sábado, 30 de marzo de 2019

LA FUENTE DEL ELEFANTE

Apenas unos días después de que Abderramán viniera al mundo, en un barrio cercano
al Alcázar emiral, nació un niño delicado y débil, al que pusieron de nombre
Maslama. Fue el hijo primogénito del conocido alarife y constructor Abdallah, quién,
a base de mucho trabajo honesto y de calidad, había conseguido acumular un cierto
capital. La gran casa con tres patios en la que vivían, en el barrio de los mercaderes
ricos, mostraba su holgura económica. Maslama, desde muy pequeño, acompañó a su
padre al tajo de las obras. Observaba con curiosidad infantil como las reatas de
borriquillos acarreaban las piedras, la arena y la cal a través del laberinto de callejas
de la ciudad hasta el lugar que se obraba. Los artilugios de elevación, como grúas,
poleas y andamios se le asemejaban a unos monstruos gigantescos de fuerza
descomunal.
—Papá —preguntaba el niño Maslama— ¿puede tener una de esas máquinas la
fuerza de diez hombres?
—De diez, de cien y de mil, hijo. Algún día serán las máquinas las que trabajen
mientras los hombres las gobiernan.
Sus padres se empeñaron en otorgarle una buena educación y para ello no
escatimaron ni en preceptores ni en maestros. Pronto destacó en álgebra y aritmética,
aunque también mostró talento para la gramática y la caligrafía.
—Si estudias, hijo mío, algún día podrás ser jurisconsulto, cadí o alfaquí.
—No quiero ser hombre de leyes; sino alarife, como tú.
—Pero mi oficio, aunque es hermoso y permite un buen vivir, tiene menos
prestigio que los de leyes o religión. Piénsalo bien, tienes todas las posibilidades de
triunfar en ellos. ¿Para qué quieres estudiar tanto si al final terminas de alarife como
yo?
—Quiero estudiar mucho para llegar a ser un gran arquitecto y alarife como tú,
papá.Mientras estudiaba, Maslama comenzó a ayudar a su padre en las obras. Tenía
talento para ello, y ponía mucho interés en aprender y en cuidar hasta el mínimo
detalle de su trabajo. Repasaba los planos que se utilizarían para la construcción,
realizaba las mediciones y replanteos, comprobaba la calidad del material, visitaba las
canteras para conocer las características de las rocas y las posibles técnicas para su
mejor talla, trabajaba codo a codo con los albañiles, ayudándoles con niveles y
apoyos. Pronto, a pesar de su juventud, se ganó el respeto de los peones y oficiales.
Su padre, orgulloso, lo dejaba avanzar en sus propias decisiones y cálculos.
Su adolescencia y juventud fueron felices, sin complicación alguna. Estudiaba, se
divertía con sus amigos, pero, sobre todo, aprendía el oficio de alarife. Mientras más
se adentraba en sus técnicas y secretos, más se enamoraba de la construcción.
Su padre siempre se mantuvo alejado de la política y aunque conocía algunos
visires por haber trabajado para ellos, jamás pidió favor alguno ni para él ni para los
suyos.
—Hijo mío, todos los que meten su cabeza en la corte acaban perdiéndola. Nunca
lo hagas.
El gusto por los estudios y la lectura pronto derivó a Maslama también hacia la
poesía. Le gustaba leerla e incluso escribir versos sencillos. Pero cuando de verdad
disfrutaba era cuando se reunía con sus amigos para disfrutar de sus veladas poéticas,
en las que no faltaba el buen vino cordobés. A veces, incluso, contrataban a una
rapsoda para que interpretara para ellos versos de arrebatada pasión y amor. En una
de estas veladas, uno de sus amigos, empujado por el abundante vino le preguntó:
—Maslama, eres culto y sensible. ¿Por qué te empeñas en convertirte en alarife,
un oficio que consideramos menor?
—Porque los arquitectos son los poetas de la piedra. Mis versos serán de cal y
arena, y mis poemas, edificios, jardines y palacios.
