sábado, 30 de marzo de 2019

EL HERMANO DE LOS ZORROS

EN una época tan remota, que sería completamente inútil pretender
determinarla por las infinitas veces que desde entonces ha pasado y ha vuelto á pasar
la estación en que, los campos y los bosques reverdecen, cubriéndose de flores y de
frutos; existió un indio cazador que había tenido que proveer solo al sustento y
cuidado de sus tres hijos varones, porque su mujer murió cuando el mas chico
empezaba á dar pasos alrededor de la cabaña.
Payaguá, que así se llamaba el indio, preocupado de la horrible desgracia que
arribaría á sus chicuelos si él faltara para socorrerlos y alimentarlos, se alejaba muy
pocas veces de su rancho y veía con júbilo los progresos que hacían los dos mayores
en la caza del conejo cimarrón, las pollonas y los pequeños peces.
Es sabido que en esta vida los infortunios no andan solos y que tras una desgracia
deben esperarse muchas, que no tardarán en sucederse.
Payaguá se sintió enfermo y vió que se llegaba el fin de su existancia.
Hacía tres dias que el pobre cazador no abandonaba el lecho de cañas, y sus hijos
mayores proveían al sustento de todos, cazando en la vecindad; cuando una noche los
llamó en torno suyo para darles el último consejo.
«Hijos míos, voy á morir, les dijo; es necesario que como hermanos buenos se
quieran y se cuiden recíprocamente!»
«Cuando mis huesos descansen en la fosa que está abierta al pié de aquel gran
árbol, donde se abrió otra tumba no hace mucho, mi espíritu vagará en torno de Vds.
y haré todo cuanto me sea posible para favorecerlos, atrayendo la caza para los dos
mayores y velando porque al mas chico, que ha de quedar cuidando la cabaña, no le
acontezcan desgracias, ni los malos espíritus le traigan infortunios; ante todo les pido
que sean siempre unidos, se acompañen en la caza y compartan su presa con el mas
pequeñuelo, hasta que llegue el tiempo en que sepa por sí solo procurarse alimento».
Dos días después de la muerte de Payaguá, sus hijos depositaron en la tierra aquel
cadáver frió, cumpliendo en todo las prescripciones que les diera su padre y algún
tiempo pasó sin que ninguno de los tres olvidara sus consejos; pero llegó una época
del año, en que se hizo penoso y difícil proveerse de sustento.
Los hermanos mayores salían entónces al bosque y á largas escursiones,
quedándose á veces durante la noche y el dia siguiente en sitios apartados.
Encontraron mas tarde las choza; de otros hombres y empezó á serles agradable
permanecer en ellas, en compañía de extraños, olvidando la vivienda donde el
hambre visitaba con frecuencia al chico solitario, que muchas veces se alimentaba de
cogollos de plantas ó de raíces crudas de una yerba que crecía en la proximidad.
Una vez que los zorros, que atondaban en el bosque, rastreaban buscando su
alimento en las cercanías del rancio abandonado, oyeron los lamentos del niño y con
su sagacidad tan pronunciada, llegaron á convencerse de que en aquella choza no
había persona que pudiese hacerles mal. Se aproximaron entonces á las tapias de
barro é hicieron su guarida en aquel sitio donde durante el dia, quedaban los restos de
las aves ó animales con que se habían alimentado.
El niño se apoderaba de aquellos despojos y no tardó en familiarizarse con los
animales que la providencia había traído para proporcionarle alimento.
Pensaba en el espíritu de su padre que debía velar en torno suyo y creyó que desde
que sus hermanos no venían, alguna desgracia debía haberles ocurrido.
¿No habrán muerto también ellos, como murió mi padre? —se decía.
El espíritu de todos estará tal vez entre estos buenos seres, que me traen de comer
y se duelen de mí!
Pasó el tiempo y el chicuelo aprendió, en compañía de los astutos cazadores de la
selva, á sorprender las aves en los lagos ó en las tupidas ramazones á atacar la
corzuela, ó hacer presa en las ocultas viviendas del ligero Aperiá (conejo).
El cuerpo del niño fué poco á poco cubriéndose de pelo, por efecto de la desnudez
y pudo así resistir mucho mejor las intemperies.
El idioma sencillo de los zorros llegó á serle familiar y como vivía durante el dia y
la noche en aquella compañía, difícil le hubiera sido usar de otro lenguaje.
Con su inteligencia de hombre llegó á ser un cazador mas diestro y mas fuerte que
todos los de la cuadrilla, y las batidas que daban por la proximidad, eran siempre
eficaces.
Una vez que los indios, en compañía de los dos hermanos mayores batían aquellos
bosques, siguiendo por su rastro á los tapiros, acertaron á pasar por la proximidad del
árbol donde estaba la tumba de Payaguá y su mujer.
Los mozos recordaron entonces á sus padres y á su hermano y encaminaron sus
pasos hacia el sitio vecino, donde debían encontrar la choza paterna; pero el techo de
paja que congregaba en otro tiempo á la familia, había sido deshecho por las lluvias y
el vendabal del tiempo.
Los Aguarás, habían hecho sus cuevas donde antes se levantaba la morada
paternal!
Los indios dando voces, llamaron á su hermano; y á los gritos de aquellos,
apareció por la proximidad la cuadrilla de zorros, sorprendida de ver sobre sus cuevas
á tan inesperados visitantes.
El niño apareció también y oyó las voces de sus hermanos que llamaban por él,
pero era ya casi un zorro, y entre los que lo habían socorrido en la orfandad, se
encontraba mejor que en la compañía dé los ingratos.
Hermano!… Hermano!… gritaban los cazadores, cuando lo descubrieron; y el
niño Aguará, haciendo un esfuerzo, para volver á hablar en la lengua de sus padres,
dijo, alzándose en las patas traseras desde el centro del grupo de los zorros.
Guau!… Guau!… Guau!…
Me habéis abandonado!… Dejadme entre los zorros!… Ahora soy Aguará!…
Y esas voces, como una eterna queja, se perdieron confusas en los écos y ahullidos
de la jauría, que huía espantada, al conocer el desamor y la ingratitud de que es capaz
el hombre!

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