En Bermeo, antiguamente —ahora nos suponemos que serán todos buenos—, eran bastante perversos. Había cada pieza, que ya, ya. Si se veían en peligro hacían muchas promesas, pero en cuanto pasaba este, si te he visto no me acuerdo. Pero la promesa hecha hay que cumplirla y cuando morían, en vez de ir al cielo tenían que estar en el Purgatorio hasta que otro cumpliera sus promesas.
Pero como los vivos no cumplían ni sus propias promesas, ¡cómo iban a hacer las de los difuntos!, entonces estos recurrían a volver a Bermeo, para ver si algún conocido se las cumplía.
Se solían aparecer en las encrucijadas y, cuando veían a algún amigo, se le acercaban. ¡Menudo susto le daban! Como venían del Purgatorio traían un calor tremendo, pues allá estaban ardiendo para purgar sus pecados.
—¡Eh, amigo! —le decían—, ¿tienes un pañuelo?
—Sí.
—Pues dámelo, por favor.
Y cuando el aparecido lo tocaba, ardía el pañuelo.
—¿Ves cómo ardo? Si quieres que deje de arder, debes acompañarme a San Juan de Gaztelugache para cumplir una promesa que hice en vida.
—Bueno.
Y allá se iban los dos. Al pasar por los barrios que están entre Bermeo y San Juan de Gaztelugache, había algunas casas iluminadas y otras estaban oscuras.
Y el alma le decía a su compañero:
—¿Ves allá unas casas que están muy iluminadas?
—Sí.
—¿Y otras oscuras totalmente?
—También.
—Pues en las casas que hay luz indica que han rezado hoy el Rosario, y en las que están oscuras que no lo han rezado.
La ermita marinera de San Juan de Gaztelugache está en la cima de una islita, que se halla unida a tierra por una especie de puente. La ermita está llena de exvotos ofrecidos por marinos que se han salvado de algún terrible peligro en la mar.
Antes, coma sabían que solían ir por las noches las almas de los aparecidos, la ermita no cerraba sus puertas nunca.
Dentro de la ermita, el alma y su acompañante cumplían la promesa que hizo en vida el difunto: rezar un Rosario, ofrecer una vela, dejar una limosna, etc., y luego volvían al lugar donde se había aparecido.
—Ahora tócame.
Y el amigo le tocaba y ya no estaba caliente.
—¿Ves? Ahora me voy para el cielo. Muchas gracias.
Esto mismo le pasó a un marino que, en un barco de vela, en compañía de un amigo, sufrió una terrible tempestad. Cuando las olas amenazaban aplastar el barquito y este era zarandeado como si fuera una cáscara de nuez, los dos amigos hicieron promesa de ir a San Juan de Gaztelugache a rezar un Rosario. Pero la tormenta pasó y, como era costumbre, se olvidaron totalmente de su promesa. Volvieron a Bermeo, vivieron algunos años y luego uno de ellos murió.
Los pecados de los bermeanos habían llegado al colmo. ¡Qué malos eran los bermeanos de entonces! Y Dios decidió castigarlos.
Una noche el difunto se apareció al vivo, que estaba tranquilamente en su casa.
—¡Eh, tú!, ¿te acuerdas de aquella vez, durante aquel temporalazo, que hicimos aquella promesa?
—Sí, ahora me acuerdo.
—Pues tenemos que ir a cumplirla.
—Bueno.
Como el aparecido estaba como rodeado de fuego, el vivo no reconoció a su compañero.
—Te acompaño por lo que me dices, pero no te conozco.
—Es que todos parecemos igual.
Fueron a San Juan de Gaztelugache y cumplieron su promesa. A la vuelta le dijo el aparecido:
—Ya se me ha ido el calor y me voy al cielo. Te voy a dar un consejo: Yo he venido con buenas intenciones, pero si te aparece otro, no le sigas. Querrá hacerte daño.
—Está bien.
Pero pasó el tiempo y, como antes se le olvidaron las promesas, ahora se le olvidó el buen consejo de su difunto amigo.
Y una noche se le volvió a aparecer el alma de un difunto llena de fuego:
—Acompáñeme a San Juan —le dijo el difunto con voz imperiosa.
Y nuestro hombre se fue conforme con él, sin acordarse para nada de las palabras de su amigo. Pero cuando iban subiendo por las escaleras de la ermita, vio que el aparecido tenía una forma espantosa y se dio cuenta de que era algún diablo del infierno. Y le entró miedo y no sabía qué hacer.
En esto vio aparecer un toro que venía despidiendo fuego y, echándose encima de él, le agarró por los cuernos, y el toro, dando saltos y vomitando fuego, y el otro encima, dándose golpes, entraron en Bermeo a la carrera. ¡Qué era aquello! Con el fuego se fueron incendiando todas las casas, y pronto Bermeo entero ardía por los cuatro costados.
Todo el mundo salió a la calle huyendo del fuego, y para expulsar al toro, los curas le lanzaban conjuros hasta que el toro, dando un gran salto, se desprendió del que tenía encima y se marchó hacia el monte.
Así fue castigado Bermeo por sus pecados. El pobre hombre que iba encima enfermó del susto y al poco tiempo murió.
Y los bermeanos, por si volvía el toro de marras, se hicieron todos una póliza de seguro contra incendios.
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