sábado, 30 de marzo de 2019

EL ANTÍDOTO CONTRA EL VENENO DE VÍBORA

Para conseguir un reino poderoso un monarca tiene que rodearse de las personas más
sabias y prudentes. Y, por eso, Abderramán reclutó a los mejores, sin importarle ni su
religión ni su origen. Así, tuvo como consejeros a musulmanes, judíos y cristianos,
nacidos en diversas partes de la antigua Hispania, la mayor parte de ella dentro del Al
Ándalus que dominaba. Uno de los más famosos consejeros fue el médico y
embajador judío Hasday Ibn Shaprut, protagonista de numerosas historias y leyendas.
Este hombre inteligente y estudioso de los libros antiguos, nació en Jaén en 910 y
murió en Córdoba en 975. Su padre ayudó a erigir la gran sinagoga de Jaén y cuando
Hasday era aún muy joven se trasladaron a Córdoba, donde pudo tener a los mejores
maestros. De mente viva, pronto destacó por su facilidad para los idiomas. Además
del romance derivado del latín que hablaba el pueblo, aprendió hebreo, árabe y latín,
una lengua reservada para la jerarquía cristiana y mozárabe. Estudió medicina y
pronto comenzó a investigar sobre medicamentos, para lo que se sumergía, con
frecuencia, en textos antiguos a la busca de recetas y antídotos. Todos los sabios,
doctores y médicos de la época suspiraban por encontrar la triaca, la medicina
universal «Al-Faruk» de la que hablaban los viejos textos y que tenía como
aplicación concreta la sanación en caso de picadura de víbora. Nadie había logrado
conseguir esa pócima milagrosa y algunos pensaban que se trataban de simples
leyendas del pasado. Hasday Ibn Shaprut, todavía joven médico, se empeñó en
conseguirla. Para ello buscó todos los viejos libros escritos en árabe, persa, latín y
griego que pudo encontrar y comenzó a traducirlos. Como es normal, la traducción
del nombre de las plantas desde otras lenguas es muy difícil, y no todas ellas se
encontraban en Córdoba. Con ayuda de algunos viajeros de Oriente logró identificar
algunos de los extraños vegetales, de las que sólo unas cuantas se conocían en Al
Ándalus. Otras que le eran extrañas las hizo traer desde las lejanas tierras de Siria,
Arabia y Egipto. Las mezcló y destiló en las cantidades expresadas en los viejos
textos sin que lograra alcanzar el éxito: no conseguía encontrar la fórmula magistral
que le permitiera destilar la anhelada triaca. Desesperado, probaba una y otra vez y
pasaba noche tras noche encerrado en el sótano que usaba de laboratorio. Sabía que le
faltaba un solo ingrediente cuyo nombre era incapaz de traducir. Decidió salir al
campo y probar con las plantas que las gentes de la sierra reconocían como
medicinales, por ver si alguna poseía los componentes curativos que le faltaban.
Durante meses, deambuló por la cercana sierra preguntando y probando con una y
otra planta. Una de los usos más importantes de la triaca era como antídoto de la
picadura de la víbora. Esta serpiente era muy abundante en los entornos de la ciudad,
y cada año morían varias personas bajo el efecto del poderoso veneno del áspid.
Hasday ibn Shaprut sabía que estaba cerca de poder solucionar tanto sufrimiento.
Sólo faltaba un ingrediente, pero… ¿cuál era? ¿Cómo lo encontraría?
En el entorno de Sierra Morena existen varias fuentes que manan durante todo el
año. En el tórrido verano sus alrededores se convierten en un vergel, al que acuden a
beber y regocijarse miles de pequeñas aves cantoras, de luminoso colorido, que
alegran con sus trinos las tardes de estío. La más abundante era la Fuente del Elefante
que estaba siendo remozada en aquellos momentos, aunque existían otras muchas.
Hasday recorrió uno a uno esos oasis de frescura y verdor a la búsqueda de la hierba
mágica que le faltaba.
