En tiempos remotos, el actual valle de Jauja, o del Mantaro, estaba
cubierto por las aguas de un gran lago, en cuyo centro sobresalía un
peñón llamado Huanca, sitio de reposo del amaru, monstruo horrible
con cabeza de llama, dos pequeñas alas y cuerpo de batracio que terminaba
en una gran cola de serpiente. Más tarde, el tulunmaya (arco
iris) engendró en el lago otro amaru para compañero del primero y de
color más oscuro. Este último nunca llegó a alcanzar el tamaño del primero,
que por su madurez había adquirido un color blancuzco. Los dos
monstruos se disputaban el dominio del lago, cuyo peñón, aunque de
grandes dimensiones, no alcanzaba ya a dar cabida para su reposo a los
dos juntos. En estas frecuentes luchas, por cuya violencia se elevaba a
grandes alturas en el espacio sobre trombas de agua, agitando el lago, el
amaru grande perdió un gran pedazo de su cola al atacar furiosamente
al menor.
Irritado el dios Tikse, descargó sobre ellos una tempestad cuyos rayos
mataron a ambos, que cayeron deshechos con diluvial lluvia sobre
el ya agitado lago, aumentando su volumen hasta romper sus bordes y
vaciarse por el sur.
Cuando así húbose formado el valle, salieron lanzados del Huarina
o Huari-puquio, los dos primeros seres humanos llamados «Mama»
y «Taita», que hasta entonces habían permanecido por mucho tiempo
bajo tierra por temor a los amaras. Los descendientes de esta pareja
construyeron después el templo de Huarihuilca, cuyas ruinas existen
todavía.
Hoy es creencia general entre los huancas que el amaru es la serpiente
que, escondida en alguna cueva, ha crecido hasta hacerse inmensa,
y aprovechando los vientos que se forman durante las tempestades
intenta escalar el cielo, pero es destrozada por los rayos entre las nubes,
y, según sea blanca o negra la figura del amaru en el cielo, presagia
buen o mal año.
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