Mama-Cocha («madre laguna») parió dos hijas: una
muy mala y rebelde, la de Ochenta (llamada así por tener
ochenta huacos); y otra menos mala, la del Tapial. La
primera encontró su sitio en una jalea, situada entre San
Carlos y Yurumarca, y la segunda se ubicó en la pampa del
Tapial, cerca de Chachapoyas.
En el valle de Pomacochas («lagunas del puma») progresaba
un pequeño pueblo cuyos habitantes eran muy
orgullosos, pues poseían grandes riquezas extraídas de las
minas de Cullquiyacu (cullqui, «plata»; yacu, «agua»). Jamás
hacían una obra de caridad, ni menos daban posada a
los transeúntes. Los ricos odiaban a muerte a los pobres, y
no adoraban al Dios verdadero, pues eran idólatras.
El Taita Amito19 quiso castigar a esta gente mala, y
convirtiéndose en un viejecito harapiento, cubierto de sucias
y asquerosas llagas, se presentó en el pueblo. Visitó
varias casas, mas los dueños le arrojaron puerta afuera, le
tiraron piedras y lo hicieron morder por sus perros.
El anciano sufría estos ultrajes en silencio, y casi al
atardecer llegó a las puertas de una chocita muy pobre,
donde vivía una mujer con muchos hijitos. Esta lo recibió
con todo cariño y le ofreció algo de comer.
El viejecito no aceptó alimento alguno, y solo pidió
que lo dejara descansar un momento y le regalara una flor
de azucena y otra de margarita. Luego, dijo a la buena
mujer: «He caminado todo el día buscando una persona
caritativa, y la única que he encontrado eres tú. En premio
de tu bondad te salvaré la vida, pero es preciso que dejes
tu casa y vayas esta misma tarde, con tus hijos, al cerro de
Puma-Urco («centro del puma»), porque estoy resuelto a
castigar el orgullo de esta gente. No vuelvas sino cuando
veas el arco iris pintado en el cielo». Dicho esto, desapareció.
Como la mujer era generosa, contó a sus vecinos lo
que el anciano misterioso le había anunciado; pero estos,
llenos de incredulidad, la llamaron «loca».
Al primer canto del gallo, o sea a la medianoche, una música
muy hermosa se dejó escuchar en la lejanía, la cual se
hizo más clara al aproximarse al pueblo. Los habitantes, que
además eran muy curiosos, dejaron sus lechos y salieron a
aguaitar. Grande fue la sorpresa de estos, cuando sobre el
cerro de Tranca-Urco vieron una nube blanca que parecía
una sábana, y que extendiéndose sobre la ciudad la envolvía
por completo. Asustados pretendieron huir, pero las aguas se
precipitaron, sepultando en sus entrañas a todos los habitantes.
Gran cantidad de bandejas de oro y plata llegaron arras-
tradas por la corriente; en la más grande y hermosa, venía la
madre de la laguna. Por último apareció el anciano, llevando
en sus manos un gran plato lleno de manteca, con peces,
plantas de totora, carricillos y cortadera, así como un huevo
de pato. En el mismo instante en que lo arrojó al agua, cayó
un rayo y partió el huevo, y salieron volando patos y gaviotas.
Los peces se multiplicaron y las plantas bordearon la laguna.
Cuando amaneció, la señora y sus hijos vieron con
asombro que el pueblo había desaparecido, y que en su lugar
estaba una laguna de aguas azules, y sobre ella se levantaba
un deslumbrante arco iris, tal como lo había anunciado
el mendigo misterioso. Ese mismo día los habitantes
de Chachapoyas notaron con asombro también que la laguna
del Tapial había desaparecido totalmente, quedando
en cambio una extensa llanura cubierta de verde hierba.
Es creencia general que las almas de los que murieron
a consecuencia de la inundación se han convertido en sirenas,
las cuales tienen por costumbre robar criaturas, para
llevarlas a vivir en su ciudad encantada, bajo las aguas.
Durante muchos años la laguna de Pomacochas fue el
terror de los nuevos pobladores, descendientes de la única
familia sobreviviente y de otras que emigraron de los vecinos
pueblos de Gualulo y Tiapollo, tales como los Chicana,
los Catpo y los Ocmata.
Para calmar la furia de las aguas y de los seres que en
ella habitan, pidieron al cura párroco que bendijera la laguna.
El buen sacerdote aceptó gustoso, y entrando en
una balsa derramó agua bendita en los ojos de la laguna.
En este momento se levantó una gran tempestad y apareció
un enorme pez rojo que, mordiendo al cura en el brazo,
intentó hundirlo. Sus acompañantes lo salvaron, pero
días después murió secándose como un palo.
Después de este acontecimiento nadie se atrevía a navegar
en la laguna, hasta que don Vidal Catpo (que vive
todavía) se decidió a desafiar el peligro y la vadeó en una
canoa. Desde entonces se desterró el miedo, y hoy nadie
le teme, pues todos los días navegan en sus aguas canoas
cargadas de cosechas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario