La profecía
Una atroz profecía desesperaba al rey de Argos: su propio nieto lo mataría. Había una sola manera de escapar a ese destino: debía matar a su hija con sus propias manos. Pero el rey amaba a su hija Dánae. La princesa era la más bella de las mujeres, más bella que las ninfas. Solo con las diosas se podía comparar su hermosura. El mismísimo Zeus estaba enamorado de ella.
Para tratar de engañar al destino, el rey mandó construir una habitación subterránea, hecha de bronce, con lujos dignos de una princesa. Allí encerró a Dánae con su nodriza, y se ocupó de que nada les faltara. Pero la celda tenía una grieta en el techo. Y por allí entró Zeus, convertido en lluvia de oro.
Nadie entraba en ese cuarto secreto. Completamente solas, Dánae y su nodriza consiguieron mantener en secreto el embarazo y el nacimiento del bebé, al que llamaron Perseo. Hasta que un día el rey escuchó el llanto de su nieto y supo que sus planes habían fracasado.
Es difícil engañar al destino, pero el rey de Argos no se daba por vencido. Encerró a su hija y a su nieto en un arca de madera, con agua y alimentos, y los echó al mar, confiando en que las olas los llevarían tan lejos que nunca se cumplirían los malos presagios.
Poco después, en la lejana isla de Sérifos, un pescador encontró en la playa un arcón cerrado que las olas habían arrojado sobre la arena. Al abrirlo, su sorpresa fue enorme: una mujer y un niño, débiles, pero vivos y sanos, salieron del arca, guiñando los ojos desacostumbrados a la luz del sol. Este pescador no era un hombre cualquiera: era el hermano del tirano que gobernaba la isla, que lo había despojado injustamente del trono.
Dánae y su hijo vivieron con el buen pescador y su esposa. Unos años después, Perseo se había convertido en un adolescente que se destacaba por su sorprendente coraje. La belleza de Dánae, que era casi una niña cuando nació su hijo, aumentaba con los años y era muy difícil de ocultar.
El tirano de la isla se enamoró de ella y decidió librarse de ese hijo molesto que ya tenía suficiente edad como para proteger a su madre. Para eso, cierto día, invitó a todos los nobles de la isla a un banquete. Perseo, cuyo origen noble era evidente en su apostura y sus modales, estaba también allí.
—¿Qué regalo les parece digno de un rey? —preguntó el tirano a sus invitados.
—Yo le regalaría mi mejor caballo —dijo uno.
—¡Yo también! —fueron diciendo todos los demás.
Si la pregunta terminaba por convertirse en exigencia, esa era una propuesta fácil de cumplir. Pero Perseo era demasiado joven, nada prudente, y había bebido más de una copa de vino.
—¡Yo le regalaría la cabeza de Medusa! —gritó, con entusiasmo.
—Muy bien —dijo el rey, satisfecho con la respuesta—. Quiero esos regalos.
Ir en busca de la cabeza de Medusa era una decisión suicida. Riéndose por dentro, el tirano pensó que librarse de Perseo sería mucho más sencillo de lo que había pensado.
La horrible Medusa
Medusa era una de las tres Gorgonas, monstruosas hijas de divinidades marinas. Vivían cerca del reino de Hades, no lejos del jardín de las Hespérides. Las tres eran horribles y dos eran inmortales. Solo Medusa, la más peligrosa de las Gorgonas, era mortal.
En lugar de cabellos, la cabeza de Medusa estaba rodeada de serpientes. Tenía el cuello cubierto de escamas de dragón, más duras que cualquier metal, capaz de resistir el golpe de un hacha. Sus manos eran de bronce y podía volar con sus alas de oro. Con su lengua protuberante y sus colmillos de jabalí, su cara de mujer conservaba poco de la belleza divina de sus padres. Era temida por hombres y dioses. Solo Poseidón se había atrevido a amarla.
Pero lo más temible de Medusa era su mirada, esos ojos enloquecidos que echaban chispas. Cualquier ser vivo que mirara directamente a la cara de Medusa quedaba convertido en piedra. Los alrededores de su guarida estaban adornados por estatuas de piedra de hombres y animales que se habían atrevido a fijar su vista en los Ojos del Mal.
Contra este monstruo tendría que luchar el joven Perseo.
Las armas de Hermes y Atenea
Pero Perseo, además de ser un muchacho fuerte y valiente, era también el hijo de Zeus y contaba con la protección de los dioses. Apenas se puso en camino, vio venir a su encuentro a un hombre que llevaba un casco alado, sandalias aladas y una varita de oro con alas en un extremo: era Hermes.
—Tu valor no es suficiente, Perseo —le dijo el dios—. Necesitas las armas adecuadas. Yo puedo darte una espada con filo de diamante, la única capaz de cortar las escamas que protegen el cuello de Medusa. Pero no es suficiente.
La diosa Atenea apareció entonces ante ellos en toda su majestad. Y le entregó a Perseo su escudo de bronce, pulido de tal manera que reflejaba todo como un espejo.
—Y yo te daré mi escudo, Perseo. Cuando luches contra Medusa, no debes mirarla a la cara jamás. Mirarás solamente su reflejo en este escudo. Pero no es suficiente.
—Para conseguir todo lo que te hace falta, tendrás que consultar a las Ninfas del Norte —le dijo Hermes—. Y ni siquiera yo sé dónde viven. Solo lo saben las tres Grayas.
La lucha contra Medusa
Las tres Grayas eran hermanas de las Gorgonas. Vivían siempre en penumbra, en una región donde no era ni de día ni de noche. En esa media luz las encontró Perseo. Las estudió desde lejos, siguiendo los consejos de Hermes.
Las Grayas eran tres mujeres viejísimas, arrugadas y consumidas. Entre las tres tenían un solo ojo y un solo diente, y se los iban pasando por turno cada vez que necesitaban usarlos. Había un solo momento en el que ninguna de las tres podía ver: cuando una se sacaba el ojo de la frente para pasárselo a otra. En ese instante de debilidad, Perseo se lanzó contra ellas y les quitó el ojo y el diente.
—No los devolveré hasta que no me digan dónde viven las Ninfas del Norte.
Pero cuando las Grayas le indicaron el camino, el héroe no les devolvió enseguida el ojo y el diente porque sabía que, como hermanas de las Gorgonas, podían avisarles que estaba en su busca.
Las Ninfas del Norte lo ayudaron sin condiciones, porque sabían que ese era el deseo de los dioses. Le entregaron tres objetos mágicos. Unas sandalias aladas, que le servirían para llegar hasta la isla de las Gorgonas y para luchar desde el aire. Una bolsa mágica, que le serviría para guardar la
cabeza de Medusa, cuya mirada seguiría siendo fatal, aun después de muerta. Y el casco de Hades, regalo de los Cíclopes, capaz de volver invisible a quien lo usara.
Gracias a las sandalias voladoras, Perseo llegó rápidamente a su destino. Las tres Gorgonas estaban dormidas, pero Medusa se despertó y lanzó la mirada de sus ojos feroces contra el joven héroe. Perseo no le devolvió la mirada. Luchaba guiándose por el reflejo de la imagen de su enemiga en el escudo. Desde el aire, se lanzó contra ella y con un solo tajo de su espada de diamante le cortó la cabeza[9]. Tomando con repugnancia esa cabeza llena de serpientes vivas, que seguían moviéndose y silbando, la metió sin mirarla dentro de la bolsa y huyó para no tener que enfrentarse con las otras Gorgonas. Las hermanas de Medusa quisieron vengarse, pero no pudieron perseguirlo porque, gracias al casco de Hades, Perseo se había vuelto invisible.
El rescate de Andrómeda
Perseo voló por encima del mundo. Al pasar por África, unas gotas de la sangre de Medusa cayeron en la tierra y así brotaron las serpientes venenosas y los escorpiones que viven en el desierto, donde toda vida debería ser imposible.
Volando sobre las costas de Palestina, Perseo vio la bellísima estatua de una mujer, que se destacaba en mármol blanco contra las rocas negras. Al acercarse, se dio cuenta de que caían lágrimas de los ojos de la estatua, y sus manos, encadenadas a la roca, se retorcían con desesperación. Era Andrómeda, una princesa injustamente castigada por las imprudentes palabras de su madre. Perseo nunca había visto una mujer así. Se acercó, le preguntó por qué estaba allí encadenada, y se enamoró inmediatamente de ella.
Los padres de Andrómeda eran los reyes de la región. Su madre se había jactado de que ella y su hija eran más hermosas que las mismísimas Nereidas, las ninfas del mar, hijas de Poseidón. Las Nereidas, ofendidas, se quejaron a su padre, que envió una devastadora inundación sobre la costa y un monstruo marino que devoraba a sus habitantes. Cuando los reyes, desesperados, consultaron al oráculo, la respuesta fue terrible:
—Solo si sacrifican a su hija Andrómeda al monstruo marino se verán libres de la maldición.
Y allí estaba Andrómeda, pagando por las culpas de su madre. Los reyes, paralizados por el terror, no podían dejar de mirar a su hija encadenada a la roca.
—¿Me darán la mano de su hija si consigo matar al monstruo? —les preguntó Perseo.
No había tiempo que perder.
—¡Claro que sí! —dijeron los dos a coro, pero con pocas esperanzas, convencidos de que ese joven tan atractivo moriría un poco antes que su hija.
No sabían que Perseo contaba con las armas mágicas que los dioses le habían destinado. En breve lucha mató al monstruo y rescató a Andrómeda. Cuando volvió con la muchacha junto a sus padres, los reyes se miraron, agradecidos, pero desconcertados.
—En realidad… Andrómeda estaba prometida a otro hombre, pero…
Perseo quería volver cuanto antes cerca de su madre Dánae, y las bodas se llevaron a cabo de inmediato. De pronto, un grupo de doscientos hombres armados, dirigidos por el prometido de Andrómeda, interrumpió la fiesta.
—¡La princesa Andrómeda debe casarse conmigo! —gritó el hombre al que le habían prometido la mano de la princesa, pero que no había tenido suficiente valor para rescatarla del monstruo.
Perseo no se molestó en contestar. Cuando el pequeño ejército se le echó encima, se limitó a sacar la cabeza de Medusa, que siempre llevaba encima, y los convirtió a todos en piedra.
El regreso a la isla de Sérifos
Perseo volvió con la cabeza de Medusa y con su esposa Andrómeda a la isla de Sérifos, donde lo esperaba angustiada su madre, Dánae, temiendo lo peor. Allí se encontró con una nueva y peligrosa situación. El tirano había tratado de apoderarse de su madre por la fuerza. El hermano del malvado rey, el pescador que los había recibido en su casa y había criado a Perseo como un padre, había ayudado a Dánae a escapar y los dos estaban refugiados en un templo.