Cuando tuvo que escoger entre poesía y trabajo, Maslama no lo dudó. Fue
espaciando su presencia en las veladas poéticas porque terminaban tarde en las
madrugadas y le impedían tener la cabeza despejada a la mañana siguiente para
concentrarse en la resolución de los continuos problemas constructivos que se le
presentaban. Pronto, fue adquiriendo una reputación propia, más allá de la de su
propio padre, aunque a ambos les gustaba trabajar juntos.
—Hijo, pronto tú serás el maestro y yo el alumno.
—Eso nunca, padre, soy yo quien ha tenido la suerte de tener el mejor maestro del
mundo.
—Me superarás y me harás feliz por eso.
—Padre —Maslama cambió de tema—. Me gustaría aprender más de los
materiales. Siempre solemos construir con las mismas rocas, idénticos hierros. Si
tuviésemos a nuestro alcance nuevos materiales, podríamos innovar formas o ser más
osados en los volúmenes.
—Ya, así es. Pero los materiales importados de países lejanos son muy caros y
pocos bolsillos pueden permitírselos.
—Por eso quiero buscarlos en Al Ándalus. Seguro que aún guarda muchas
sorpresas en sus entrañas.
Y con ese fin comenzó a viajar por las sierras que rodeaban Córdoba, a la
búsqueda de rocas que pudieran usarse para la construcción. No era tarea fácil,
porque las buenas canteras ya estaban descubiertas y explotadas desde mil años atrás,
cuando Córdoba fue la capital de la Bética romana, una de las provincias más ricas de
todo el Imperio. En unos de sus paseos por la sierra de Córdoba alcanzó una dehesa
con grandes alcornoques que proporcionaban una sombra fresca y espesa. Maslama
se sintió bien en aquel paraje tan solitario y sereno, a pesar de encontrarse cerca de la
gran ciudad. La hierba, verde todavía, estaba alta, y algunas vacas pastaban dispersas
por el prado. La roca del suelo le pareció caliza, algo extraño pues no era la roca
propia de aquellos parajes. Al final de la pradera, bajo una alameda de árboles le
pareció advertir a una persona sentada sobre un pequeño muro. Deseoso de entablar
conversación con algún lugareño, se dirigió hasta él, pues bien sabía por experiencia
que eran los mejores conocedores de los recursos de su tierra.
Al llegar, comprobó que se trataba de un eremita anciano sentado sobre un
pequeño muro de ladrillos antiguos bajo el cual manaba una fuente de gran caudal.
Maslama, tras los saludos protocolarios y los clásicos circunloquios de las
conversaciones sin prisa, quiso saciar su curiosidad.
—No conozco ninguna fuente tan abundante en esta sierra. No sé, parece extraña,
aquí, en este llano.
—En efecto, esta es una fuente especial. Y, además, tiene una historia muy
singular, que casi nadie conoce. A mí me la contó mi abuelo, cuando yo todavía era
un niño. Lo recuerdo como si fuera ayer. Se llama la fuente del elefante y manó por
vez primera cuando los romanos.
—¿Los romanos?
—Dicen que los romanos, cuando dominaron estas tierras, trajeron elefantes para
aplastar a los rebeldes que apoyaban a un tal Viriato. Fueron al menos diez animales.
Tras finalizar la campaña militar, los elefantes se agruparon en Córdoba, capital de la
Bética romana.
—Pues no tendrían nada fácil encontrarle unas cuadras —le respondió Maslama
de buen humor mientras trataba de imaginar una solución constructiva para albergar a
los gigantescos paquidermos.
—En efecto, ahí surgió el problema. ¿Dónde podrían cuidarlos durante los largos
meses de invierno? No cabían en las cuadras de los caballos y de los bueyes, ni
tampoco en sus cercados. Otro problema era la alimentación. Cada elefante comía lo
de veinte caballos y eran necesarias unas complejas instalaciones para suministrarles
esa ingente cantidad de forraje.
—¿Qué solución encontraron al final?
