viernes, 1 de marzo de 2019

Rajá Rasalu

En el pasado vivió un importante rajá cuyo nombre era Salabhan. Su reina, que se llamaba Lona, a pesar de lo mucho que había llorado y rezado en los santuarios, no había conseguido tener un hijo que alegrara sus ojos. Después de mucho tiempo, sin embargo, le auguraron un hijo.

    La reina Lona regresó al palacio y, cuando el momento del nacimiento del hijo prometido estuvo cerca, preguntó a tres yoguis que llegaron mendigando a su puerta cuál sería el destino del niño.

    —¡Oh, reina! —contestó el más joven de ellos— El bebé será un niño y llegará a ser un gran hombre. Pero durante doce años no deberéis mirar su rostro, porque si su padre o tú lo veis antes de que pasen doce años, moriréis. Esto es lo que debéis hacer: tan pronto como el niño nazca debéis enviarlo a un sótano subterráneo donde no llegue la luz del sol. Dentro de doce años deberá salir, bañarse en el río, ponerse ropa limpia y visitaros. Su nombre será rajá Rasalu, y será conocido en todo el mundo.

    Así, cuando el joven príncipe llegó al mundo, sus padres lo escondieron en un palacio subterráneo con niñeras, sirvientes y todo lo que el hijo de un rey podría desear. Y le enviaron un joven potro que había nacido el mismo día y una espada, una lanza y un escudo para el día en el que volviera al mundo.

    Así que allí vivió el niño, jugando con su potro y hablando con su loro mientras las criadas le enseñaban todas las cosas que el hijo de un rey necesitaba saber.

    El joven Rasalu vivió allí, lejos de la luz del sol, durante once largos años durante los que se hizo alto y fuerte. Se conformaba con jugar con su potro y charlar con su loro pero, cuando el duodécimo año comenzó, el corazón del muchacho se llenó de anhelos de cambio, pues le encantaba escuchar los sonidos que llegaban hasta su prisión palaciega desde el mundo exterior.

    —¡Debo ir a ver de dónde vienen esas voces! —exclamó, y cuando sus criadas le dijeron que no podría salir hasta dentro de un año más, se rio a carcajadas— ¡De eso nada! ¡No me quedaré aquí ni un momento más!

    Entonces, con un atuendo limpio, un rostro atractivo y un corazón valiente, cabalgó hasta llegar a la ciudad de su padre. Allí se sentó un rato para descansar junto a un pozo de donde las mujeres sacaban agua con jarras de arcilla. Cuando pasaban a su lado, con las jarras llenas colocadas sobre las cabezas, el alegre y joven príncipe lanzaba piedras a las vasijas de arcilla y las rompía. Entonces las mujeres, empapadas, acudieron llorando y lamentándose al palacio y se quejaron al rey de que un joven príncipe con una brillante armadura, un loro en su muñeca y un gallardo corcel a su lado, estaba sentado junto al pozo y había roto sus jarras.

    Tan pronto como el rajá Salabhan escuchó esto supuso que el príncipe Rasalu había salido antes de tiempo y, recordando las palabras de los yoguis de que moriría si veía el rostro de su hijo antes de que pasaran doce años, no se atrevió a enviar a sus guardias para que atraparan al delincuente y lo llevaran para ser juzgado. Así que pidió a las mujeres que se calmaran y les entregó jarras nuevas de hierro y latón.

    Pero cuando el príncipe Rasalu vio que las mujeres volvían al pozo con jarras de hierro y latón, se rio y usó su poderoso arco para que las afiladas flechas perforaran las vasijas de metal como si fueran de barro.

    Aun así el rey no envió a sus hombres, así que Rasalu montó en su caballo y partió con el orgullo y la fuerza de su juventud al palacio. Entró en la sala de audiencias donde se hallaba su padre, tembloroso, y lo saludó con respeto. Pero el rajá Salabhan, temiendo por su vida, le dio la espalda apresuradamente y no pronunció una sola palabra en respuesta.

    Entonces el príncipe Rasalu le dijo con desdén:


«¡He venido a saludarte, rey, y no a dañarte!
 ¿Qué he hecho para que me des la espalda?
 El cetro y tu imperio no me impresionan…
¡El tesoro que busco es más importante!»


Se marchó, lleno de amargura y furia, pero al pasar bajo las ventanas de palacio oyó a su madre llorar y el sonido conmovió su corazón. Su ira desapareció y se sintió muy solo, porque había sido rechazado por su padre y su madre. Así que lloró con gran pesar:

«Oh, corazón coronado con dolor,
¿Solo tienes lágrimas para tu hijo?
¿Eres tú mi madre, mi progenitor?
¡Piensa en esta vida que ahora empieza!».

Y la reina Lona respondió entre lágrimas:

«¡Sí! Soy tu madre y, aunque llore,
  Da por cierta mi palabra.
¡Vete, por más que yo te adore!
Y mantén tu corazón bueno y puro».

El rajá Rasalu se sintió consolado y comenzó a prepararse para el futuro. Se llevó con él a su caballo Bhaunr y a su loro, ya que ambos habían vivido con él desde su nacimiento.

    La reina Lona observó su marcha desde su ventana hasta que no fueron más que una nube de polvo en el horizonte; entonces apoyó la cabeza en sus manos y lloró:

«¡Hijo, deja que las nubes de mis ojos se disipen,
 Pues opacan el sol y oscurecen el día,
 Y hacen que las lluvias se anticipen
  Mientras desapareces en el polvo!»

Rasalu se había marchado para jugar al chaupar13 con el rey Sarkap. Y mientras iba de camino se encontró con una feroz tormenta de truenos y rayos, de modo que buscó cobijo y no encontró nada más que un viejo panteón donde había un cadáver sin cabeza. Tan solo se sentía que incluso el cadáver le parecía compañía, así que, tras sentarse a su lado, le dijo:

«No hay nadie aquí, apenas el viento
Y este cuerpo inerte, frío y tétrico;
Ojalá Dios le devolviera el aliento
 Para no estar tan solo y apenado»

Y de inmediato el cuerpo sin cabeza se levantó y se sentó junto al rajá Rasalu. Y el joven, nada asustado, le dijo:

«La tormenta es feroz y me pregunto,
 Mientras las nubes se alzan negras,
¿Qué te aflige en tu reposo, difunto?
¿Por qué no puedes descansar?».

Y el cadáver decapitado contestó:

«Yo antes era como tú, orgulloso,
 Me paseaba con la cabeza bien alta,
 Y el turbante ladeado, majestuoso,
 Como si nada pudiera afectarme.
 Me divertía y vivía aventuras;
 No era un muchacho temeroso.
 ¡Pero ahora estoy muerto y mis pecados,
 Que son muchos y horrorosos,
 No me dejan descansar!»

Y así pasó la noche, oscura y deprimente, mientras Rasalu charlaba en el panteón con el cadáver sin cabeza. Cuando llegó la mañana y Rasalu dijo que debía continuar con su viaje, el cadáver decapitado le preguntó a dónde iba. «A jugar al chaupar con el rey Sarkap», le dijo, pero el cadáver le suplicó que abandonara esa idea.

    —Yo soy el hermano del rey Sarkap y conozco sus costumbres. Cada día, antes del desayuno, corta la cabeza de dos o tres hombres solo para entretenerse. Un día en el que no había nadie más a mano me cortó la mía, y sin duda te cortará la tuya con una u otra excusa. Sin embargo, si estás decidido a jugar al chaupar con él, toma algunos de los huesos de este panteón y fabrica tu dado con ellos: así mi hermano no podrá usar su dado encantado, con el que siempre gana.

    Así que Rasalu cogió algunos de los huesos que había por allí tirados y les dio forma de dado antes de guardárselos en el bolsillo. A continuación se despidió del decapitado y siguió su camino para ir a jugar al chaupar con el rey.

    En el camino llegó a un bosque ardiendo y una voz se elevó del fuego diciendo:

    —¡Oh, viajero! ¡Por Dios, sálvame del fuego!

Entonces el príncipe se dirigió al bosque en llamas y resultó que la voz era la de un diminuto grillo. Sin embargo, Rasalu, que era amable y virtuoso, lo sacó del fuego y lo dejó en libertad. La pequeña criatura, agradecida, se arrancó una de sus antenas y, tras dársela a su salvador, dijo:

    —Guarda esto y, si alguna vez estás en problemas, échalo al fuego. De inmediato acudiré en tu ayuda.