El joven héroe debía cumplir con el regalo prometido y estaba ansioso por hacerlo. En cuanto supo las noticias, sin dudar, sin detenerse, se presentó en la sala de banquetes del palacio, donde el tirano estaba divirtiéndose con sus amigos.
—Veo que llega el valiente jovencito que ofrece regalos imposibles… ¿Qué me habrá traído? —comentó el rey, en tono de burla.
—Lo prometido —dijo Perseo.
Y sacando del bolso la cabeza de Medusa, los convirtió a todos en estatuas de piedra. Después nombró rey a su querido pescador, para alegría de todos los habitantes de la isla, que por fin tendrían un gobernante bueno y justo.
Había llegado el momento de devolver los objetos mágicos que lo ayudaron a cumplir su hazaña. Hermes llevó a las Ninfas del Norte el casco de Hades, las sandalias voladoras y la bolsa mágica. Atenea tomó la cabeza de Medusa y la colocó para siempre en el centro de su escudo de guerra.
Perseo y su abuelo
Perseo quería volver a ver a su abuelo. A pesar de todos los sufrimientos que habían pasado él y su madre, no le guardaba rencor, porque sabía que el oráculo le había dicho que solo matándolos se salvaría, y sin embargo su abuelo les había perdonado la vida. Tenía la esperanza de desmentir la profecía y demostrarle que no tenía por qué temer.
Junto con Andrómeda y su madre Dánae, se embarcó hacia Argos. Pero cuando su abuelo se enteró de que se dirigía hacia allí, se aterró. ¡Tal como lo había predicho el oráculo, el hijo de Dánae iba a matarlo! El rey escapó a un país vecino llamado Larisa.
Cuando Perseo llegó a Argos, no encontró a su abuelo. Entretanto, en el reino de Larisa se habían organizado grandes juegos deportivos y el joven quiso participar. ¡Nadie lanzaba el disco como él!
Cuando le llegó su turno, Perseo arrojó el disco con todas sus fuerzas. Pero en ese momento se levantó una violenta ráfaga de viento, que llevó el disco hacia los espectadores. Un anciano lanzó un grito agudo, tomándose un pie del que manaba sangre a borbotones: el disco le había cortado una arteria. Es difícil escapar al destino. Ese anciano era el abuelo de Perseo y nada se pudo hacer para salvarlo.
Muy apenado por haber matado sin querer a su abuelo, Perseo eligió no reclamar el trono de Argos. Y decidió intercambiar reinos con uno de sus primos, que se hizo cargo de Argos mientras Perseo reinaba en Tirintos.
Perseo y Andrómeda tuvieron varios hijos, fueron buenos gobernantes y buenos esposos hasta el fin de sus días.
Heracles y sus trabajos
El nacimiento de Heracles
Muchos años más tarde, en Tirintos reinaban Alcmena y Anfitrión, descendientes de Perseo. Alcmena era una mujer bellísima y el propio Zeus deseaba enamorarla. Como ella era honesta y fiel, al dios se le ocurrió la más pícara de sus transformaciones. Cuando su marido tuvo que salir a combatir contra los tafios, Zeus se convirtió en una perfecta réplica de Anfitrión. Fingió que llegaba de la guerra con todo su ejército y ¿qué más podía hacer Alcmena que recibirlo con amor y admiración?
En el banquete, Zeus le relató a la princesa todos los detalles de las batallas en las que había participado el verdadero Anfitrión. Y por fin llegó la hora de acostarse. Tanto amaba Zeus a la bella Alcmena que decidió no permitir la llegada del día: setenta y dos horas duró esa noche interminable.
Al día siguiente llegó al palacio el verdadero Anfitrión. En lugar de recibirlo con entusiasmo, su esposa parecía extrañamente cansada y casi indiferente a sus caricias. Cuando comenzó con el relato de sus hazañas guerreras, Alcmena bostezó.
—Querido mío —le dijo—. Ya me lo contaste anoche. ¿Qué te parece si ahora vamos a dormir un poco?
Al principio, el odio de Anfitrión no tenía límites y estuvo a punto de matar a su inocente esposa. Poco a poco comprendió que ella no había tenido ninguna culpa y el mismo Zeus intervino para reconciliar a marido y mujer. Alcmena quedó embarazada de gemelos: uno era el hijo de Zeus y el otro era el hijo de su marido humano.
Pero la diosa Hera, legítima esposa de Zeus, era terriblemente celosa. Como no podía enfrentar a su todopoderoso marido, trataba de vengarse en las otras mujeres y en sus hijos. Zeus había prometido que el primer descendiente de Perseo que naciera sería rey de Argos. Hera, con ayuda de su hija, la diosa de los alumbramientos, consiguió que el nacimiento de los mellizos se retrasase y en cambio hizo nacer sietemesino a uno de sus primos, Euristeo. Así fue como Euristeo le quitó al hijo de Zeus el poder sobre el reino de Argos, que le hubiera correspondido.
Después de nueve días de trabajo de parto, Alcmena pudo tener finalmente a sus dos bebés: primero nació Heracles[10], el hijo de Zeus, y poco después Ificles, el hijo de Anfitrión.
Los bebés tenían diez meses cuando Hera decidió librarse para siempre del maldito hijo de su enemiga y envió dos enormes serpientes, que se enroscaron en el cuerpo de los niños, apretándolos para triturarlos. Ificles se echó a llorar con desesperación. Pero Heracles tomó del cuello a cada una de las serpientes, como si fueran sus juguetes, y las estranguló con la sola fuerza de sus manitos de bebé. Cuando Anfitrión llegó a la habitación con la espada desenvainada, se encontró a los bebés jugando con los cuerpos de las enormes serpientes y sus últimas dudas se disiparon. Ese bebé era sin duda el hijo de un dios.
La leyenda del héroe comenzaba a forjarse.
Los doce trabajos de Heracles
Heracles creció hasta alcanzar, a los dieciocho años, la altura de cuatro codos y un pie: un metro con noventa y ocho centímetros.
Por ese entonces, en Citerón, un enorme león devastaba los rebaños de Anfitrión, su padre adoptivo. Durante cincuenta días, Heracles salió de cacería hasta que finalmente lo encontró, luchó contra él sin más armas que sus manos, y lo venció. Desde entonces se vistió con su piel.
Cuando volvía a Tebas después de su hazaña, se encontró con enemigos de la ciudad: luchando solo contra todo el ejército, los derrotó. El rey de Tebas, agradecido, le dio en matrimonio a su hija mayor, Mégara, y a la menor la casó con Ificles, el hermano del héroe.
Mégara y Heracles formaron un matrimonio feliz y tuvieron varios hijos. Y aquí podría haber terminado la leyenda si no fuera por la intervención de la terrible diosa Hera, que insistía en su venganza.
Con espantosa crueldad, Hera le envió a Heracles su peor aliada: la Locura. Perdida la razón, sin saber lo que hacía, el héroe mató a sus propios hijos y estaba a punto de disparar una flecha contra su padre Anfitrión cuando la diosa Atenea, compadecida, lo golpeó con una piedra en el pecho y lo hizo caer dormido. Al despertar, Heracles, libre ya de su ataque de locura, se encontró con una realidad peor que la más terrible de las pesadillas. Sus hijitos yacían muertos a sus pies, asesinados por sus propias flechas.
Cuando comprendió lo que había sucedido, Heracles quiso matarse. La vida ya no tenía sentido para él. Pero su familia y sus amigos lo persuadieron de que no era su culpa: una vez más había sido víctima de Hera. Entonces Heracles no quiso seguir casado con Mégara: ahora temía por la vida de todos los que amaba. Partió solo y desarmado hacia el oráculo de Delfos para que la pitonisa, esa sacerdotisa que hacía de intermediaria entre los dioses y los hombres, le dijera si todavía existía en su vida la posibilidad de futuro.
—Solo hay una forma de pagar tu crimen y aplacar a Hera al mismo tiempo —murmuró la pitonisa, envuelta en los vapores que provenían del fondo de la Tierra. Sus ojos miraban sin expresión, sus labios temblaban, de su boca partía ese sonido extraño que era la voz de los dioses—. Debes ponerte al servicio de tu peor enemigo, tu primo Euristeo, el hombre que recibió el trono de Argos en tu lugar. Cumplirás con los diez trabajos que te ordene. Y si sobrevives, aunque la cruel esposa de Zeus no lo quiera, serás inmortal.
Así comenzaron los diez trabajos de Heracles… ¿o fueron doce?
El León de Nemea
Euristeo era tonto y cobarde. Sabía que su primo Heracles era el verdadero heredero al trono de Argos y por eso lo odiaba y le temía. Pero se sentía protegido por Hera, que seguía tramando formas de que Heracles perdiera la vida, ya que no podía matarlo directamente sin enfurecer a Zeus.
Aconsejado por Hera, Euristeo le encargó a Heracles su primer trabajo: matar y desollar al León de Nemea.
Esta vez no se trataba de un simple animal feroz, como había sido el de Citerión, sino de un monstruo en forma de león. Su padre era el horror mismo: Tifón. Su madre era la temible Equidna, una criatura con cuerpo de mujer y cola de serpiente.
El León asolaba la región de Nemea, devorando ganado y hombres. Parecía, además, sentir un gusto especial por los niños pequeños.
Heracles, recordando su lucha contra el otro león, pensó que solo se trataba de encontrarlo y después sería presa fácil. En cuanto lo tuvo a la vista, comenzó a disparar flechas que, gracias a su enorme fuerza, volaban a una velocidad que jamás se había conocido. Pero las flechas no se clavaban en la carne del león, rebotaban en su piel invulnerable. Recién entonces comprendió Heracles que no se trataba de un animal como cualquier otro.
El monstruo se refugiaba en una caverna con dos accesos. Heracles comenzó por tapar una de las entradas con una roca. Después cortó el tronco de un olivo silvestre y se fabricó con él una enorme maza. Ni sus flechas ni su espada ni su lanza podían contra el león, pero al menos logró hacerlo retroceder a golpes, hasta que el animal entró en su cueva, mientras el héroe lo seguía valerosamente en la oscuridad.
Ahora el León estaba en su propio terreno, al acecho en un rincón de la caverna. Sus dientes brillaban, listos para morder y desgarrar. En un instante Heracles tuvo que tomar una decisión: no podría estrangularlo, el monstruo era demasia do grande para abarcar su cuello con las manos. Envolverlo en un abrazo mortal era demasiado peligroso, porque no podría escapar de sus mordiscos. A pesar de su fuerza excepcional, Heracles todavía era un ser humano como cualquier otro.