Una tarde, cuando ya estaba a punto de abandonar la búsqueda de la triaca y de
reconocer su fracaso, decidió dar un largo paseo hasta el sitio de Mayorga, una rica
huerta que regaba frutales y hortalizas cultivadas en terrazas desde el agua que
proporcionaban varias minas. Enjalbegó su mula y en apenas una hora se encontró
rodeando las obras del maravilloso palacio que el gran califa Abderramán III
construía a los pies de Sierra Morena. No pudo evitar detenerse para observar con
asombro como miles de trabajadores se afanaban en levantar la que sería la ciudad
más hermosa de occidente. Pudo comprobar que primero se habían trazado los
jardines y las calles y que jardineros y alarifes rivalizaban entre sí por ser capaces de
aportar los elementos más audaces a la gran obra. Los primeros se empeñaban en que
sus flores y árboles rememoraran las glorias del Paraíso, los segundos que sus
construcciones fueran dignas de uno de los soberanos más importante del planeta.
Hasday ibn Shaprut hizo un gran esfuerzo por continuar y no detenerse más, ya
que eran muchos los curiosos que se acercaban hasta los pies del Monte de la
Desposada para ver el espectáculo de la grandiosa construcción. Dejó atrás el bullicio
de las obras de la incipiente Medina Azahara y se internó en una estrecha vereda de
herradura que ascendía por una de las cañadas de la sierra. A su izquierda, corría el
arroyo Mayorga entre adelfas, algarrobos y almezos. Las encinas, acebuches y
alcornoques adornaban las partes alta de la sierra. Pronto advirtió la isla verde de las
huertas de Mayorga, que estaban siendo ampliadas con más bancales y albercas para
incrementar su producción de frutas y hortalizas y poder así abastecer a la población
que aumentaba en los alrededores de Medina Azahara y que se dispararía cuando la
Corte se trasladara al nuevo palacio. Pero una vez allí cambió de idea y no quiso
detenerse en la huerta y continuó ascendiendo un rato más hasta que llegó a un llano
en lo alto de la sierra. Una humilde choza de pastores se encontraba oculta entre las
grandes encinas. Un muchacho, casi un niño, guardaba unas cabras en sus
alrededores. Shaprut, tras los saludos corteses que suelen hacerse en el campo, inició
sus habituales investigaciones.
—¿Se ven muchas víboras este año?
—Sí, el calor las tiene enloquecidas. Atacan en cuanto te acercas a ellas.
—¿Han mordido a alguien que conozcas?
El niño bajó la cabeza y unas lágrimas humedecieron sus ojos. El médico judío se
arrepintió de su pregunta, pero ya era demasiado tarde para retirarla.
—El año pasado —sollozó— mataron a mi hermano pequeño. Apenas si sabía
andar, se alejó unos pasos de la choza, y al caer sobre unas piedras una víbora le
mordió. Murió gritando de dolor y con todo el cuerpo amoratado.
—¿No intentasteis salvarlo?
—Mi padre hizo todo lo posible, le aplicó el torniquete y le frotó la picadura con
la piedra viborera. Pero todo fue inútil, murió enseguida. Mi madre gritaba sin que mi
padre lograra calmarla. Al final lo enterramos debajo de aquella encina grande. Mis
padres dicen que ahora está en el cielo viéndonos.
—Así es, quédate tranquilo, ya estará en el Paraíso —intentó consolarlo mientras
reflexionaba sobre la inutilidad de la piedra viborera en la que creían los pastores—.
Vamos hasta su tumba para entonar una oración por su alma.
Ambos rezaron en silencio.
—Usted que parece sabio, ¿no podría encontrar una medicina que curase el
veneno de la víbora? No quiero que muera nadie más…
—Llevo tiempo intentándolo, pero no logro descubrirlo, me falta un ingrediente
—el médico judío se sinceró espontáneamente—. Estoy a punto de abandonar la
búsqueda, a pesar de saber que estoy cerca de encontrarlo.
El pastorcillo lo miró con los ojos muy abiertos.
—No puede hacer eso, tiene que seguir buscando…
—Ya lo sé, pero ya no se me ocurre por dónde buscar.
—Mis padres dicen que a veces hay que dejar las cosas en manos de Dios y que si
se desean de verdad ocurren.
La madurez del zagal y la convicción de sus palabras conmovieron al médico. Y
entonces, como impulsado por una extraña intuición, sacó de sus alforjas una vasija
de barro.
—Mira, aquí traigo el antídoto que he conseguido hasta ahora. Quédatelo. Sé que
está incompleto, pero quizás pueda serviros de ayuda en algún momento.
El chaval lo abrazó como si de un tesoro se tratara y el médico se despidió con
afecto, admirado de su inocente bondad. A lomos de su mula, cuando apenas, se
había alejado giró la cabeza al escuchar que el muchacho se le acercaba corriendo,
aferrado a la pócima incompleta.
—¡Espera! ¿Cómo te llamas? ¿Dónde vives?
—Soy Hasday Ibn Shaprut y vivo cerca de la mezquita Aljama, en dirección a la
puerta de Almodóvar.
Cuando Hasday llegó a Córdoba era noche cerrada y se acostó cansado. No tardó
en sumergirse en sueños amables y esperanzados.
Durante un par de meses, Hasday tuvo un trabajo intenso con sus enfermos, que
acudían de manera creciente a su consulta, atraídos por su fama y prestigio. El
galeno, ocupado en sus curaciones y estudios, olvidó casi por completo la búsqueda
de la triaca, que ya daba, como le ocurriera a tantos otros científicos, por imposible.
Pero, como decían los viejos mozárabes, el hombre propone y Dios dispone.
Aquella mañana Hasday trabajó desde el amanecer. A mediodía, cansado pero
satisfecho, el médico se disponía a abandonar su consulta para ir a comer a casa de
sus padres cuando una voz infantil, que le resultó familiar, le llamó por su nombre.
—Sidi Hasday Ibn Shaprut, buenas tardes, ¿podemos pasar? Vengo con mi padre
y con algunas cosas.
—El médico no tardó en reconocer al zagal que un día conociera con sus cabras
en la sierra. Lo saludó cortésmente y lo invitó a pasar.
—Señor, vengo con mi padre —el muchacho hablaba—. Queremos agradecerle lo
que ha hecho por nosotros.
—Me alegro volver a verte —y una gozosa intuición recorrió sus adentros—. ¿Y
qué se supone que he hecho por vosotros?
—¡Ha salvado la vida de mi madre!
—¿Qué?
El padre del muchacho, se adelantó un paso y tomó la palabra, mientras
acariciaba la cabeza de su hijo.
—Hace tres días una víbora le picó a mi mujer en el pie. Enseguida se le puso
toda la pierna morada y comenzó con las convulsiones, mientras gritaba de dolor y
desesperación. Figúrese mi espanto, que ya había perdido un hijo por la misma causa.
Grité con toda mis fuerzas, implorando la ayuda de Alá, sin saber qué hacer y
sintiendo que su vida se iba entre mis brazos.
El muchacho lo interrumpió impulsivo.
—Entonces yo le dije que un sabio me había dejado un antídoto contra la
picadura de la víbora. Corrí a por el frasco, que había guardado en una esquina fresca
del aprisco de las cabras. Se lo llevé a mi padre, que untó la herida con el líquido.
—No tenía nada que perder —volvió a tomar la palabra el padre— así que diluí la
pócima en algo de agua y también se la di a beber. En una hora vimos como la rigidez
comenzaba a desaparecer y como, poco a poco, la piel retomaba su color habitual. La
fiebre bajó y ya por la noche mi mujer pudo dormir con tranquilidad. Hemos
esperado dos días y su recuperación es completa. Venimos para agradecérselo y para
traerle algunos presentes.
El pastor dejó sobre la mesa tres grandes quesos curados, cuyo delicioso aroma
inundó la habitación.
—Ha sido un milagro —exclamó con sinceridad Hasday— que debemos
agradecer a Dios. Vamos a almorzar en su honor y después me gustaría subir esta
misma tarde de nuevo a vuestra choza, pues de alguna forma el azar, o el designio
divino, ha permitido que se complementara la fórmula magistral. Necesito averiguar
qué es lo que ha podido ocurrir.
Después de un almuerzo ligero salieron de la ciudad con dirección a la sierra. Las
obras de Medina Azahara avanzaban con su habitual frenesí, pero en esta ocasión el
médico apenas las observó. Iba absorto rumiando las distintas alternativas de lo que
pudiera haber ocurrido. Cuando por fin alcanzaron la choza, Hasday pidió al zagal
que le indicase exactamente dónde había depositado el frasco que aquella tarde le
dejara. Entraron en el aprisco de las cabras, un chozo de ramas que formaban un
tejado elemental sobre unos pequeños muros de piedras toscamente montadas unas
sobre otras.
—Lo dejé en esta esquina, así.
El chaval depositó el frasco en el lugar exacto.
—¿Lo dejaste abierto por casualidad?
—No, lo dejé cerrado. Pero cuando vine a recogerlo, estaba abierto. Alguna
cabra, jugando con el tapón de corcho, la habría abierto.
—¡Ahí tiene que estar la explicación! —gritó Hasday excitado—. Algo cayó
dentro del recipiente e hizo que la pócima se completara con todos sus ingredientes.
¡Tenemos que descubrir ese secreto! ¿Qué puede haber sido?
De repente, el padre del muchacho rompió a reír.
—¡Sidi, es muy fácil averiguarlo!
—¿Cómo puede haberlo descubierto tan pronto? —preguntó con asombro el
médico, que no lograba encontrar el ingrediente milagroso.
—Es muy fácil, mire a esa cabra, que va a hacer lo que hacen todas las cabras
cuando entran al aprisco.
Hasday, ansioso, observó como la cabra defecaba sus excrementos en forma de
bolitas negras.
—¿Lo ha visto?
—Sí. ¿Y qué…?
Hasday, de repente, comprendió lo que había ocurrido. Una cabra, jugueteando,
había abierto el frasco, y otra defecó dentro. ¡En las bolitas de excremento tenía que
estar el milagro! El suelo estaba lleno de ellas y se tiró sin miramientos a recogerlas
con sus manos para observarlas con detenimiento. No tardó en comprobar que
muchas de ellas eran en verdad los huesos de algún fruto digerido.
—Se trata del hueso de las acebuchinas, de las aceitunas de los acebuches, que
son olivos salvajes y que abundan por estas sierras. Las cabras se comen el fruto y
defecan los huesos.
Hasday por fin comprendió todo. Las cabras, con su digestión, producirían algún
extraño fermento en los huesos que le conferirían unas características muy especiales.
Al fin y al cabo, así se producía en el Sáhara el fabuloso aceite de Argán, excepcional
medicina y cosmética que se extraía prensando los huesos de argán defecados por las
cabras.
—¡Soy yo quién os debo estar muy agradecido! ¡Gracias a vosotros se van a
poder salvar muchas vidas!
Hasday llenó un saco con los excrementos de hueso de acebuchina que
colmataban el suelo del aprisco. Lo cargó en la mula, y tras la afectuosa despedida
aceleró su regreso a su casa. Aquella noche no durmió, realizando mil experimentos
con su nuevo ingrediente. Lo prensó, obtuvo un denso aceite que destiló, para
conservar su esencia. Durante días repitió una y otra vez los diversos procesos y en
apenas una semana, ojeroso por sus muchas noches en vela, obtuvo finalmente la
triaca o medicina de «Al Faruk» por la que tantos sabios suspiraran. Nunca jamás, en
toda su vida, llegaría a sentirse tan feliz como en aquel instante en que supo que la
triaca, por fin, era suya.