    —¿Qué ayuda podrías proporcionarme tú? —contestó el príncipe con una sonrisa. Sin embargo, guardó la antena y prosiguió su camino.

    Cuando llegó a la ciudad del rey Sarkap, las setenta doncellas hijas del rey salieron a recibirlo: setenta hermosas doncellas, alegres y despreocupadas, todo sonrisas y risas; pero una de ellas, la más joven de todas, cuando vio al gallardo y joven príncipe montado en Bhaunr Iraqi dirigiéndose alegremente a su fin, se sintió conmovida y le dijo:

 «¡Apuesto príncipe, detén tu caballo!
  ¡Márchate! Te suplico que te vayas.
  ¡O prepara tu lanza para la batalla,
  Ya que hoy perderás la cabeza!
  ¿Es que no aprecias la vida?
   ¡Márchate! Te suplico que te vayas».

Pero él, sonriendo a la doncella, contestó despreocupadamente:


«¡Bella doncella, he venido de muy lejos,
  Conquistador en la guerra y el amor!
  El rey Sarkap lamentará mi llegada,
  Cuando corte su cabeza con furor;
  Después me marcharé contigo,
  Y nos casaremos con gran esplendor».


Cuando Rasalu contestó tan valientemente, la doncella miró su rostro y, al ver lo guapo, valiente y fuerte que era, quedó prendada de él. De buena gana lo habría seguido por el mundo.

    Pero las otras sesenta y nueve doncellas, que estaban celosas, se rieron con desdén de él.

    —¡No tan rápido, valiente guerrero! Si quieres casarte con nuestra hermana primero debes hacer lo que te pidamos, porque serás nuestro hermano menor.

    —¡Hermosas hermanas! —contestó Rasalu alegremente— Decidme qué queréis que haga y lo cumpliré.

    Así que las sesenta y nueve doncellas mezclaron un quintal de mijo con un quintal de arena y, tras dárselo a Rasalu, le pidieron que separara el grano de la arena.

    Entonces el joven se acordó del grillo; sacó la antena de su bolsillo y la lanzó al fuego. Y de inmediato se escuchó un canto en el aire y un enorme grupo de grillos se posaron ante él, entre ellos el grillo cuya vida había salvado.

    —Separad los granos de mijo de la arena —les pidió Rasalu.

    —¿Eso es todo? —replicó el grillo— De haber sabido que labor era tan sencilla no habría reunido a tantos de los míos.

    Y dicho eso el grupo de grillos comenzó a trabajar y en una noche separaron el grano de la arena.

    Cuando las sesenta y nueve hermosas doncellas, hijas del rey, vieron que Rasalu había realizado con éxito su tarea, le ordenaron otra. Le pidieron que las columpiara, una a una, hasta que estuvieran cansadas.

    —¡Sois setenta, contando a mi prometida, y no voy a pasarme la vida columpiando chicas! —contestó, riéndose— Vaya, para cuando os haya columpiado a todas, la primera querrá volver a empezar. ¡No! Si queréis que os columpie subid todas, las setenta, y entonces veré qué hago.

    Así que las setenta doncellas subieron a un único columpio y rajá Rasalu, con su brillante armadura, ató las cuerdas a su poderoso arco y lo tensó al máximo. Entonces lo soltó y, como una flecha, el columpio salió disparado en el aire, con su carga de setenta hermosas doncellas, alegres y despreocupadas, todo sonrisas y risas.

    Pero cuando el columpio volvió, Rasalu desenvainó su afilada espada y cortó las cuerdas. Las setenta hermosas doncellas cayeron al suelo de cabeza; algunas se magullaron y otras se rompieron algo, pero la única que escapó ilesa fue la enamorada de Rasalu, porque fue la última y cayó sobre las demás.

    Después de esto, Rasalu dio quince pasos hasta llegar a los setenta tambores que todo aquel que fuera a jugar chaupar con el rey tenía que golpear, y los golpeó con tal fuerza que los rompió todos. Entonces llegó a los setenta gongs, todos en fila, y los hizo sonar tan fuerte que se hicieron añicos.

    Al ver esto, la princesa más joven, que era la única en condiciones para correr, se dirigió a su padre muy asustada y le dijo:

«¡Un poderoso príncipe
   Ha lanzado de cabeza
   A las setenta doncellas!
   Ni un tambor quedó de una pieza.
  ¡Me tomará por esposa
  Y asesinará a su Alteza!».


Pero el rey Sarkap contestó con desdén:

   «Tonterías; mi coraje
     Pondrá a prueba su fiereza.
     ¡Tan pronto como haya comido,
      Le cortaré la cabeza!»

Pero a pesar de estas presuntuosas y valientes palabras tenía mucho miedo, ya que había oído hablar de Rasalu. Y sabiendo que hasta que llegara la hora de jugar al chaupar se hospedaba en la casa de una anciana de la ciudad, Sarkap le envió unos sirvientes con bandejas de manjares y frutas, como si fuera un preciado invitado. Pero la comida estaba envenenada.

    Cuando los sirvientes llevaron las bandejas al rajá Rasalu, este se incorporó con arrogancia y dijo:

    —Id a decir a vuestro señor que yo no soy amigo suyo. ¡Soy su enemigo declarado, y no comeré nada de esto!

    Dicho esto, lanzó los manjares al perro del rajá Sarkap, que había seguido a los sirvientes, y el perro murió de inmediato.

    Rasalu se puso furioso.

    —Volved con Sarkap, sirvientes, y decidle que Rasalu no considera un acto de valentía matar a un enemigo con traiciones —dijo amargamente.

    Cuando llegó la noche, el rajá Rasalu se dispuso a jugar al chaupar con el rey Sarkap. Al pasar junto al horno de un alfarero vio a una gata merodeando sin descanso; le preguntó qué le pasaba, por qué no se quedaba quieta, y la gata contestó:

    —Mis gatitos están en una de esas vasijas sin cocer. Acaban de encender el horno y mis cachorros se cocerán vivos. ¡Por eso no puedo descansar!

    Sus palabras conmovieron al rajá Rasalu, que se dirigió al alfarero y le pidió que le vendiera la vasija tal como estaba, pero el alfarero le dijo que no podría ponerle un precio justo hasta que las vasijas estuvieran cocidas, ya que no sabía cuántas de ellas terminarían enteras. Sin embargo, después de regatear un poco, aceptó venderle la hornada entera y Rasalu, después de buscar en todas ellas, devolvió las crías a su madre. La gata, muy agradecida por su ayuda, le entregó a una de ellas.

    —Llévala en tu bolsillo, porque te ayudará cuando estés en dificultades.

    De modo que Rasalu se guardó al gatito en su bolsillo y fue a jugar al chaupar con el rey.

    Antes de sentarse a jugar, el rajá Sarkap estableció sus apuestas: en la primera partida, su reino; en la segunda, todas sus riquezas; en la tercera, su propia cabeza. Lo mismo hizo el rajá Rasalu: en la primera partida, sus armas; en la segunda, su caballo; en la tercera, su cabeza.

    Comenzaron a jugar y a Rasalu le tocó hacer el primer movimiento. Olvidando la advertencia del decapitado, jugó con los dados que le entregó el rajá Sarkap, que además dejó suelta a su famosa rata, Dhol Rajá. El animal corrió por el tablero volcando las piezas astutamente, de modo que Rasalu perdió la primera partida y tuvo que entregar su brillante armadura.

    Comenzó la segunda partida y, una vez más, Dhol Rajá, la rata, volcó las piezas. Rasalu, que perdió la partida, entregó su leal corcel. Entonces Bhaunr, el caballo árabe, dijo a su señor:

«¡Querido príncipe! Confía en mí.
   
     Si subes a mi grupa
    Te llevaré lejos de aquí.
    ¡Galoparé tan rápido como un pájaro,
     Hasta el mar donde nací!
     Pero, si decides quedarte,
     ¡Mete la mano en tu bolsillo!»