De un salto, abriendo sus fauces, el León se arrojó con todo su peso sobre el héroe, que no retrocedió ni trató de escapar. Al contrario, lo recibió con el brazo derecho hacia adelante y el puño cerrado. En lugar de tratar de evitarlo, le introdujo el brazo en la boca con todas sus fuerzas, y su puño le traspasó la garganta. Esta vez el León de Nemea había tragado un bocado demasiado grande. Asfixiado, en pocos minutos dejó de respirar.
Heracles se había preguntado por qué se le había especificado que su trabajo consistía en matar al León de Nemea y desollarlo. Una vez muerto, ¿desollarlo no era fácil? Y sin embargo ahora se enfrentaba a un problema aparentemente insoluble: ¿cómo arrancarle la piel a un animal cuya piel era impenetrable? Pronto comprobó que tampoco el fuego la quemaba. Por suerte, Heracles tenía tanta inteligencia como fuerza y se dio cuenta de que solo el León de Nemea podía contra el León de Nemea. Usando como cuchillo una de sus propias garras, consiguió cortar su piel y arrancársela.
Desde entonces se vistió con ella y la usó para siempre como armadura.
Llevando el cuerpo del enorme león desollado, Heracles llegó a Argos. Pero su primo Euristeo no quiso verlo. Aterrado, corrió a esconderse en su palacio y prohibió que Heracles entrara a la ciudad: desde entonces se comunicaría con él a través de mensajeros.
Por consejo de Hera, ya tenía preparado el siguiente trabajo para su querido primo: matar a la Hidra de Lerna… o ser muerto por ella.
La Hidra de Lerna
La Hidra de Lerna… Heracles no le tenía miedo a nada y, sin embargo, el solo nombre de este monstruo hacía estremecer a cualquier mortal. La Hidra era una serpiente acuática de siete cabezas que causaba horror y destrucción. Tan venenosa que ni siquiera necesitaba morder para matar. Su aliento pestífero emponzoñaba a cualquiera que se le acercase, incluso mientras dormía. Era hija de Equidna y Tifón, como el León de Nemea, y la mismísima Hera la había criado desde pequeña, para hacerla luchar contra Heracles. Y ahora que Heracles había matado a su hermano, la Hidra tenía razones personales para odiarlo y tratar de destruirlo.
Heracles se acercó al pantano de Lerna, usando una tela espesa que le tapaba la boca y la nariz, para filtrar los vapores venenosos de la Hidra. Atacó primero con sus flechas incendiarias, pero solo logró irritar al monstruo, que se irguió por encima de las aguas, listo para matar. Heracles, entonces, sacó una hoz, creyendo que podría segar las cabezas de serpiente como si fueran espigas de trigo. Pero no conocía todavía la característica más terrorífica del monstruo: cada vez que cortaba una cabeza, crecían otras dos. ¡La Hidra parecía inmortal! ¡Y cada vez más peligrosa!
Esta vez Heracles comprendió que no podría solo contra el monstruo y le pidió ayuda a su sobrino Yolao, el hijo de su hermano mellizo. Mientra Heracles cortaba las cabezas de serpiente, Yolao, con una antorcha, quemaba valientemente los cuellos mutilados para impedir que volvieran a nacer.
La cabeza del medio era inmortal. Heracles la separó del cuerpo, Yolao cauterizó el cuello, pero la maldita cabeza, aunque no se podía reproducir, seguía viva.
Entonces el héroe la aplastó con su maza, la enterró a gran profundidad y puso encima una roca del tamaño de una pequeña montaña.
Heracles había vencido para siempre a la Hidra de Lerna. Antes de partir mojó las puntas de sus flechas en la sangre venenosa del monstruo, haciéndolas invencibles, y se dirigió a Argos para informar a su primo Euristeo.
Pero el mensajero de Euristeo, que se apresuró a esconderse, como de costumbre, fue terminante: el rey no aceptaba este trabajo como uno de los diez que le habían sido impuestos.
Heracles debía realizar cada tarea por sí mismo. En este caso había contado con la ayuda de Yolao y, por lo tanto, este trabajo no contaba.
El Jabalí de Erimanto
El mensajero de Euristeo le comunicó a Heracles su nueva tarea: debía atrapar vivo al Jabalí de Erimanto. El héroe estaba furioso porque su primo se negaba a considerar como uno de sus diez trabajos el vencer a la Hidra de Lerna.
Pero atrapar al Jabalí le resultaría tan sencillo que en cierto modo era una compensación.
El Jabalí era un animal de tamaño gigantesco. Devastaba las cosechas de Erimanto y, como era tan grande, los campesinos no se atrevían a enfrentarlo. Destruía las redes y mataba a los perros con los que intentaban cazarlo. Pero no era un monstruo ni tenía poderes sobrenaturales.
Sintiéndose tranquilo y seguro, Heracles emprendió el camino hacia Erimanto. Al atravesar el Bosque de los Centauros, aceptó la invitación a cenar del buen Folo, mitad hombre y mitad caballo, pero todo él gran amigo de Heracles.
Los centauros eran seres violentos y salvajes, pero Folo era diferente. Recibió a Heracles con deliciosa carne asada, a pesar de que él comía solamente carne cruda. Y le ofreció agua fresca de manantial para beber.
—¿Y el vino? —preguntó Heracles.
—Aquí está, pero no puedo servírtelo: es el vino de los centauros y sé que a mis compañeros no les gustaría que te convidara.
—No se irritarán porque me sirvas una copa de vino. Y además, yo te protejo —insistió Heracles.
Ojalá no lo hubiera hecho. Al destapar la vasija, el delicioso aroma del vino salió de la casa de Folo y se extendió por el bosque. Poco después, un ejército de centauros enfurecidos rodeaba la caverna, armados con rocas, árboles enteros y antorchas encendidas.
Heracles comenzó a disparar sus flechas envenenadas con tremenda puntería. Los centauros caían muertos alrededor de la cueva y finalmente los que quedaban vivos decidieron escapar.
Muy asombrado, Folo se acercó a uno de los centauros muertos y arrancó una flecha que estaba clavada apenas en la superficie de la piel.
—¿Cómo puede ser que algo tan pequeño mate a un enorme centauro? —preguntó.
Heracles corrió hacia él con la intención de quitarle el peligroso proyectil de las manos, pero ya era tarde. Sin querer, Folo dejó caer la flecha, que le hizo un rasguño en una pata. Era todo lo que necesitaba para actuar el terrible veneno de la Hidra de Lerna. Folo cayó muerto a los pies de Heracles, que nada pudo hacer para ayudarlo.
Heracles parecía condenado por el destino a ver morir a sus amigos y a los seres que amaba.
Con el corazón entristecido, el héroe siguió su camino hacia Erimanto. Allí persiguió al Jabalí hasta que consiguió acorralarlo en un monte cubierto de espesa nieve, donde se hundían las patas del animal, que corrió y corrió hasta que el agotamiento lo obligó a detenerse. De un salto, Heracles se montó sobre su lomo y con una pesada cadena consiguió atarlo.
Con el Jabalí de Erimanto vivo, retorciéndose furioso sobre sus hombros, Heracles llegó a Micenas. Esta vez a Euristeo no le alcanzó con refugiarse en su palacio: se había mandado a construir una enorme vasija de bronce semienterrada en el jardín, y allí se metió para ocultarse de su primo y del tremendo Jabalí vivo que le había traído de regalo.
La Cierva de Cerinia
En cuanto al cuarto trabajo, la orden era precisa: Heracles debía llevar a la Cierva de Cerinia a Micenas viva y sana. Euristeo no tenía nada que temer de una cierva y, además, no podía dar orden de matarla, porque era un animal sagrado, protegido por Artemisa, la diosa de la caza[11].
Artemisa había encontrado en un monte cinco ciervas extraordinarias: eran tan grandes como un toro, tenían los cuernos de oro y las pezuñas de bronce. ¡Esos eran animales apropiados para tirar del carro de una diosa! Las persiguió, pero solo consiguió atrapar a cuatro. La quinta era tan veloz que logró escapar de la misma diosa. Desde entonces, la Cierva vivía libre y feliz en los bosques; Artemisa había prohibido que nadie le hiciera daño.
Atrapar viva a la Cierva de Cerinia parecía una tarea imposible: la mismísima diosa de la caza había fracasado en el intento. Pero nada era imposible para Heracles (excepto librarse del odio de Hera). El héroe no solo era fuerte y veloz, también era inteligente, perseverante y tenía toda la paciencia del mundo. Día tras día, con sus pies de carne y sangre, persiguió a la Cierva de pezuñas de bronce. Un año entero duró la loca persecución. Los días de Heracles eran todos iguales: levantarse a la mañana, buscar rastros de la Cierva, correr desesperadamente por el bosque, y llegar a entrever la figura del animal entre los árboles sin poder alcanzarlo. Después de un año de persecución constante, la Cierva y el hombre estaban flacos y agotados por igual. Se detenían lo mínimo imprescindible como para descansar y comer.
De pronto, una mañana fresca de primavera, Heracles vio lo que había comenzado a creer que no vería jamás. Allí, delante de sus ojos, a tiro de flecha, la Cierva se había detenido delante de un arroyo demasiado crecido para pasarlo de un salto. Pero su trabajo no consistía solo en llevar a la Cierva viva, tampoco podía herirla sin enfurecer a Artemisa.
Parado contra el viento, para que la Cierva no lo olfateara, Heracles tensó su arco, preparó una flecha y disparó con tan precisa puntería que atravesó una de las patas traseras del animal justo entre el hueso y el tendón, sin derramar una gota de sangre. La Cierva echó a correr, pero ahora rengueaba y el héroe logró alcanzarla.
La atrapó, la ató, se la puso sobre los hombros y emprendió el camino a Micenas. Sin embargo, la diosa Artemisa se interpuso en su camino.
—¿Cómo te atreves? —le dijo, enfurecida.
También Artemisa era hija de Zeus y de una titánida, la bella Leto. También ella y su hermano Apolo[12] habían sufrido los celos de Hera, que había tratado de impedir su nacimiento. Por eso, cuando su medio hermano Heracles le contó sus penurias y las tareas que debía cumplir para Euristeo, la diosa entendió y se compadeció.
Así logró Heracles completar su cuarto trabajo y encaminarse a Augías, donde lo aguardaba el quinto.
Los establos de Augías
Nadie en toda Grecia tenía tanto ganado como el rey Augías, el hijo de Helios, el dios Sol. Y dos buenas razones lo explicaban. Por decisión de los dioses, los rebaños de Augías no sufrían enfermedades. Pero además su padre Helios le había regalado doce toros feroces que defendían de las fieras al resto del ganado.
Augías no mandaba a limpiar sus establos. Al principio, por puro descuido y abandono. Pero después de unos años, porque se fue convirtiendo en una tarea simplemente imposible. Treinta años después, la bosta de tres mil animales se había acumulado de tal manera que era casi imposible acercarse a los establos a causa del hedor que despedían. Desde el mar, los barcos se enteraban por el olor de que estaban cerca del reino de Augías. Mientras tanto, las tierras de los campesinos se volvían estériles, porque Augías les negaba el estiércol que hubiera servido para abonarlas.
Cuando Heracles llegó a la tierra de Augías, estuvo a punto de utilizar la tela que le había servido para filtrar el venenoso aliento de la Hidra. Apestaba de una manera insoportable. Sus habitantes, sin embargo, parecían estar acostumbrados.
Augías lo recibió en su palacio. Las hazañas del héroe ya eran famosas en toda Grecia. En el banquete, bebiendo un delicioso vino, Heracles se jactó de su fuerza: los famosos establos no eran un problema para él. Estaba seguro de poder limpiarlos en un solo día. Augías sabía que eso era imposible.
—Si logras esa hazaña —le dijo—, te entregaré la décima parte de mis rebaños.
Augías estaba convencido de que el vino había nublado la cabeza de Heracles, pero el héroe sabía muy bien lo que decía. Ya había visitado los establos y había comprobado que dos ríos bastante caudalosos pasaban muy cerca de allí.
Al día siguiente Heracles, usando su enorme fuerza, cavó dos canales para desviar el curso de los ríos y hacerlos pasar por los establos. Después derribó una parte del muro para que entrara el agua y otra para que hiciera de desagüe. Los dos ríos se precipitaron en los establos, sus aguas confluyeron y chocaron, y se arremolinaron entre las paredes. Y en un solo día el trabajo de limpieza estuvo terminado.
Augías estaba muy enojado, porque jamás se había imaginado que iba a poder completar la tarea en tan poco tiempo. Y se negó a pagarle, argumentando que ese trabajo lo tenía que hacer de todos modos porque se lo había encargado Euristeo. Por su parte, Euristeo, que se había imaginado a Heracles avergonzado y humillado, con una pala en las manos, cubierto de estiércol y jadeando de fatiga, no quiso contar este trabajo entre los diez que debía realizar, con la excusa de que Heracles le había pedido un salario a Augías y entonces no lo había hecho solo para él.
Heracles había cumplido ya con seis de los diez trabajos… y sin embargo todavía le faltaban otros seis.
El Toro de Creta
Al mensajero de Euristeo le temblaba la voz cuando exigió a Heracles que llevara vivo a Micenas al Toro de Creta. El monstruo era justamente famoso en toda Grecia y solo un héroe como Heracles se le podía enfrentar.
Cierta vez, Minos, el rey de Creta, había prometido sacrificar a Poseidón lo primero que apareciese en la superficie de las aguas. Nunca imaginó que iba a aparecer nadando hacia la costa un toro enorme, hermosísimo, perfecto, enviado por el dios. Cuando Minos lo vio, se arrepintió de su promesa: si lo cruzaba con sus vacas, podría mejorar muchísimo la calidad de sus rebaños. Decidió quedárselo y sacrificar en su lugar al mejor de sus toros.
Pero Poseidón no se dejó engañar. Furioso al ver la trampa que había tramado Minos, se vengó de una manera terrible. Por una parte, hizo que la esposa de Minos enloqueciera y se enamorara del toro: ese fue el origen del monstruoso Minotauro, un hombre con cabeza de toro. Por otra parte, enfureció al animal, hasta convertirlo en una violenta máquina de matar que echaba fuego por las narices.
Minos no quiso ayudar a Heracles a dominar al Toro, pero el héroe no retrocedió. Fue a buscar al animal, lo enfrentó y consiguió treparse de un salto a su lomo. Durante horas el Toro corcoveó y luchó tratando de librarse de su jinete, pero al fin Heracles consiguió domarlo. Le puso un anillo de hierro en las narices y, montado en el Toro de Poseidón, cruzó el mar hasta llegar a Grecia.
Euristeo recibió a la bestia, pero, por supuesto, no fue capaz de controlarla. El Toro divino se escapó de Micenas y siguió devastando los campos de Grecia: solo otro héroe comparable a Heracles podría volver a dominarlo.
El siguiente trabajo no fue menor: se trataba de atrapar a las terribles yeguas de Diomedes.
Eran cuatro, eran hermosas, eran antropófagas. Se habían acostumbrado desde pequeñas a comer carne humana. Diomedes, el rey de Tracia, las alimentaba con los extranjeros que llegaban a sus tierras, a los que empezaba por alojar con mucha cortesía en su palacio.
Esta vez no se trataba solo de animales odiados y temidos: había un ejército de hombres que protegían a las yeguas. Diomedes las amaba, las llamaba por sus nombres y disfrutaba de verlas devorar a sus huéspedes. No dejaría que se las quitaran fácilmente. Por eso Euristeo le permitió a Heracles que llevara un grupo de guerreros para ayudarlo.
Una noche sin luna, Heracles y sus hombres, acercándose a los establos casi sin hacer ruido, lograron reducir a los cuidadores de las yeguas, que estaban encadenadas a un pesebre de bronce. Abriendo los candados, se llevaron a los animales.
En cuanto Diomedes lo supo, envió a su ejército con la orden de encontrar a los griegos y traer de vuelta a sus amadas yeguas. La batalla fue tremenda, pero nadie podía contra la fuerza del héroe y el coraje de sus guerreros. Mientras luchaban, un amigo de Heracles, el hombre en el que más confiaba, quedó al cuidado de los monstruosos animales.
Diomedes cayó herido y su ejército se rindió. Entonces Heracles fue a buscar a las yeguas. Al abrir las puertas del establo, descubrió con horror que habían devorado a su amigo. Enfurecido, arrojó a Diomedes a sus propios monstruos. Las yeguas devoraron la carne de Diomedes y por primera vez parecieron extrañamente saciadas. Desde que se comieron a su propio dueño, su hambre de carne humana desapareció, se amansaron. Como yeguas comunes y dóciles se dejaron conducir hasta Micenas.
Allí Euristeo le dio a Heracles orden de soltarlas. Las yeguas escaparon y se ocultaron en el bosque del monte Olimpo, donde fueron devoradas por las fieras.
El siguiente trabajo no consistió en enfrentarse con monstruos. O tal vez sí. Ahora Heracles tendría que vérselas con las mujeres más peligrosas de la historia: las temibles amazonas.
El cinturón de Hipólita
Esta vez la idea fue de la hija de Euristeo. ¿Por qué no unir lo útil con lo agradable?
—Padre, en lugar de pedirle a Heracles que traiga a Micenas otra de esas bestias horribles y peligrosas, pídele que consiga para mí el cinturón de oro de la reina de las amazonas.
Las amazonas eran mujeres guerreras y cazadoras que vivían aisladas en una región selvática. Adoraban a Artemisa, su protectora, la diosa de la caza, y eran descendientes de Ares, el dios de la guerra[13]. Entre ellas no se admitían hombres. Desde jovencitas, se les amputaba el seno derecho para que no las incomodara a la hora de tirar con arco y llevar el carcaj con las flechas. Hipólita, su reina, usaba un grueso cinturón de oro puro, un regalo de Ares que simbolizaba su poder sobre las demás amazonas.
Sabiendo que, una vez más, Heracles tendría que enfrentar a un peligroso ejército, Euristeo le permitió llevar voluntarios. Varios héroes y otros guerreros lo acompañaron. En viaje por mar llegaron al país de las amazonas, dispuestos a todo. Y allí se encontraron con una gran sorpresa.
La fama de Heracles era grande. Muchos pueblos le estaban agradecidos por haberlos librado de los monstruos que los acosaban. La reina Hipólita los esperaba con interés y curiosidad. En lugar de la resistencia que esperaban, los héroes griegos fueron recibidos por las amazonas con fiestas y banquetes.
Heracles era fuerte, valiente, inteligente. Hipólita era una mujer como él jamás había visto, capaz de guerrear como un hombre y seducir con su belleza femenina al mismo tiempo. Fue casi natural que surgiera entre ellos el amor. Y cuando llegó el momento en que los griegos debían volver a su patria, Hipólita se quitó por propia voluntad el cinturón de oro y se lo entregó a Heracles con un beso de despedida.
Esto era demasiado para la diosa Hera, que había contado con las amazonas para librarse finalmente de su odiado Heracles. Disfrazada de amazona, se dedicó a hacer correr la voz de que el héroe pretendía secuestrar a la reina. Y cuando los griegos estaban a punto de abordar su nave y las amazonas se reunían inquietas en la orilla, Hera tensó su arco, disparó y mató a uno de los hombres.
Los griegos respondieron lanzando flechas contra las amazonas. Inmediatamente se generalizó la lucha. Heracles estaba furioso. Esa malvada Hipólita lo había engañado con la miel de sus ojos para distraerlo y atacar a sus hombres cuando menos se lo esperaban. Tenía que matarla para detener la lucha. Y eso fue lo que hizo. Cuando una de las flechas emponzoñadas de Heracles mató a la hermosa Hipólita, las amazonas se desbandaron.
Así volvió Heracles a Micenas con el cinturón de oro y el corazón destrozado por la carcajada con la que se dio a conocer Hera. Hipólita era inocente y otra vez el héroe había sido engañado, otra vez se había cumplido su fatal destino: dañar a los que más amaba.
Los bueyes de Gerión
Ver a su hija feliz luciendo el cinturón de Hipólita le dio a Euristeo una gran idea. A pesar de que disponía de todas las riquezas de Micenas, siempre había codiciado el ganado del gigante Gerión. Era una enorme cantidad de bueyes y vacas rojas de los que mucho se hablaba y que pocos habían visto, porque Gerión vivía en los confines del mundo, más allá del Mediterráneo, a orillas del océano Atlántico. Se decía que Gerión no era un gigante común: su cuerpo se triplicaba desde las caderas hacia arriba y sus fuertes piernas soportaban tres cuerpos, seis brazos y tres cabezas.
Para que a Heracles no le fuera tan fácil obtener el ganado como sucedió con el cinturón de Hipólita, impuso una condición: debía traerle los bueyes de Gerión, pero sin pedirlos ni comprarlos. Sencillamente, lo estaba mandando a robar.
Heracles se puso en camino. Esta vez iba solo. El viaje parecía eterno. Mientras cruzaba el desierto africano, el calor del sol lo agobió de tal manera que se puso furioso contra Helios, el dios Sol, y disparó contra él sus flechas envenenadas. Helios miró con interés y curiosidad al mortal que se atrevía a tanto.
—Si dejas de amenazarme con tus flechas —le propuso—, te prestaré mi copa para que cruces el Océano.
Heracles no dudó. Helios le estaba ofreciendo nada menos que la gigantesca copa dorada en la que el sol hace su camino todas las noches por debajo de la tierra y el mar para poder volver a salir por el Este después de haberse escondido por el Oeste al terminar el día.
Embarcado en la Copa del Sol, amenazando al dios Océano con sus flechas para asegurarse una tranquila travesía, Heracles llegó mucho antes de lo que pensaba a los dominios de Gerión.
Apenas puso pie en tierra, se abalanzó sobre él, ladrando furiosamente con sus dos cabezas, el monstruoso perro Ortro, uno más de los terribles hijos de Equidna y Tifón. Heracles lo enfrentó y consiguió derribarlo a golpes con su famosa maza, hecha de un olivo entero. También a mazazos venció al gigantesco pastor que cuidaba el ganado.
Heracles reunió los bueyes y las vacas, y comenzaba a arrearlos hacia el mar cuando llegó hasta allí el mismísimo Gerión, que se lanzó sobre él para matarlo, disparando flechas con uno de sus cuerpos y manejando lanzas y garrotes con los otros dos. Usando su fuerza inverosímil, Heracles disparó el arco y con una sola de sus flechas venenosas atravesó al mismo tiempo los tres corazones del monstruo.
Parecía que ya había conseguido lo que necesitaba y sin embargo recién comenzaba uno de los más difíciles trabajos de Heracles, y el único que no consiguió cumplir por completo: llevar hasta Micenas a los bueyes de Gerión.
De alguna manera, Heracles logró embarcar todo el ganado en la Copa del Sol y puso proa a la orilla opuesta. Allí desembarcó con los bueyes y siguió su camino por tierra, bordeando las orillas del Mediterráneo.
Lo que quizás no había tenido en cuenta el héroe era que su valioso rebaño iba a atraer a los bandidos más famosos del mundo.
En las costas de Italia lo atacó un pueblo salvaje de la región. Eran tantos que Heracles pronto agotó las flechas del carcaj. En su desesperación, elevó una plegaria a su padre Zeus, que para ayudarlo le envió una lluvia de piedras. A pedradas consiguió el héroe alejar a sus atacantes. Arrancó las flechas de los cuerpos muertos o heridos y siguió adelante.
Dos bandidos bien conocidos en toda la región, sus propios primos, hijos de su tío Poseidón, trataron de robar el ganado y murieron también bajo las flechas de Heracles.
Pero después le tocó el turno a Caco, un ladrón tan famoso que les dio su nombre a todos los ladrones. Caco consiguió robar una noche buena parte de los animales y se los llevó tirándolos de la cola, para hacerlos caminar hacia atrás.
De este modo las reses iban dejando las huellas al revés, pisando sobre las huellas que habían hecho al llegar. Cuando Heracles se despertó, no entendía lo que había pasado. Furioso, pero sin poder hacer nada, se puso en marcha con lo que quedaba del rebaño. De pronto, al pasar cerca de una montaña, las vacas mugieron y desde una cueva respondió un mugido exactamente igual. ¡Allí estaba escondido el botín de Caco! El ladrón había tapiado la puerta de la cueva con una roca tan enorme que Heracles tuvo que romper la cima de la montaña para poder entrar y recuperar a los animales robados.
Heracles ya llegaba a Micenas, estaba a punto de completar su décimo trabajo y Hera no estaba dispuesta a soportarlo. Envió, entonces, una bandada de tábanos que atacaron salvajemente a las reses y las enfurecieron. Tratando de escapar de los tábanos, bueyes y vacas se echaron a correr, y se dispersaron por valles y montañas. Heracles hubiera deseado correr hacia todas partes al mismo tiempo, pero era imposible. A pesar de todo, con enorme esfuerzo, logró reunir una parte del ganado y se presentó ante Euristeo, que dio su tarea por cumplida y sacrificó los animales en honor de Hera.
Las manzanas de oro de las Hespérides
Cuando Hera se casó con Zeus todo era alegría. Nadie sabía aún que su matrimonio sería tan desdichado. Su madre Gea, la Tierra, le regaló tres manzanas de oro. Tanto le gustaron a Hera que decidió plantar las semillas en el jardín secreto de los dioses. Ordenó a las Ninfas del Atardecer que cuidaran su jardín y no permitieran entrar a nadie. A estas ninfas se las llamaba las Hespérides; eran hijas del titán Atlas, el gigante que sostenía la bóveda celeste, impidiendo que el cielo cayera sobre la tierra. Pero como las mismas Hespérides de vez en cuando se robaban alguna manzana, para estar más segura de que nadie las tocaría, Hera instaló en el jardín al terrible Ladón, un dragón de cien cabezas.
Y este fue uno de los últimos trabajos que Euristeo le impuso a Heracles: que le llevara tres manzanas de oro del Jardín de las Hespérides.
La primera y gravísima dificultad era que nadie sabía dónde quedaba el famoso jardín. Los rumores hablaban del Norte, y hacia allí partió Heracles. Al cruzar un río, unas ninfas, compadecidas y admiradas de su apostura, le dijeron que el viejo dios marino Nereo podía saber el camino. Con ayuda de las ninfas, Heracles sorprendió a Nereo durmiendo y lo atrapó.
—¡No te soltaré hasta que me señales el camino! —lo amenazó.
—Tal vez no sueltes a Nereo, pero ¿por qué vas a retener a un pobre animal?
Es que el viejo dios podía tomar cualquier forma que quisiera. Heracles tuvo que utilizar toda su inteligencia, su fuerza y su paciencia para dominar al toro y la serpiente en los que se convirtió Nereo. Fue más difícil todavía cuando se transformó en agua, y enseguida tuvo que soportar el dolor quemante de una enorme llama que seguía siendo Nereo. Pero sin hacer caso de sus ojos, guiándose por el tacto de lo que aferraba entre sus fuertes brazos, nunca lo soltó y así consiguió que el viejo dios le revelara el lugar donde estaba el jardín.
Por el camino, Heracles tuvo que escalar las montañas del Cáucaso y allí encontró encadenado al titán Prometeo. Todos los días un águila le devoraba el hígado, que por las noches volvía a crecer, para que fuera eterno su castigo por haber robado el fuego. Heracles no pudo soportar ver a Prometeo sufriendo esa horrible tortura y con sus flechas envenenadas mató al águila y soltó al titán.
Infinitamente agradecido, Prometeo no solo le señaló el camino, sino que le contó otro secreto fundamental para su misión: en todo el Universo, el único que podía conseguir que las Hespérides le entregaran las tres manzanas de oro era el gigante Atlas, su padre.
Atlas no podía moverse del lugar en que estaba, siempre allí parado sosteniendo el Cielo sobre sus hombros. Siguiendo el consejo de Prometeo, Heracles le propuso reemplazarlo por unas horas mientras Atlas iba a buscarle las manzanas. ¡Nada mejor podía desear el gigante! Pero antes le pidió a Heracles que matara a Ladón, el dragón de cien cabezas. De un solo flechazo, Heracles atravesó el corazón del monstruo y las cien malignas cabezas cayeron muertas al mismo tiempo. Entonces, con inmenso alivio, Atlas colocó delicadamente el Cielo sobre los hombros de Heracles y partió.
No tardó mucho Atlas en volver con las tres manzanas de oro. Pero, pensándolo bien, ahora que estaba disfrutando de la maravillosa libertad, ¿por qué volver a su condena?
—Heracles, haces mi trabajo tan bien como yo. Puedo estar tranquilo de que el Cielo no se caerá. No hace falta que vayas a Micenas. Yo mismo puedo entregarle sus manzanas a Euristeo.
—¡Qué suerte tengo! —contestó Heracles—. Precisamente estaba a punto de rogarte que me dejaras ocupar para siempre tu lugar. Estoy muy orgulloso de poder demostrar mi fuerza y de tener a mi cargo una tarea de tanta responsabilidad. Sí, me quedaré para siempre. Lo único que necesito es una almohadilla para que el Cielo no me lastime la piel de los hombros. ¿No querrías sostenerlo un momentito mientras me la acomodo?
Por supuesto, en cuando el tonto de Atlas se puso los Cielos otra vez sobre sus hombros, Heracles tomó las tres manzanas de oro y corrió sin parar hasta Micenas.
Euristeo no sabía qué hacer con esos objetos tan maravillosos y decidió consagrarlos a Hera. La diosa, con un gran suspiro porque no había logrado vencer a Heracles (y ella misma comenzaba a admirar al héroe), las devolvió al Jardín de las Hespérides, donde debían estar por ley divina.
El Can Cerbero, el perro de los muertos
Robar los bueyes de Gerión y llevarlos a Micenas había sido el más largo y lento de los trabajos de Heracles, pero le faltaba todavía el más peligroso.
Solo a Hera se le podría haber ocurrido algo así y al propio Euristeo se le erizaron los cabellos cuando pronunció su pedido: Heracles debía traer a su presencia al Can Cerbero.
Cerbero era el perro del dios Hades. Su misión era cuidar la entrada del mundo de los muertos. Estaba allí para impedir que entraran los vivos al Mundo Subterráneo y para que no pudieran escapar las sombras de los muertos. Como muchos otros monstruos, era hijo de Equidna y Tifón y, por lo tanto, hermano de Ortro, el perro que cuidaba los rebaños de Gerión. Además de su tamaño descomunal, tenía tres horribles cabezas y su cola era una serpiente.
Los seres vivos tenían prohibido descender al Tártaro, el espantoso reino subterráneo del dios Hades. Heracles jamás lo habría logrado si no hubiera contado con la ayuda de los dioses.
Atenea y Hermes, por orden de Zeus, lo acompañaron y lo ayudaron a cruzar el umbral que muy pocos mortales lograron atravesar estando vivos. Fue Hermes el que persuadió a Caronte, el barquero de los infiernos, de que cruzara el Aqueronte con un mortal en su nave. ¡Y cómo se inclinaba la barca de Caronte, acostumbrada a llevar solo sombras, con el peso de Heracles!
En el reino de Hades, las sombras de los muertos huían de la presencia del héroe. Solo dos se atrevieron a enfrentarlo: Medusa y Meleagro. Cuando vio a la terrible Medusa, con su cabellera de serpientes y sus ojos capaz de convertir en piedra a quien mirara, Heracles dio vuelta la cara y desenvainó su espada, pero Hermes le recordó que solo era una sombra.
Heracles no conocía a Meleagro y al principio lo confundió con un enemigo. Pero la sombra del guerrero le contó la triste historia de su muerte y le rogó que protegiese a su hermana viva, Deyanira, en forma tan conmovedora que Heracles le prometió casarse con ella. Meleagro jamás habría aceptado si hubiera conocido el triste destino de todos aquellos a los que amaba el héroe.
Al seguir avanzando, Heracles vio de pronto un cuerpo vivo, sufriente, que se destacaba entre las sombras que lo rodeaban. Era el héroe Teseo, a quien Hades tenía encadenado en sus dominios por haber intentado raptar a su esposa Perséfone. Heracles sabía que Teseo hacía falta en el mundo de los hombres.
Consiguió que Perséfone lo perdonara y con su permiso lo liberó de sus cadenas.
—Sangre… sangre… sangre… —rogaban débilmente los muertos a su paso, porque solo bebiendo el rojo vino que inunda el cuerpo de los vivos podían los muertos reanimar sus sombras.
Compadecido, Heracles degolló algunos animales del ganado de Hades y les permitió beber para recuperar en parte sus fuerzas.
Y por fin llegó hasta el temible Hades, el rey de los muertos, cuyo nombre es preferible no pronunciar en voz alta. Con todo respeto, le rogó al rey dios que le permitiera llevarse al Can Cerbero.
—Puedes llevártelo —dijo Hades—. Siempre que logres dominarlo sin hacerle daño. Dejarás aquí todas tus armas y solo puedes enfrentarte a mi perro envuelto en tu piel de león y con tus manos desnudas.
No se trataba solamente de fuerza: en la lucha contra el perro del Infierno, Heracles tuvo que soportar las mordeduras de la cola-serpiente sin soltar al animal, al que había conseguido atrapar por la base del cuello, de donde salían las tres cabezas. Sin aire, semiasfixiado por las poderosas manos de Heracles, el Can Cerbero se dejó colocar un collar y una correa. Una vez dominado, el héroe lo trató con un afecto al que el perro no estaba acostumbrado, y al que respondió con alegría. Acariciándole las cabezas, Heracles llevó al monstruo, ahora dócil, hasta Micenas. Euristeo, por supuesto, corrió una vez más a esconderse en su ridícula tinaja de bronce.
Heracles había completado, por fin, los diez trabajos a los que lo condenara el oráculo, que habían terminado por convertirse en doce.
Heracles y Deyanira
Dispuesto a cumplir con la promesa que le había hecho a Meleagro en el Hades, Heracles fue a pedir a su padre la mano de Deyanira. La princesa había sido prometida al dios río Aqueloo, pero no estaba en absoluto de acuerdo con la elección de su padre. Aqueloo tenía la capacidad de transformarse a voluntad en cualquier animal y Deyanira le tenía miedo: no le gustaba la idea de estar casada simultáneamente con un toro, un dragón, una paloma o un jabalí. Cuando conoció a Heracles, no tuvo dudas; ese era un hombre al que podía amar.
Pero Aqueloo no aceptó tranquilamente que le robaran a su novia. Y Heracles se vio obligado a trabarse en lucha contra el dios río, que cambiaba de forma bajo sus manos, como lo había hecho Nereo en la aventura del Jardín de las Hespérides. Aqueloo lo atacó transformado en toro, pero la fuerza de Heracles era enorme. Luchando con sus manos desnudas, arrojó al toro al suelo y le arrancó uno de sus cuernos. El dios río se dio por vencido. Y Heracles se casó con Deyanira.
Poco después de su boda, en un viaje, Heracles y Deyanira tuvieron que cruzar un río. El centauro Neso se ofreció a cruzarlos en su lomo. Cruzó a Heracles sin problemas y lo dejó en la orilla. Pero en lugar de llevar a Deyanira donde estaba su marido, la llevó a otra parte de la orilla, donde intentó violarla. Deyanira gritó desesperada. Heracles disparó sus flechas contra Neso y corrió a rescatarla. Antes de morir, Neso le hizo a Deyanira un extraño regalo.
—Mi sangre tiene un extraño poder —le dijo, con su último aliento—. Si alguna vez Heracles se enamora de otra, te servirá para recuperar su amor.
Sin que Hércules se diera cuenta, Deyanira recogió en un frasquito un poco de la sangre de Neso.
Heracles y Deyanira tuvieron dos hijos y vivieron felices durante varios años. Hasta que Heracles se enamoró de otra mujer. Enloquecida de celos, Deyanira comprendió que había llegado el momento de utilizar el remedio secreto: la sangre del centauro Neso. Mezclándola con agua, empapó una túnica en la poción mágica. Cuando estuvo seca, se la envió a Heracles, que estaba de viaje, como si fuera un regalo.
Sin sospechar nada, Heracles se puso la túnica. Pero la sangre de Neso era un terrible veneno. Cuando se calentó en contacto con la piel del héroe, comenzó a quemarle todo el cuerpo, como si fuera un ácido. Heracles, desesperado, trató de librarse de la túnica, pero se le había pegado al cuerpo de tal manera que solo podía quitársela arrancando trozos de su carne.
Lo que no había conseguido el odio de dioses, hombres y monstruos, lo estaba logrando el amor de Deyanira. Heracles comprendió que había llegado su fin sobre la Tierra. Enloquecido de dolor, levantó con ramas secas una pira funeraria, se acostó sobre ella y le rogó a su mejor amigo que le prendiera fuego. Pronto se elevaron las llamas, consumiendo el cuerpo de Heracles. Y sin embargo…
Y sin embargo lo que las llamas quemaron fue solo la parte mortal de Heracles, la que había heredado de su madre Alcmena. Y sobrevivió la parte divina, que había heredado de su padre Zeus. Transformado por el poder purificador del fuego, Heracles fue recibido por los dioses del Olimpo. Por su valor, por su fuerza, por sus muchos sufrimientos, se le otorgó la inmortalidad.
Desde entonces, Heracles vive para siempre en el Olimpo. Hasta se ha reconciliado con Hera, su eterna enemiga, que como prenda de paz le otorgó la mano de su hija, la bella Hebe, diosa de la juventud.
Jasón, los argonautas yel Vellocino de Oro
El Vellocino de Oro
¿Puede un hombre enamorar a una nube? Hubo un rey griego que lo logró y se casó con ella. La diosa nube fue su mujer durante muchos años, y tuvieron dos hijos.
Pero un día el rey se enamoró de otra mujer. Y sin reparar en el dolor de la diosa, la repudió, y se casó con la princesa Ino, que, además de su belleza, le aportaba la dote de su padre.
Al perder el amor de su marido, la diosa nube estaba obligada a volver al Cielo. Los dos hijos del rey y la Nube quedaron al cuidado de su madrastra, que los odiaba y quería librarse de ellos para que fueran sus propios hijos los que heredaran el trono. La malvada Ino, en secreto, hizo tostar todo el grano que se guardaba en el reino para semilla y volvió a ponerlo en su lugar. Por supuesto, cuando los campesinos sembraron el grano tostado, nada creció y ese año el hambre devastó el reino.
El rey, desesperado, no sabía cómo alimentar a su pueblo. Entonces Ino le aseguró que la mala cosecha era un castigo de los dioses. Había una sola manera de aplacarlos y devolver la prosperidad al reino: sacrificar a los hijos de la Nube maldita, que ni siquiera eran del todo humanos.
Pero la madre de los niños los protegía desde el Cielo. Y para salvarlos les envió un animal extraño y maravilloso: un carnero alado, cuyos vellones de lana eran de oro puro.
Montados en el carnero mágico, los dos niños, Frixo y Hele, cruzaron el mar. Volaban muy alto. La pequeña Hele, mucho menor que su hermano, se mareó y cayó en el mar, que tomó para siempre su nombre: se llamó Helesponto. Estaba a punto de ahogarse cuando la rescató el dios Poseidón, que con el tiempo llegaría a enamorarse de ella y la convertiría en princesa de los mares.
Frixo consiguió llegar a un lejano país llamado la Cólquide, donde fue muy bien recibido por sus habitantes y por su rey. Agradecido, siguiendo los consejos de su madre, Frixo sacrificó el carnero mágico, lo desolló y le regaló su piel con lana de oro al rey, que lo consagró a Ares, el dios de la guerra.
El Vellocino de Oro fue clavado en un roble, en un bosque que pertenecía al dios. Los adivinos habían predicho que mientras fueran dueños del Vellocino, los habitantes de la Cólquide serían prósperos y felices. Para asegurarse de que nadie robara un tesoro tan importante, el rey puso a custodiarlo a un gigantesco dragón que nunca dormía.
Y allí podría haber permanecido por los siglos de los siglos si no fuera porque…
Jasón y los argonautas
En la lejana ciudad de Yolcos, del otro lado del mundo, reinaba injustamente el rey Pelias, que le había robado el trono a su hermano. Para asegurarse de que no tendría problemas con sus descendientes, el rey Pelias intentó matar a su sobrino recién nacido. Pero un centauro, el sabio Quirón, logró esconderlo y se lo llevó con él a lo más profundo del bosque, donde lo crio y lo educó. Con el paso de los años, el pequeño Jasón se convirtió en un joven fuerte, inteligente, valeroso, y estuvo listo para reclamar lo que le correspondía: el trono de su padre, que su tío retenía sin ningún derecho.
Los adivinos le habían predicho al rey Pelias que un extranjero calzado con una sola sandalia conseguiría derrocarlo del trono.
Cuando Jasón se acercaba a la ciudad de Yolcos, al cruzar un río, perdió una sandalia en la correntada. Y así se presentó en la ciudad, como alguien que viene de vivir en el bosque, vestido con una piel de animal, con una lanza como las que solo usan los centauros, y con un solo pie calzado.
Su tío Pelias no lo reconoció, pero supo que ese muchacho era el que le había anunciado el oráculo. Y tuvo miedo. Para disimularlo ante sus súbditos, invitó al joven a su palacio y dio un banquete en su honor. Ante todos los cortesanos reunidos, el rey se preguntó en voz alta:
—¿Qué hazaña sería en nuestros días la más extraordinaria, la más incomparable que puede cumplir un mortal?
—¡La conquista del Vellocino de Oro! —dijo Jasón, sin dudar.
—Ah, si yo tuviera las fuerzas y la edad para llevar a cabo semejante proeza… —suspiró el rey.
Jasón era joven, impetuoso, inexperto. Sintió que los ojos de todas las muchachas se clavaban en él. Vio a los hombres mirarlo con una mezcla de admiración y envidia. Y cayó en la trampa. Había bebido varias copas de vino.
—¡Yo puedo hacerlo! —dijo, un poco mareado—. ¡Yo traeré el Vellocino de Oro para entregarlo a la ciudad de Yolcos!
—Si lo haces —dijo el rey—, el trono de Yolcos será tuyo.
—¡Viva Pelias, viva Jasón! —gritaron todos los presentes.
Al día siguiente, Jasón se despertó muy tarde, cuando el Sol ya estaba alto en mitad del Cielo. Solo entonces se dio cuenta de que había caído en una trampa. Pero no le importó.
Enseguida comenzaron los preparativos del viaje. El rey, encantado con el proyecto, confiando en que Jasón jamás regresaría de su viaje, no tuvo inconvenientes en colaborar de todas las formas posibles. El mejor constructor de barcos de toda Grecia diseñó para Jasón un barco como jamás se había visto en el mundo: el Argos. Se decía que la mismísima diosa Atenea había ayudado a construirlo.
El rey Pelias solo frunció el ceño cuando supo que los héroes más famosos de la Tierra, enterados del proyecto, se estaban presentando para participar en el viaje y ayudar a Jasón. Allí estaban, entre otros, el mismísimo Heracles y también los mellizos Cástor y Pólux, hijos del dios Zeus, y el gran Orfeo, cuya música era comparable al sonido bello y terrible de las sirenas. Iban también los hijos de Bóreas, el Viento del Norte, y muchos otros valientes. Cincuenta guerreros se embarcaron en el Argos. Por el nombre del barco, los llamaron «los argonautas».
¡La aventura había comenzado!
En la isla de Lemnos
La primera escala del Argos fue la isla de Lemnos, habitada solo por mujeres. Afrodita, furiosa contra las mujeres de Lemnos porque habían descuidado sus templos, había lanzado sobre ellas una terrible maldición. Las pobres lemnias comenzaron a despedir un olor tan repugnante que sus maridos y novios las rechazaban y solo querían estar con las extranjeras o las cautivas. Locas de celos, las malolientes mujeres de Lemnos mataron a todos los hombres de la isla.
Afrodita, compadecida de las desdichadas, retiró la maldición. Cuando llegaron los argonautas, las lemnias olían ya como mujeres normales y les dieron la bienvenida con mucha alegría.
Los doliones
De nuevo en el mar, el Argos llegó a otra isla, habitada por los doliones. Tanto el rey como su pueblo, que sabían ya sobre la aventura emprendida por los argonautas, los recibieron con fiestas y banquetes.
La noche siguiente a los festejos fue negra y nublada. Los argonautas se hicieron a la mar, pero los vientos eran cambiantes y no había estrellas para orientarse. Antes del alba tocaron tierra sin darse cuenta de que habían regresado a la isla de los doliones. A su vez, confundidos por la oscuridad, los doliones los tomaron por piratas. Comenzó una horrible batalla a ciegas, donde los héroes mataron a muchos de sus amigos doliones, incluso al rey. Cuando la luz del día les mostró lo que habían hecho, la pena y la vergüenza no tuvo límites. Jasón le hizo solemnes funerales al rey de los doliones, enterraron a los muertos, erigieron estatuas que los recordaran y durante tres días lloraron por ellos antes de hacerse nuevamente a la mar.
Heracles deja el Argos
A causa de su fuerza descontrolada, Heracles había roto su remo. En una de las islas en las que se detuvo el Argos, se internó en el bosque en busca de un árbol de madera lo bastante dura como para soportar la fuerza de su envión al remar. Había llevado consigo a un muchachito muy joven, el hijo de un amigo, del que se sentía responsable. Mientras Heracles no estaba, desoyendo los consejos de los hombres con más experiencia, el jovencito se echó a correr detrás de unas ninfas, que lo llevaron a su perdición: creyendo abrazar a una mujer tan bella como una diosa, el desdichado Hilas se ahogó en un manantial. Cuando Heracles volvió, nadie sabía dónde estaba el joven Hilas. Desesperado, salió a buscarlo por toda la isla. A la mañana siguiente Heracles todavía no había regresado y el Argos tuvo que zarpar sin él.
En el país de los bébrices
En el país de los bébrices reinaba el cruel Ámico, un gigante que desafiaba a pelear a todos los extranjeros, los vencía y los mataba. Por suerte, los argonautas tenían entre ellos a Pólux, el campeón de pugilato de toda Grecia: nadie podía contra sus puños de acero. Vencido Ámico, los bébrices se lanzaron sobre los héroes, pero no pudieron con ellos.
Fineo y las Harpías
Perseguidos por una tempestad, los argonautas tuvieron que hacer escala en la costa del continente, en el país de Fineo.
Hijo del dios Poseidón, Fineo era un adivino ciego. Por revelar a los hombres los secretos de los dioses, Zeus lo había castigado de una manera atroz. Todos los días se presentaba ante él un delicioso banquete. Y cuando estaba a punto de comer, aparecían las malditas Harpías, unos pájaros de garras afiladas, con horribles cabezas de mujer. Las Harpías se lanzaban sobre los alimentos y los devoraban. Todo lo que no podían comer, lo ensuciaban con sus excrementos repugnantes, malolientes y venenosos, dejándole a Fineo apenas lo suficiente como para sobrevivir hasta el día siguiente, cuando el tormento volvía a empezar.
Los argonautas necesitaban el consejo de Fineo, que conocía los designios del destino. Pero Fineo les puso un precio a sus visiones: nada les diría hasta que no lo libraran de las Harpías.
El adivino estaba feliz. Ahora que nadie lo molestaba, no paraba de comer. Con lágrimas de felicidad en los ojos, con la boca llena de comida, les dijo a los argonautas que en las Rocas Simplégades se definiría el destino de la expedición.
Se trataba de dos enormes rocas que no estaban fijas al fondo del mar, sino que se movían y chocaban entre sí, haciendo naufragar a los barcos que atrapaban en su tenaza fatal.
—Cuando estén allí, deben soltar una paloma, que volará entre las Simplégades —les dijo Fineo—. Si los escollos chocan entre sí atrapando al ave, eso significa que tienen en contra la voluntad de los dioses y no deben seguir adelante.
Las Rocas Simplégades
Siguiendo el camino que les había aconsejado Fineo, el Argos llegó pronto a la región de las Simplégades. Eran dos enormes escollos de roca negra, inmensos como montañas, que se movían a su antojo en el mar, aplastando los barcos al chocar entre sí.
Los argonautas soltaron una paloma, que voló entre las Simplégades. Justo cuando estaba terminando de pasar al otro lado, las rocas se cerraron sorpresivamente, atrapando la cola de la paloma, que perdió algunas plumas. El Argos se lanzó hacia adelante, detrás de la paloma. Las rocas se abrieron para dejarlo pasar, pero a último momento se precipitaron otra vez una contra la otra, averiando la popa del barco.
Cuando las rocas se separaron, nunca más volvieron a moverse, porque era su destino permanecer fijas en su lugar a partir de la primera vez que un barco lograra pasar entre ellas.
En el Mar Negro
Al pasar las Rocas Simplégades, los argonautas habían conseguido entrar al Mar Negro. ¡Ya estaban muy cerca de la Cólquide! Tocaron tierra para abastecerse en el país de los mariandinos, donde fueron muy bien recibidos por su rey.
El rey de los mariandinos había estado en guerra durante años contra el malvado Ámico, el rey de los Bébrices, que había matado a su hermano a puñetazos. Ya le habían llegado noticias de la derrota de Ámico a manos de uno de los argonautas. Feliz y agradecido, decidió festejar la llegada de los héroes con una cacería en la que todos participaron. Pero tuvieron tanta mala fortuna que un jabalí herido se abalanzó sobre el piloto del Argos y lo mató con sus colmillos.
Jasón estaba desesperado. Nadie podría manejar el Argos con la habilidad y la sangre fría del piloto muerto. Pero el rey de los mariandinos les propuso que llevaran a su propio hijo como timonel. Quizás tardaría un tiempo en aprender a dominar el Argos, pero como había nacido a las orillas del Mar Negro conocía todos sus secretos.
Y nuevamente se hicieron a la mar.
En la Cólquide
Cuando Jasón y sus héroes se presentaron ante Eetes, el rey de la Cólquide, ya su fama se les había adelantado y todos sabían a qué venían. Eetes no se sorprendió ni se enojó cuando Jasón le pidió, con modales de príncipe y firmeza de guerrero, que le entregara el Vellocino de Oro. Tenía una respuesta preparada.
—No hay necesidad de arriesgar la vida de tus argonautas, Jasón, ni la de mis soldados. No lucharemos. Te daré el Vellocino si logras superar dos sencillas pruebas. Solo te pido que unzas al yugo del arado dos bueyes que tengo sin domar. Con ellos tendrás que arar un pequeño campo y sembrar allí las semillas que te entrego en esta bolsa.
Parecía sencillo. Atar dos bueyes al arado. Arar. Sembrar. Nada que no pudiera hacer un hombre como Jasón, que no le temía a un par de toros sin domar por grandes y fuertes que fueran. Y sin embargo…
Jasón nunca lo habría logrado si no hubiera sido por la ayuda de la hermosa hija de Eetes, la princesa Medea, experta en artes de hechicería. Medea conoció a Jasón en el palacio de su padre y toda su magia no la había protegido de caer en el más poderoso de los hechizos: el del amor.
Locamente enamorada de Jasón, Medea se presentó esa noche en los aposentos que el rey había destinado a los argonautas.
—Vengo a salvarte, Jasón.
—No necesito ayuda de una mujer —contestó Jasón—. Me basta con mi fuerza y mi coraje.
Medea sonrió (qué bella era su sonrisa) y siguió hablando como si no lo hubiera escuchado.
—No son toros comunes los que tendrás que uncir al arado. Son un regalo del dios Hefesto. Tienen pezuñas de bronce y su aliento es de fuego. Este ungüento te protegerá de sus quemaduras y te hará invulnerable a sus cornadas.
Jasón empezaba a entender la trampa que le habían tendido y ahora miraba con interés y curiosidad a esa muchacha que había venido a salvarle la vida. Y cuando la tuvo en sus brazos, supo que podía confiar en ella. Medea le explicó lo que tenía que hacer cuando terminara de sembrar esas supuestas semillas, que en realidad eran dientes de dragón.
Al día siguiente, el rey Eetes, sus cortesanos, los habitantes de la Cólquide y los argonautas se reunieron para ver el espectáculo.
Desarmado, con la sola fuerza de sus brazos, Jasón logró dominar a los toros y uncirlos al arado. Eetes no lo podía creer. Sobre todo, no entendía por qué el fuego que los monstruos despedían por las narices no quemaba al héroe.