—Pues la más simple. Decidieron llevárselos a una gran finca de la sierra de
Córdoba, rica en pastos. Esta que ahora pisamos fue la dehesa escogida. Al principio,
todo fue bien, había suficiente hierba y el arroyo corría abundantemente. Pero las
lluvias no llegaron en su tiempo y el agua escaseó. Los cuidadores no sabían qué
hacer con los elefantes. Aunque tenían pasto aún, el agua, que resultaba aún más
imprescindible, estaba a punto de agotarse. Cuando trasladaron el problema al
centurión responsable de las caballerías, sacudió los hombros para responder que los
elefantes ya no servían para nada, que la rebelión ya estaba aplastada y que si se
morían los animales, mucho mejor, porque así se quitaban un problema de encima.
—¡Qué disparate!
—Los romanos siempre fueron gente práctica, más preocupados por la eficacia
que por los sentimientos.
—¿Y los mataron?
—Espera, no adelantes acontecimientos. Cuando el soldado trasladó la cruel
decisión, el zagal que los cuidaba rompió a llorar. Les había tomado mucho cariño,
pues eran animales inteligentes y nobles y la sola idea de su muerte le destrozaba el
corazón. Roma no paga a inútiles, fue la lacónica respuesta del soldado, deseoso de
regresar a su campamento cordobés.
—Pobre zagal, en qué dilema se encontró. Dime, que me tienes ansioso, ¿dejaron
morir a los elefantes?
—Ya termino mi relato. Apremiados por la sed, los elefantes, incapaces de
permanecer encerrados, rompieron la cerca de piedra que los albergaba y corrieron
desesperados en busca de alguna corriente de agua. Y quiso el buen Dios que
encaminaran su galope hacia este gran llano. Fue entonces, cuando el más viejo y
pesado de los elefantes, un gigantesco animal de enormes colmillos, en su carrera,
partió unas rocas al dejar caer sobre ellas su peso descomunal. Y entonces ocurrió el
milagro.
—¿Qué milagro?
El anciano eremita guardó un prolongado silencio, para así conseguir enfatizar
sus siguientes palabras.
—Al romperse las rocas, salió una gran caño de agua, casi a presión. El azar hizo
que el pisotón alcanzara la veta todavía oculta de un abundante venero de agua.
—Que si no me equivoco es esta fuente en la que nos encontramos y que por eso
se llama del elefante.
—Casi aciertas, en esta ocasión. Enseguida informaron al centurión de la rica
fuente que los elefantes habían localizado y quiso en seguida subir para verla y así
poder apuntarse el tanto ante sus superiores.
—Ya, los arribistas de siempre…
—El centurión quedó muy impresionado al ver el enorme caño de agua que
manaba de la roca, y que había formado un pequeño lago a sus pies. Aprovechando
que se había quedado solo, el centurión decidió disfrutar de un paseo alrededor de la
laguna. Fue entonces cuando descubrió al gran macho de los elefantes que lo miraba
fijamente desde la cercanía. El centurión le mantuvo la mirada mientras sentía una
extraña inquietud, sintiendo que el animal lograba adentrarse en sus pensamientos.
Arrepentido por haber ordenado que los dejaron morir, no pudo evitar el pedirles
perdón en su interior y, cosa curiosa, le pareció que el elefante le sonreía al
perdonarle. Ese fue su último recuerdo antes de resbalar y caer al agua, con tan mala
fortuna que su cabeza golpeó una roca y quedó inconsciente, con la cara sumergida
bajo la superficie. Nadie podía ayudarle por lo que parecía irremediablemente
condenado a morir ahogado. Y entonces sucedió el segundo milagro de esta hermosa
historia.
—Que el elefante lo salvó.
—Exacto, esta vez has acertado. El gran elefante corrió hasta la charca y
agarrando el cuerpo del centurión con su trompa, con suma delicadeza, lo llevó hasta
un lugar seco. Cuando el centurión recobró la consciencia, se lo encontró a su lado,
haciéndole suaves masajes con la trompa. Enseguida comprendió que le debía la vida
al animal, al que abrazó con todas sus fuerzas. Justo entonces regresaban el zagal y el
soldado, extrañados por su tardanza. Cuando se enteraron de lo sucedido, el zagal no
pareció extrañarse en demasía. «Estos animales —les dijo— tienen más inteligencia y
mejor corazón que muchos humanos».
—Y qué verdad es esa. ¿Qué pasó después?
—Los elefantes nunca volvieron a ser requeridos para el combate. La pax romana
se había instalado en la Bética y nadie osaba en enfrentarse contra el poder de la
República. El centurión se encargó de que nada faltara a los elefantes, que pudieron
envejecer en paz en estas ricas dehesas. El militar fue ascendido por sus servicios en
la guerra, pero también por haber proporcionado agua abundante para la ciudad de
Córdoba, cada año más poblada y que precisó mejorar su abastecimiento, para lo que
ordenó construir varios acueductos que todavía siguen en pie.
—Sí, conozco restos de ese acueducto. Desgraciadamente, se encuentran
inservibles. Termina la historia, por favor.
—Los elefantes fueron muriendo uno a uno, hasta que al final sólo quedó con
vida el gran elefante, que solitario, deambulaba por las dehesas arrastrando su
melancolía. De vez en cuando, se le veía juntos, al centurión y al elefante, andar por
las praderas. Y cosa curiosa, parecían que hablaban entre sí. Ambos murieron con
muy pocos días de diferencia y desde entonces, los pastores de la zona la conocen
como la fuente del elefante.


Maslama nunca olvidaría esa historia. Cada salida que realizaba a la sierra de
Córdoba se imaginaba a los enormes animales pastando bajo las encinas y
alcornoques. Y siempre que pasaba cerca de la fuente se acercaba hasta ella para
refrescarse y saludar el solitario eremita. El joven alarife logró localizar algunas
nuevas canteras y continuó con su padre su carrera como constructor y arquitecto.
Mientras Maslama iba adquiriendo fama creciente como alarife, las cosas no
podían marchar mejor para Abderramán III. Tras proclamarse califa, su poder aún se
había acrecentado. Todo Al Ándalus estaba unido bajo sus órdenes, tenía sometidos a
los correosos reinos cristianos del norte y bajo control a los levantiscos bereberes del
sur, siempre jaleados por los intrigantes fatimíes. Las arcas del reino estaban llenas y

desde reinos muy alejados se remitían embajadas a Córdoba para solicitar la
protección del monarca poderoso. La ciudad crecía y las dependencias del Alcázar se
quedaron pequeñas para las demandas de la gran administración que la gestión del
gran reino requería. Por eso, Abderramán decidió construir una gran ciudad palatina
en las cercanías de Córdoba, para poder albergar toda la dignidad de su poder, la de
sus visires y la de su administración. Maduró en silencio durante un tiempo la idea,
hasta que decidió compartirla con su hijo Al Hakem y algunos de sus consejeros de
mayor confianza.
—Señor —le matizó uno de ellos—. Sin duda me parece una gran idea, necesaria
además, para el buen gobierno de un reino tan extenso. Pero debéis ser muy
cuidadoso con los nobles y los principales ulemas y alfaquíes de la ciudad, que
pueden sentirse desplazados y marginados del poder si el trono se traslada a una
nueva ciudad.
—Ya lo había pensado —respondió reflexivo el califa—. Para evitar esas
suspicacias la ciudad debe estar muy cerca de Córdoba, al tiempo que mantendremos
abierto el viejo Alcázar para dar sensación de continuidad.
—Pero será muy oneroso para las arcas públicas —añadió otro—. Nunca nadie se
planteó hacer una ciudad desde cero, nueva por completo.
—Ese es el gran reto y la muestra de nuestro poder. Causaremos gran asombro en
todo el mundo y eso acrecentará nuestra fama y seremos más temidos y respetados. Y
por el dinero, no te preocupes, el tesoro califal está rebosante de oro deseoso de ser
empleado. ¿Y dónde mejor que una nueva ciudad para orgullo de todos los
cordobeses?
Decidieron mantener el asunto en secreto, para no generar alarma y para que
nadie pudiera levantar el rumor de que el califa abandonaba la ciudad. Debatieron
sobre el asunto en varias ocasiones y aunque los consejeros expresaban sus temores al
monarca, Abderramán siempre argumentaba a favor de la nueva ciudad y se mostraba
cada día más convencido de lo que sería su gran obra. Una tarde, despachando a solas
con el príncipe, le preguntó.