Enseguida corrió por todo el reino la buena nueva de su descubrimiento, y desde
todos los rincones llegaron peticiones de la medicina prodigiosa. Hasday, que pudo
haber ganado una fortuna si hubiera mantenido el secreto, descubrió a varios médicos
la receta de su fórmula para que pudiera extenderse con mayor rapidez, popularizarse
hasta el último rincón del reino y salvar así el mayor número de vidas posibles, que
era en verdad lo que ansiaba. Su fama y prestigio crecieron de tal forma que pronto
llegó a oídos del propio califa, que lo mandó a llamar a Palacio. Tan impresionado
quedó por su sabiduría y prudencia que lo incorporó como médico de palacio.
Comenzaba una fulgurante carrera que le llevaría a ser embajador del califato, cargo
desde el que resolvió exitosamente delicadas cuestiones de Estado.
Hasday nunca olvidaría la lección que aprendió con el descubrimiento de la
triaca. Que a veces, los designios de Yahvé son inescrutables y que nunca se puede
despreciar la sabiduría del pueblo, por inculto o pobre que sea. Sin la agudeza del
humilde pastor jamás hubiera logrado descubrir el ingrediente secreto que no habían
logrado descifrar ni siquiera los doctores más sabios y respetados.
Debido a su carácter conciliador, Hasday llegaría a ser el líder de todas las
comunidades judías de Al Ándalus, una minoría muy influyente y poderosa, que
había crecido en paralelo al fortalecimiento andalusí. El centro intelectual del
judaísmo se había instalado en Córdoba cuando las grandes academias hebreas de
Medio Oriente, como las de Sura y Pombeditha, principales centros del saber judío se
trasladaron a Córdoba.
Uno de los principales rabinos de Babilonia, Mosseh Aben Hannoch, decidió
emigrar a Córdoba. Embarcó con su familia y se dispuso a la singladura hacia la
famosa Al Ándalus. No llevaba salvoconducto ni ningún otro documento de
invitación oficial, sólo su confianza en la voluntad de Yahvé. Tuvieron mala suerte y
una gran tempestad en el Adriático hizo que su embarcación naufragase. Perdieron
todos sus enseres y al tiempo fueron apresados por Ebn-Rumahís, Almirante de la
Armada de Al Ándalus y, según las costumbres de la época, fueron tomados como
esclavos, tanto el rabino como su mujer y su hijo. Su mujer, que era muy hermosa,
pronto llamó la atención al capitán de la embarcación, que quiso seducirla. Ella se
resistió, pero el capitán cada día la acosaba con mayor intensidad. Desesperada, pues
quería ser fiel a su marido, consultó a su esposo rabino si los muertos en alta mar
podían llegar al paraíso. Al obtener una respuesta afirmativa, la mujer, ante los
requerimientos perentorios del marino, se arrojó al mar, donde desapareció para
siempre. Fue mártir por fidelidad a su marido. Cuando los desolados marido e hijo
llegaron a la ciudad fueron rescatados con el dinero de la comunidad judía. Hannoch
pronto destacó por su lucidez intelectual. Al comprobar su valía, el capitán quiso
subir el rescate, que lógicamente no le fue aceptado. Con Hannoch comenzaron a
ponerse los pilares de la Edad de Oro del judaísmo en España, de los que Hasday
llegaría a ser un representante muy destacado.
Pero en todos sus importantes cargos, en todas sus altas responsabilidades,
Hasday siempre recordaría la cura de humildad que recibió de la familia de pastores
que le permitieron descubrir la triaca. Sin ellos, su vida habría sido otra bien distinta.
En muchas ocasiones los visitó y agasajó, y es que, ser agradecido, es cosa de bien
nacido.


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