Al oír esto, el rajá Sarkap frunció el ceño y pidió a sus criados que se llevaran a Bhaunr, el caballo árabe, ya que estaba dando a su señor consejos para el juego. Cuando los criados se llevaron al leal corcel, Rasalu no pudo contener las lágrimas pensando en los largos años que Bhaunr había sido su compañero. Pero el caballo exclamó de nuevo:


 «¡No llores, querido príncipe!
    No comeré un pan que no sea tuyo,
   No me domará ningún otro arrullo.
   Mete la mano derecha donde te he dicho».

Estas palabras despertaron algún recuerdo en la mente de Rasalu y, cuando en aquel momento, el gatito que llevaba en el bolsillo comenzó a moverse, recordó la advertencia y el dado que había hecho con los huesos de los muertos. Entonces se animó de nuevo y dijo al rajá Sarkap:

    —Deja mi caballo y mis armas aquí, por ahora. ¡Tendrás tiempo de sobra para llevártelas cuando hayas ganado mi cabeza!

    Entonces el rajá Sarkap, notando la confianza de Rasalu, comenzó a tener miedo y ordenó a todas las mujeres de palacio que acudieran con sus vestidos más alegres para distraer su atención del juego. Pero él ni siquiera las miró y, tras sacar los dados de su bolsillo, dijo a Sarkap:

    —Hemos jugado con tu dado todo este tiempo; ahora jugaremos con el mío.

    Entonces el gatito salió y se sentó en la ventana por la que la rata Dhol Rajá solía entrar, y la partida comenzó.

    Después de un rato, Sarkap, viendo que el rajá Rasalu estaba ganando, llamó a su rata, pero cuando Dhol Rajá vio al gatito tuvo miedo y no se acercó. Así que Rasalu ganó, y recuperó sus armas. A continuación jugó por su caballo, y una vez más Sarkap llamó a su rata; pero Dhol Rajá, al ver al gatito haciendo guardia, tuvo miedo. Así que Rasalu ganó la segunda apuesta y recuperó a Bhaunr, el caballo árabe.

    Entonces Sarkap se concentró en la tercera y última partida.

«¡Favorecedme, oh, piezas del tablero!
 En esta partida el riesgo no es poco:
 Es la vida y la muerte lo que está en juego;
 ¡Ayudadme, por todos los cielos!»

Empezaron a jugar mientras las mujeres los rodeaban y el gatito vigilaba a Dhol Rajá desde la ventana. Entonces Sarkap perdió: primero su reino, después todas su riquezas, y por último su cabeza.

    Justo entonces apareció un criado y anunció el nacimiento de una hija de Sarkap. Este, abrumado por las desgracias, dijo:

    —¡Mátala inmediatamente, porque ha nacido en un mal momento y ha traído mala suerte a su padre!

    Pero Rasalu, que era bondadoso y valiente, se incorporó con su brillante armadura, y dijo:

    —¡No lo hagas, rey! Ella no ha hecho mal alguno. Dame a esa niña como esposa y, si prometes que jamás volverás a jugarte la cabeza de alguien al chaupar, te perdonaré la tuya ahora.

    Entonces Sarkap le hizo la solemne promesa de no volver a apostarse una cabeza y a continuación cogió una rama de mango y al bebé recién nacido y, tras colocarlos en una bandeja dorada, se los entregó a Rasalu.

    Cuando el príncipe abandonó el palacio, llevando con él al bebé recién nacido y la rama de mango, se encontró con un grupo de prisioneros, que exclamaron:

«¡Comparado con los demás,
  Tímidos pajarillos,
   Eres un halcón real!
   Concede nuestra petición…
  ¡Líbranos de estas cadenas
   Y lleva contigo nuestra bendición!»


Y el rajá Rasalu los escuchó y pidió al rey Sarkap que los dejara libres.

    A continuación se dirigió a las montañas Murti y dejó a la recién nacida, Kokilan, en un palacio subterráneo, en cuya puerta plantó la rama de mango.

    —El mango florecerá en doce años; entonces regresaré y me casaré con Kokilan.

    Y después de doce años el mango comenzó a florecer y el rajá Rasalu se casó con la princesa Kokilan, a quien consiguió cuando jugó al chaupar contra el rey Sarkap.



 El rajá Rasalu juega al chaupar con el rajá Sarkap


    13 Juego de mesa parecido al ajedrez.

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