viernes, 1 de marzo de 2019

Un feligrés con dos cuernos

En un pueblecito guipuzcoano, al atardecer, entró un chivo en la iglesia y allí se quedó, perdido entre los bancos sin poder salir.

  Ya casi de noche, salió el monaguillo de la sacristía y fue a cerrar las puertas. Como es costumbre, antes de cerrar gritó, una vez en vascuence y otra en castellano:

  —¿Iñor badago? (¿Hay alguno?)

  Pero el chivo, como es de comprender, no respondió nada, por lo que se quedó encerrado. El monaguillo, después de cerrar bien las puertas se marchó a su casa, y el chivo, en plena oscuridad, andaba buscando alguna forma de salir, hasta que perdió la paciencia y arremetió contra todo lo que se le ponía delante. ¿Una silla?, ¡tras! Una topetada y la silla patas arriba. ¿Un banco?, ¡tras!, ¡tras! Dos patadas y el banco al suelo.

  Así andaba cuando, dos piadosas mujeres que volvían a su casa después de estar jugando a la brisca, oyeron los grandes golpes que salían del interior de la iglesia.

  —¿Qué será eso? —se preguntaron. Y se acercaron a la puerta de la iglesia.

  —Yo creo que es algún ladrón —dijo una.

  —Pero mujer, ¿un ladrón iba a hacer tanto ruido?

  —Será alguna ánima del Purgatorio.

  —¿Tú crees?

  —¡O el diablo, quizá!

  —¡Dios mío, qué miedo!

  El chivo, mientras tanto, se había tropezado con la puerta, y a pesar de que la daba un zurriagazo tras otro, la puerta no caía.

  Los golpes eran tan enormes que las mujeres, aterradas, corrieron a casa del cura párroco y le llamaron con grandes voces:

  —Don José, don José; el enemigo infernal anda en la iglesia. Venga usted a hacer los conjuros para despedirle. Venga cuanto antes.

  El cura, cuando oyó los terribles golpes que daba el chivo contra la puerta y que retumbaban en el silencio de la noche, decidió pedir compañía. Fue hasta casa del sacristán y le llamó:

  —¡Luciano! ¡Luciano!

  El sacristán salió a la ventana para ver qué pasaba.

  —El enemigo del infierno está dentro de la iglesia y te necesito para que me ayudes a decir los conjuros.

  El sacristán, que era muy miedoso, tuvo que agarrarse a la ventana.

  —¿El enemigo infernal? Pues no voy.

  —Tienes que venir —le decía el cura desde la calle—. Me hace falta monaguillo.

  —Mire usted, señor cura. Yo jamás he aprendido las oraciones de los conjuros. No le voy a servir de nada. Para lo que voy a hacer, esas dos mujeres le pueden ayudar mejor.

  —Hombre, Luciano. Tienes que venir. Solo debes responder, y de lejos, «Amén», a todo lo que yo diga. Venga, baja, Luciano.

  —Pero, señor cura. A mí el demonio no me tiene ningún respeto. En cambio a esas mujeres…, como siempre están rezando. ¡Jesús! Saldrá corriendo en cuánto las vea.

  —Ven, Luciano, por favor —gritaban las mujeres.

  Al cabo de largo rato, entre ruegos y amenazas, Luciano bajó y fue hacia la iglesia, pero un poco más atrás del cura y las dos mujeres.

  En el entretanto, el chivo se había cansado y estaba junto a la puerta, pero en silencio.

  Cuando llegó la comitiva a la puerta de la iglesia, se asombraron del silencio que reinaba.

  Las dos mujeres se arrodillaron y se pusieron a rezar, mientras el cura avanzaba hacia la puerta con la llave en la mano. Al mismo tiempo que avanzaba el cura, el sacristán caminaba hacia atrás.

  El sacerdote se santiguó y, con un miedo terrible, metió la llave en la cerradura y abrió la puerta de un golpe.

  El chivo, en cuanto vio claridad delante, arremetió con todas sus fuerzas y se llevó al pobre párroco enganchado en sus cuernos.

  —¡Socorro! ¡Socorro! —gritaba el párroco arrastrado por el chivo, mientras las mujeres gritaban y el sacristán corría como un desesperado para su casa—. ¡Luciano! ¡Luciano! ¡Ayúdame, que me lleva el demonio!

  A lo que el sacristán respondió, mientras se metía en su casa:

  —¡Amén!

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