En una cabaña en el bosque se hallaban reunidos unos pastores al calor de la lumbre después de
haber guardado sus rebaños en el aprisco, cuando se asomo uno de ellos a la puerta y vio en el
interior de la iglesia
de San Salvador una luz misteriosa. Sorprendido de que a esas altas horas de la noche hubiera
algún culto en la iglesia, llamó a los otros pastores y todos contemplaron largo rato la misteriosa
luz comentando entre ellos el extraño suceso.
Al día siguiente volvieron a verla y así todos los días durante una semana.
Los pastores empezaron a alarmarse y era el tema de sus continuas conversaciones aquella rara
luz que los obsesionaba. Alguno de ellos propuso alejarse de aquel paraje y buscar otras praderas
donde llevar a pastar el
ganado; mas siendo aquellos campos excelentes pastizales, les daba pena abandonarlos sin
aclarar el enigma.
Todos los pastores, acompañados de sus mastines, provistos de rosarios y escapularios y
después de santiguarse con agua bendita, echaron a andar armados de fuertes cayados en
dirección a la iglesia de San Salvador dispuestos a resolver aquel misterio.
Al acercarse, los perros empezaron a ladrar furiosos y los pastores, temblando de miedo, sentían
solo deseos de huir; pero dominándose y, cogidos todos de las manos, se atrevieron a acercarse
a la iglesia y mirar por el ojo de la cerradura.
Vieron que en le altar estaban las velas encendidas y al pie de este un sacerdote en actitud de
esperar a alguien para empezar la misa.
Los pastores hicieron, sin querer, ruido en la puerta, y el sacerdote al oírlo, volvió la cabeza y en
el acto comenzó a decir la misa parándose para que le contestasen.
Uno de los pastores, que había sido monaguillo, sin saber lo que hacia, iba contestando al
sacerdote y así celebro la misa con toda la calma; tanto, que a los intrigados pastores les parecía
interminable, si bien todo transcurría en medio de la mas profunda emoción.
Cuando hubo terminado, el sacerdote descendió del altar, se dirigió a la puerta, la abrió y hablo a
los pastores. Estos, pálidos y temblando de miedo, no se atrevían a mirar el rostro cadavérico del
sacerdote que era en realidad un difunto. Con voz de ultratumba les dijo:
- Benditos seáis por lo que acabáis de hacer. Durante muchos años he esperado en vano decir
esta misa que me era necesaria para ganarme el cielo; pero no tenia quien me ayudase a decirla
hasta que hoy, gracias a vosotros, he podido celebrarla y con ella entrar en la gloria. Yo rogare
desde allí por vosotros.
Y dicho esto, desapareció dejando atónitos a los pastores. Aquel año fue de bendición para sus
ganados y los rebaños se multiplicaron con excelentes crías. Pero los pastores, que no lograban
olvidar su susto, emigraron al fin a otros pastizales.
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