—Hijo, ¿tú también tienes recelos hacia la nueva ciudad?
—Ninguno, padre. Tenemos que construirla, tu nombre y el de nuestra dinastía
omeya quedará inmortalizada con ella. Sólo un coloso como Alejandro, o como tú,
pueden decidir la fundación de una nueva ciudad. Es tu tiempo, debes hacerlo.
—Te agradezco tu confianza, hijo —respondió orgulloso el califa—.
Construiremos la ciudad. Será tan tuya como mía. Te pido que desde este momento
seas el responsable de su construcción.
—Padre, ese es un gran honor.
—Así lo haremos. Y los primeros pasos que tendrás que dar será buscar un
arquitecto sensible que entienda nuestros deseos. También tendremos que decidir una
ubicación en los alrededores de la ciudad. Y todo ello con la máxima discreción.
—Así lo haré, padre, así lo haré.
Al Hakam se puso a la discreta búsqueda de un arquitecto cordobés, para lo cual
recurrió al buen hacer de uno de los visires de mayor confianza.
—El maestro alarife debe tener experiencia contrastada, capacidad de liderazgo
en grandes grupos de trabajo, y un exquisito gusto arquitectónico. Queremos que sepa
aunar nuestro propio estilo andalusí, con las nuevas tendencias arquitectónicas. No
queremos hacer una ciudad oriental queremos una ciudad andalusí única y singular,
donde pueden beberse de las fuentes estéticas del Oriente y el Occidente. Y deben
saber reflejar, de manera magnífica, el poder del califato de Córdoba.
—Haré lo que se pueda, señor. Sé que últimamente se habla mucho de un
arquitecto joven, con acreditada experiencia, muy dado a innovar con formas y
materiales, siempre dentro de los márgenes de la elegancia y la belleza propia de
nuestra tradición. Casualmente acaba de terminar el palacio de mi primo Abdelasís.
—¿Cómo se llama ese prodigio?
—Maslama, señor. Aprendió el oficio de su padre, también alarife, pero ya ha
superado en conocimiento y osadía a su progenitor. Dicen que estudia geometría y
álgebra para aplicar las matemáticas a sus planos. Y que no cesa de probar con
nuevas rocas, hierros, cales y maderas, para determinar las más adecuadas a cada tipo
de construcción.
—Quizás pueda ser nuestro hombre. Quiero saber más de él y de sus obras.
Al Hakam decidió visitar de manera anónima algunas de sus construcciones.
Vestido de comerciante y sin llamar la atención, fue conducido hasta palacios, plazas,
fuentes y almacenes diseñados y levantados por la pericia de Maslama. Ante la
hermosa armonía observada en uno de los patios que visitó, Al Hakam hizo saber a su
visir. —Sin duda, es nuestro hombre. Cítalo al Alcázar, quiero hablar con él.
Al día siguiente, Maslama se encontraba en casa de su padre, postrado por la
grave enfermedad que lo consumía. Sentado junto a su lecho, intentaba sin mucho
éxito entablar una conversación que lo entretuviera. De repente, se sobresaltó con la
súbita entrada de uno de sus criados.
—¡Señor, señor, han llegado unos guardias reales preguntado por usted!
—¿Qué quieren? —preguntó Maslama sobresaltado.
—Solo dejarle esta citación. Esperan abajo su confirmación.
Maslama leyó ansioso el documento. Era muy simple y únicamente se le citaba en
dos días al Alcázar para una audiencia privada… ¡con el propio príncipe Al Hakam!
Pedía la máxima discreción.
—Dile a los emisarios que por supuesto estaré en el Alcázar el día y a la hora
convenida.
Maslama, una vez que el criado hubo abandonado la habitación, explicó a su
padre con voz excitada el contenido de la misiva.
—¡Me citan a palacio! ¡El propio príncipe!
—Hijo —le dijo su padre moribundo—, el califa y el príncipe te han llamado. Sin
duda es un gran honor para ti y nuestra familia que cuenten con nosotros para la gran
obra que proyectan iniciar.
—Pero, padre, ¿por qué dices eso? Quizás sea por cualquier otra causa el motivo
de la llamada.
—Hijo, el Alcázar sólo llama a un alarife cuando desea construir algo. Y si el que
cita es el propio príncipe heredero, debe ser algo importante. Y si, además, hacen
comparecer al mejor arquitecto de la ciudad, es que proyectan acometer una obra para
la posteridad.
—¡Pero, padre…!
—Ya lo verás, hijo, ya lo verás…
En efecto, el príncipe Al Hakam encargó el proyecto de la nueva ciudad a
Maslama. Tras una larga conversación, el arquitecto salió del Alcázar califal
henchido de orgullo y satisfacción. ¡Había resultado elegido para la más importante
de las construcciones que vieran los siglos en Córdoba! Contraía una gran
responsabilidad ante la posteridad. Consciente de la trascendencia de su encargo,
durante semanas se sumergió en diseños previos, planos, visitas al lugar elegido,
mediciones y avances de presupuestos. Tenía que conseguir una ciudad que reflejara
poder, pero al mismo tiempo belleza, y todo ello de una manera original. De alguna
forma debía conseguir su viejo sueño de trasladar la poesía a la construcción. Al igual
que el poeta Ziryab había logrado modificar los gustos estéticos, poéticos y
gastronómicos en la Córdoba del emir Abderramán II, él tendría que revolucionar la
arquitectura del islam occidental bajo el califato de Abderramán III. Mantuvo
múltiples reuniones de trabajo con el príncipe Al Hakam, que se mostraba encantado
con los avances en el diseño de la nueva ciudad.
—Será soberbia y hermosa, como mi padre, el califa, desea.
Tras varios meses de intenso trabajo, el proyecto había avanzado lo suficiente
como para que el propio Abderramán III le diera el visto bueno.
—Estoy muy contento del trabajo —felicitó Al Hakam a Maslama—. Pediré
audiencia para que podamos presentárselo a mi padre. Ese día tú lo expondrás ante el
califa.
La sola idea de presentar su obra al mismísimo califa amedrentó al arquitecto. El
califa era temido por los ataques de ira repentinos que sufría y su figura imponía un
vivo temor reverencial. Pero Maslama estaba decidido a defender su proyecto.
Confiaba en él y haría todo lo que estuviera en su mano para que llegara a
construirse.
—Estaré dispuesto en cualquier momento. Por cierto, señor —se animó por fin
Maslama a preguntar al príncipe Al Hakam—, ¿cómo se llamará la ciudad? ¿Han
pensado un nombre para ella?
—Sí, hemos decidido bautizarla como Medina Azahara. ¿Qué te parece?
—¿Medina Azahara? ¡Ningún nombre podría haber sido más adecuado! ¡Es
sonoro, poético y redondo!
La audiencia con el califa tuvo lugar a los tres días. Abderramán lo recibió en una
sala ricamente decorada que intimidó a Maslama por su solemnidad. El príncipe Al
Hakam le sonrió afectuoso y rompió así el rígido protocolo que le atenazaba. Se
postró ante el califa y a continuación desenrolló planos y comenzó a responder las
preguntas que el califa y su hijo le hacían. Estuvieron un buen rato conversando, sin
que de la boca del califa saliera valoración alguna. Maslama llegó a temer que su
proyecto hubiera defraudado las expectativas de Abderramán, dado la severidad de
sus apreciaciones. Una vez que hubo terminado su exposición, el califa guardó un
silencio prolongado. El nervosismo traicionó al arquitecto hasta el punto de que los
latidos de su corazón se desbocaron en frenética galopada.
—Enhorabuena, arquitecto —habló por fin Abderramán—. Has hecho un
proyecto sublime, justo el que yo soñaba para Medina Azahara. Será por ello
recompensado. Hijo —dijo entonces dirigiéndose a Al Hakam—. Comienza la obra
cuanto antes, ya estoy deseando ver ese hermoso proyecto hecho realidad.
Maslama no daba crédito a las palabras del califa. Feliz y orgulloso, apenas si
acertó a expresar su agradecimiento. Al salir de la sala y sentir el aire y sol sobre su
rostro, supo que su nombre quedaría ya, a partir de ese momento, unido a la historia.
Ahora sólo le restaba construir la más hermosa de las ciudades que hubieran conocido
los siglos.
Las obras comenzaron en 936, a cargo de Maslama ben Abdallah, maestro alarife.
Una legión de albañiles, peones, canteros y jardineros se pusieron manos a la obra.
Miles de acémilas acarreaban sus serones con su carga de piedras, arena, grava y cal.
Desde el amanecer hasta el atardecer, un incesante ajetreo de hombres y bestias se
afanaban sobre las laderas de Sierra Morena que poco a poco iba conformándose
como ciudad. Maslama proyectó restaurar el antiguo acueducto romano para
abastecer las muchas fuentes y necesidades hidráulicas de la ciudad.
Decidió subir en persona hasta la Fuente del Elefante para diseñar la alcubilla que
encabezaría la conducción de aguas hasta Medina Azahara. Al llegar, descabalgó de
su caballo y buscó infructuosamente a su amigo, el viejo eremita. Se extrañó de su
ausencia, pues siempre le fue fácil localizarlo junto a la fuente. Fue un pastor que
pasaba por allí quien lo puso sobre aviso de su situación.
El viejo se encuentra agonizando. Está en aquella choza, tumbado. Le llevamos
comida y agua todos los días, para que esté atendido.
Maslama corrió hasta la humilde morada del eremita. Cuando sus ojos se
acostumbraron a la penumbra de su interior, lo encontró tumbado, con los ojos bien
abiertos mirándolo fijamente.
—Maslama, muchas gracias por venir —le saludó con voz débil.
—¿Cómo estás?
—Ya me ves, la muerte ya ha llamado a mi puerta y la espero con serenidad y
paz. No temo a la muerte y nada necesito más que sosiego y oración.
Maslama cogió una de sus manos huesudas y frías.
—Seguro que te repones de tu enfermedad y puedes vivir todavía largos años.
—Que se cumpla la voluntad de Dios.
—Siempre recordaré la historia del elefante romano y el centurión.
—Yo también la tuve presente, y en muchas ocasiones incluso me pareció ver el
espectro del gran animal bebiendo en las aguas de la fuente. Siempre me pareció que
su espíritu nunca abandonó este lugar. Me gusta pensar que así es, sin duda alguna es
una presencia benefactora…
El anciano se durmió y Maslama hubo de regresar a sus trabajos en la ciudad en
construcción. Dos días más tarde, recibió la triste noticia. El anciano acababa de
fallecer. Subió de inmediato para llegar a tiempo al humilde sepelio. Lo enterraron
envuelto en una sábana blanca, directamente sobre la tierra, junto a su querida
Fuente. Fue entonces cuando Maslama tuvo la visión de un gigantesco elefante que
parecía llorar desconsolado mientras las palas descargaban tierra sobre el difunto.
Esa noche, cuando llegó a casa, dibujó un elefante redondeado que al día
siguiente llevó a uno de sus mejores canteros.
—Quiero que hagas una escultura de un elefante. Inspírate en este dibujo.
—¿Un elefante? ¿Para qué lo quieres?
—Para que por siempre abreve en su fuente y acompañe así a un viejo amigo.
El cantero asintió sin entender nada y se comprometió a tenerla acabada en unas
semanas. Maslama en persona se encargó de que sus operarios la colocaran sobre la
alcubilla de la Fuente del Elefante. Desde entonces, su espíritu y el de su hermano el
eremita bendicen el agua que alimenta el viejo acueducto.
La mezquita de Medina Azahara se construyó en 941, y cuatro años después la
corte se trasladó desde el Alcázar con gran agasajo y boato. Maslama recibió toda
clase de felicitaciones y honores, aunque nunca llegó a henchirse de soberbia. Cada
vez que veía manar el agua de las fuentes que diseñó para Medina Azahara recordaba
la historia del Elefante que un día lejano le contara aquel hombre santo, el anciano
eremita de la sierra. Y el susurro del agua le traía su bendición y la salmodia de su
prudencia y sabiduría, Alá es grande en su sabiduría.

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