparon de allí todos los males que torturan a la humanidad. Como moscardones negros y pesados, echaron a volar el Dolor, la Vejez, el Cansancio, la Enfermedad y la Muerte. Aterrada, Pandora cerró inmediatamente la vasija.

  Y algo, a pesar de todo, alcanzó a encerrar en su interior. ¿Qué era? Se percibían golpecitos tan suaves como si los dieran las alas de una mariposa. Pandora levantó un poquito la tapa para mirar y vio un maravilloso brillo dorado. Entonces ya no tuvo miedo y, abriendo del todo, dejó volar a la hermosa, engañosa Esperanza, que nadie sabe si es un bien o es un mal.

  Por culpa de la ciega Esperanza, los seres humanos soportan todo el mal que los hace sufrir sobre la Tierra. Gracias a ella son felices, a veces, a pesar de todo.
Deucalión y Pirralos sobrevivientes del Diluvio

  LOS Inmortales estaban indignados.

  Los hombres, que habían sido creados para servir y honrar a sus dioses, se habían convertido en una raza impía. Dejaban abandonados los templos y los altares, ya no hacían sacrificios, y el delicioso humo de las reses asadas no ascendía hasta el Olimpo. ¿Qué sentido tenía que existieran sobre la Tierra?, se preguntaban.
Ninguno, decidió Zeus. Había que exterminar de una vez por todas a esa raza inútil y maldita. La humanidad no servía para nada y debía ser destruida. Hubiera sido sencillo usar sus rayos para fulminarla, pero a pesar de que Gea había enviado contra él a Tifón, Zeus no quería dañar a su abuela Tierra, la Gran Madre de Todas las Cosas. Entonces se decidió por una solución sencilla: una gigantesca inundación haría que todos los hombres murieran ahogados.

  Pero Prometeo, el Titán, amaba a la humanidad, a la que le había entregado el fuego y, junto con el fuego, el conocimiento y el dominio sobre el mundo. Tenía un hijo mortal, Deucalión, el rey de Tesalia, que estaba casado con Pirra, hija de Epimeteo y de la primera mujer mortal, la bella y temible Pandora. Entre todos los seres humanos, Deucalión y Pirra eran los únicos que podían ser llamados realmente justos, buenos, sabios y, sobre todo, obedientes y temerosos de los dioses. Visitaban los templos, hacían sacrificios, honraban y reverenciaban a los Olímpicos de todas las maneras posibles.

  Prometeo le rogó a Zeus por la vida de su hijo y su nuera y, a través de ellos, de toda la humanidad. Y el gran dios de los dioses aceptó que se les permitiera construir un arca, un gran cofre que flotaría sobre las aguas y les daría la posibilidad de sobrevivir.

  Entonces Zeus desató todo su poder en una tormenta que no tuvo igual sobre la Tierra. Dejó encerrados a los vientos secos y liberó a todos los vientos húmedos. Lanzó rayos y relámpagos que destrozaron las nubes y las convirtieron en un diluvio incesante. La lluvia era tremenda, aterradora, brutal y parecía eterna. En ayuda de su hermano, Poseidón convocó a las mareas, para que el agua de los océanos se desbordara sobre la Tierra. Los dioses de los ríos los hicieron crecer y salirse de sus cauces, alimentados por la lluvia. Habían pasado apenas unas horas cuando el arca de Deucalión y Pirra flotaba ya sobre las aguas.

  Durante nueve días y nueve noches el diluvio azotó la Tierra. Al principio, algunos hombres habían creído escapar refugiándose en las colinas, pero pronto fueron cubiertas por las aguas, y también las montañas.

  El arca encalló por fin en la cumbre del monte Parnaso. Y de pronto, dejó de llover. Deucalión y Pirra ya no eran los reyes de Tesalia. Todos sus súbditos habían muerto ahogados. Ahora eran apenas un hombre y una mujer, solos, mojados y tristes. ¿Qué podían hacer para que la humanidad volviera a la vida?

  Cuando las aguas se retiraron, Hermes, el mensajero del Olimpo, descendió para ofrecerle a Deucalión un regalo del gran Zeus.

  —Hombre, ¿qué deseas? —preguntó Hermes.

  —Compañeros —dijo Deucalión.

  —Tengo la respuesta de Zeus —dijo Hermes, sin sorpresa—. Deben tirar por encima de sus hombros los huesos de su madre, y la humanidad volverá a nacer.

  El hombre y la mujer estaban horrorizados.

  —¿Cómo vamos a arrojar los huesos de nuestras madres? —preguntó Pirra—. Sería un sacrilegio todavía más terrible que la maldad de los hombres que han sido destruidos.

  Pero Deucalión, después de mucho pensar y de consultar al oráculo, finalmente comprendió: se trataba de arrojar piedras, que son los huesos de la Madre Tierra.

  De las piedras que sembró Deucalión, nacieron hombres. De las que lanzó Pirra, nacieron mujeres. Para bien y para mal, la humanidad volvería a poblar el mundo.

  Comenzaba la Edad de los Héroes.

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