Todos habréis oído hablar de la cueva de Balizola. E incluso muchos habréis ido a visitarla. Hace muchos miles de años, allá vivieron los gentiles. Luego, como es natural, desaparecieron y quedó la cueva llena de sus huesos. Durante siglos, la gigantesca cueva estuvo vacía hasta que, de repente, empezó a vivir en ella una gran culebra.
Esto no lo sabían los habitantes del caserío Iturriondobeti. El caserío de Iturriondobeti pertenece al barrio de Bargondia y está cerca de la cueva de Baltzola.
En Iturriondobeti vivía un matrimonio con dos hijos y tres hijas. Los de Iturriondobeti estaban bien situados económicamente, pues tenían grandes rebaños de ovejas, cabras y caballos y muchas vacas en la cuadra.
Los dos hermanos salían por la mañana con sus rebaños de ovejas para que pastaran en el monte, y de paso vigilaban por dónde andaban las cabras y los caballos.
Al pasar por la cueva de Baltzola, oyeron ruido en su interior y entraron para ver si dentro estaba alguno de sus animales. ¡Cuál no sería su asombro al ver enroscada una gran culebra!
El hermano joven, rápidamente, tomó una piedra y le dio tal golpe a la culebra, que le cortó la cola, y le iba a dar otro en la cabeza cuando el hermano mayor le paró y le dijo que dejara en paz a la culebra, que también era criatura de Dios. Al instante oyeron como un trueno horrible, y llenos de miedo, escaparon de la cueva los muchachos.
A los pocos días se recibió en el caserío la orden de que el hermano mayor tenía que ir a servir al rey y a luchar contra los moros. Allá se fue el hermano mayor y, pasaron los meses, y cuando llegó la Nochebuena le entró una gran tristeza acordándose de lo bien que lo pasaba en su caserío, en el día de Navidad, cantando Gabon gaba, comiendo castañas asadas en el tamboril y bailando el aurresku en la plaza de Dima, frente a la iglesia.
—Si estuviera en Baltzola… —se dijo a sí mismo, pues como su casa estaba cerca de Baltzola, era igual que estar entre los suyos; y al instante de pensar esto de Baltzola se le apareció un hombre bajo, de mal aspecto, que le preguntó de sopetón:
—¿Quieres ir a la cueva de Baltzola?
—Claro que sí —respondió el soldado.
—Bien —dijo el hombre feo—. Yo te llevaré a Baltzola para que pases la Nochebuena entre los tuyos, pero con una condición.
—¿Y cuál es?
—La de que lleves a casa dos cosas que te daré cuando estemos en la cueva.
—Muy bien —contestó el muchacho, y al momento se encontró en Baltzola.
El hombre feo le dijo que esperase un poco, y se metió al interior de la cueva, de donde volvió con un gran pedazo de oro para él y una faja de seda para su hermano.
—Este trozo de oro para ti —le dijo—, y este ceñidor de seda para tu hermano, para que se lo ponga en la cintura y esté guapo. Además, me tienes que prometer que dentro de tres días vendrás con tu hermano a esta cueva para charlar un poco.
—Bien —dijo el soldado; y saltando y brincando llegó en un momento a su caserío. Allá todos se alegraron mucho de verle, pues estaba a varias semanas de viaje y no le esperaban.
El soldado les contó lo maravilloso de su caso: que se le había aparecido un hombre y en un santiamén le había traído hasta Baltzola, donde le había dado un terrón de oro para él y un ceñidor de seda para su hermano.
—¡Hale! —dijo—. Ponte ahora mismo el guerriko, para ver qué bien te queda. (Antes los baserritarras no usaban cinturón ni tirantes, sino una faja de tela, llamada en vascuence guerriko).
Pero el hermano contestó que él no necesitaba el guerriko de ningún desconocido, y que si quería ponérselo a alguien, que se lo ciñera al nogal que había delante de la casa.
El hermano mayor salió y, en broma, se lo puso al nogal y, ante el asombro de todos, del ceñidor empezó a brotar un terrible fuego que consumió el nogal entero, hasta las raíces, y en el lugar donde estaba el nogal quedó una sima tenebrosa.
No solo en Iturriondobeti, sino en todo el barrio de Bargondia, la gente quedó maravillada de aquel acontecimiento y andaba pensando en quién lo habría hecho.
A los tres días, según lo prometido, se presentaron los dos hermanos en Baltzola, y entonces se les apareció un hombre manco, que empezó a insultar al hermano menor.
—¡Por tu culpa estoy manco, sirvergüenza! —le decía—. ¡Por tu culpa! ¿Por qué me dejaste manco?
El hermano menor contestó, estupefacto, que él no había mancado a nadie.
El manco, entonces, le enseñó su brazo sin mano y le recordó:
—¿Te acuerdas a quién pegaste una vez que estuviste en esta cueva?
—Sí; se me apareció una culebra y a ella le pegué.
—Pues no era una culebra, sino yo, y aquí me ves mancado por tu pedrada.
El hermano menor tenía una medalla de oro colgando del cuello con la imagen de la Virgen de Begoña por un lado y, por el otro, con el Corazón de Jesús. El manco le señaló la medalla.
—Da gracias a esa imagen que llevas colgando del cuello, pues si no, hoy estarías perdido; pero recuerda que te lanzo esta maldición: En Iturriondobeti no faltará jamás algún manco.
Y el manco desapareció.
En cuanto a si se cumplió o no la maldición del horrible manco, no lo sabemos.
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