Después, Jasón aró el campo tal como se lo habían indicado y sembró los dientes de dragón. Apenas había terminado la extraña siembra cuando de cada una de las siniestras semillas brotó un soldado íntegramente armado y listo para la lucha. En unos instantes, un ejército completo se abalanzaba sobre Jasón, que sin retroceder ni un paso se limitó a levantar una piedra del suelo y lanzarla entre los soldados. Culpándose mutuamente de haber lanzado la piedra, los soldados mágicos se lanzaron entonces a luchar y pronto se exterminaron entre sí.
Eetes no pensaba en modo alguno cumplir con su promesa. Había contado con que Jasón muriera tratando de realizar las pruebas. Ahora que había fracasado su engaño, fingió alegrarse con el éxito de Jasón mientras planeaba la manera más eficaz de prenderle fuego al Argos y asesinar al extranjero con toda su tripulación.
Medea, que conocía a su padre, no perdió ni un segundo. Esa misma noche les dijo a los argonautas que se prepararan para partir. Y llevó a Jasón a buscar el Vellocino de Oro, que brillaba con mágico resplandor clavado al tronco de un roble en el bosque de Ares. Nadie podía vencer a la gigantesca serpiente insomne que lo custodiaba. Pero Medea no trató de vencerla, solo trató de dormirla. Entonó una canción mágica hasta lograr que la serpiente cayera en un sueño hipnótico.
Con el Vellocino en su poder, Jasón y Medea abordaron la nave, que zarpó a toda velocidad, impulsada por los vientos y los remos. Eetes intentó perseguirlos con su flota, pero ningún barco común podía alcanzar al veloz Argos.
Jasón y los argonautas volvían a Yolcos con el Vellocino de Oro. Pero ¿lograrían llegar a destino? El viaje de vuelta sería tan largo y tan difícil como el de ida.
Circe y las sirenas
Para evitar encontrarse con la flota de Eetes, los argonautas no tomaron la misma ruta que habían usado para llegar a la Cólquide y pusieron proa hacia el Danubio. En el camino, una tremenda tempestad estuvo a punto de hacerlos naufragar. Y entonces, por primera vez, habló el Argos, que había sido construido con madera mágica y dotado por Atenea del arte de la profecía.
—Esta tormenta ha sido enviada por Zeus —dijo el barco, con su ronca voz de madera—. Ya no podré avanzar sin ayuda de Circe, la hechicera.
Circe era hija del Sol, como el rey Eetes, y, por lo tanto, la tía de Medea. Con sus conjuros, aplacó la furia de Zeus para que el Argos pudiera continuar su viaje.
Al salir de la isla de Circe, los argonautas entraron al temible Mar de las Sirenas. Las sirenas eran genios marinos, mitad mujer y mitad ave. Vivían en una isla del Mediterráneo, y con su música maravillosa, irresistible, atraían a los navegantes. Los barcos se acercaban a las costas rocosas de la isla y zozobraban contra los escollos. Después, las sirenas devoraban a los náufragos.
Pero los argonautas llevaban entre ellos al músico más extraordinario de la tierra, al gran Orfeo, capaz de encantar con su lira al mismo dios de los Infiernos. Orfeo tocó su lira y entonó una canción tan melodiosa que consiguió apagar las voces de las malditas sirenas.
Y los argonautas consiguieron pasar una vez más.
Escila y Caribdis
Por haber tomado otra ruta, los argonautas tenían que enfrentarse a nuevos peligros. Pronto llegaron al estrecho de Escila y Caribdis, que ningún barco lograba cruzar sin daños.
Escila era un monstruo con torso de mujer y cola de pez, que a partir de la cintura estaba formado, además, por seis perros feroces que devoraban todo lo que estaba a su alcance.
Caribdis era un monstruoso remolino que tres veces por día tragaba agua del mar en cantidades inconcebibles, absorbiendo también todo lo que había en ella: peces, barcos o ballenas. Unas horas después vomitaba todo lo que se había tragado.
Los monstruos estaban enfrentados en un estrecho. Cada uno ocupaba una de las orillas entre las que tenían que pasar los barcos. Y estaban a solo un tiro de flecha uno del otro. Tratando de alejarse del remolino de Caribdis, los navegantes caían en las fauces de los perros de Escila.
Pero los argonautas contaron con la ayuda de una de las Nereidas, las ninfas del mar, que conocía las costumbres de los monstruos y los hizo atravesar el estrecho fuera del alcance de Escila, mientras Caribdis dormía con el vientre lleno de agua salada.
Del otro lado los esperaban las Islas Errantes, que flotaban como inmensos témpanos, haciendo que los barcos chocaran contra ellas. Pero gracias a la gran habilidad de su timonel, lograron sortear también este peligro.
En la isla de Corfú
Los argonautas tenían que aprovisionarse constantemente de víveres y agua dulce. Cuando, después de haber enfrentado tantos peligros, se detuvieron en la isla de Corfú, creyeron que tendrían un merecido descanso: sus amistosos habitantes los recibieron con honores.
Sin embargo, antes que ellos había llegado a Corfú una parte del ejército de la Cólquide, que pretendía rescatar el Vellocino y llevarse con ellos a Medea. Eran guerreros valientes y desesperados, porque sabían que no podían regresar a su país con las manos vacías. Le exigieron al rey de Corfú que les entregara a los extranjeros y a la princesa Medea, hija de su rey Eetes.
Pero el rey de Corfú solo buscaba la paz.
—Si la princesa Medea ya es la esposa de Jasón —les dijo—, no tengo derecho a devolverla a su padre.
Enterado en secreto de la decisión del rey, Jasón se apresuró a casarse con Medea, que, por supuesto, no tuvo ningún inconveniente. Convertida en la esposa de Jasón, su padre ya no tenía ningún derecho sobre ella.
—Jasón es mi marido. Y el Vellocino es la dote que me corresponde como princesa de la Cólquide —afirmó Medea ante el rey de Corfú y los guerreros que habían venido a buscarla.
Los soldados de la Cólquide sabían que no podrían luchar contra los Argonautas y el ejército de Corfú al mismo tiempo. Resignados, pero con mucho miedo a la venganza del padre de Medea y a la vergüenza que les esperaba si volvían a su patria con las manos vacías, decidieron quedarse a vivir para siempre en la isla.
En el desierto africano
Poco después de salir de Corfú, se abatió sobre el Argos una tormenta gigantesca, mucho más potente y feroz que todas las que había sufrido hasta entonces. Vientos huracanados como jamás habían conocido hicieron volar el barco sobre las aguas en medio de la noche. Y de pronto, todo fue calma, silencio, y la más absoluta inmovilidad.
Cuando la luz del alba les permitió ver dónde estaban, los argonautas no podían creer en sus ojos. Volando por el aire, transportado por el ciclón, el Argos se había adentrado en la costa africana. Ya no estaban en el mar. Ahora estaban en medio del desierto, con el barco encallado en la arena.
Muchos creyeron que este era el fin de su viaje. Pero Jasón y otros valientes decidieron que había que seguir a toda costa. Entre todos, se cargaron el barco sobre los hombros y se echaron a caminar (lenta, pesadamente) por el desierto, en busca de agua: para beber, para navegar. Doce días eternos caminaron bajo un sol destructor hasta llegar a un lago.
Felices, los argonautas se lanzaron a las aguas frescas. Pero cuando se dieron cuenta de que se trataba de agua salada, creyeron, una vez más, que el fin había llegado. Agotados, muertos de hambre y de sed, no podían seguir cargando el barco sin saber adónde iban.
Desesperados, rogaron ayuda a los dioses. Jasón tenía un magnífico trípode de oro y prometió regalarlo a quien lo ayudara. Atraído por el regalo, compadecido por la desdicha de los héroes, Tritón, el dios del lago, decidió ayudarlos. Les dio agua dulce y los ayudó a descubrir el canal que unía el lago con el mar.
¡El Argos navegaba otra vez hacia Yolcos!
El gigante de bronce
El Argos llegó por fin a la isla de Creta, ya muy cerca de su destino. Pero Minos, el rey de Creta, no quería forasteros en su isla. Para impedir que los extranjeros desembarcaran, un gigante de bronce a las órdenes de Minos custodiaba las costas, dando la vuelta completa a la isla tres veces por día
El gigante se llamaba Talos, y había sido construido por el dios Hefesto, el gran inventor. Levantaba enormes rocas y las arrojaba contra los barcos que se acercaban a la costa. Cuando conseguía atrapar a los hombres que intentaban desembarcar, su cuerpo de bronce se volvía incandescente, y los quemaba abrazándolos contra el enorme pecho de fuego. Su vida de autómata dependía del líquido que corría por una vena artificial que lo recorría desde el cuello hasta el talón, donde un clavo la mantenía cerrada.
Al acercarse a la costa de Creta, Medea preparó una de sus pociones mágicas, tan potente que con solo sentir su aroma desde lejos, el gigantesco Talos cayó en una especie de ensoñación. Entre alucinaciones extrañas, Talos escuchaba la voz de Medea, que le prometía la inmortalidad si lograba quitarse el clavo del talón. En su locura, Talos golpeó una y otra vez su pie contra las rocas, hasta que consiguió arrancarse el clavo del que dependía su vida. Y al derramarse el líquido que lo mantenía vivo, cayó muerto, convertido en una inmóvil masa de bronce.
Los argonautas no tenían ningún interés en pelear contra el ejército del rey Minos. Pasaron esa noche en la playa y con las primeras luces volvieron a partir.
La noche terrible
Esa misma tarde, cuando el sol se puso, una oscuridad como jamás habían conocido antes envolvió al Argos. No era una noche común. No había luna ni estrellas, ni los relámpagos que acompañan las nubes de tormenta. Era una oscuridad aterradora, silenciosa, única, parecida al caos anterior a la creación del Universo.
Aterrados, los argonautas rogaron al dios Sol que les enviara una luz para orientarse. Y una tímida llamita les permitió ver las costas de una isla donde pudieron anclar.
El regreso a Yokos
En unos pocos días más de navegación, los argonautas llegaron a las costas de Yolcos. El largo viaje había terminado. Traían con ellos el Vellocino de Oro. Jasón y sus héroes había conseguido realizar la hazaña más grande de toda la historia de la humanidad y serían recordados para siempre.
¿Cumplió Pelias con su promesa de entregar el trono a Jasón? Unos dicen que sí, otros dicen que no.
Lo único seguro es que Jasón nunca cumplió con la promesa de amar para siempre a Medea, y la abandonó después de haber tenido con ella dos hijos. El héroe, que no temía a ningún monstruo, tuvo miedo, quizás, de las artes hechiceras de su propia mujer. Un tiempo después, Medea se casó con Egeo, el rey de Atenas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario