viernes, 1 de marzo de 2019

Mitos supersticiones y supervivencias populares de Bolivia:Ideas médicas indígenas

Carácter general de la medicina indígena

La terapéutica indígena se compone de raros y curiosos remedios, algunos de ellos eficaces, pero aplicados siempre con la ayuda de procedimientos supersticiosos; porque el indio y el cholo personifican las enfermedades e infecciones y suponen que son atraidas a su hogar por medio de maleficios y hechizos empleados por sus enemigos, y cuando la enfermedad no es susceptible de ser personificada, la tienen como resultado infalible de algún embrujamiento, y con objeto de conseguir, en el primer caso, que se vaya la enfermedad y recobrar la salud, o deshacerse del hechizo, en el segundo, y sanar los enfermos acuden prestos a los auxilios e intervención de curanderos que, a la vez, deben ser precisamente brujos, sin cuyo requisito indispensable, nada de provecho podrían hacer en favor de sus clientes, ni tendrían influencia sobre éstos y su familia.
El arte de curar de los indios se reduce, en consecuencia, a que abandone la casa la persona de la enfermedad, y en seguida, en desembrujar al enfermo, o en obtener únicamente este último resultado, inutilizando las armas y recursos de hechicería, que contra él se han puesto en ejecución, mediante el empleo de otros más poderosos. La convicción que al respecto tienen aquéllos, es tan arraigada que no admiten réplica en contrario, y sólo les merece fe y dan importancia a quien acompaña sus curaciones con prácticas supersticiosas. Muchos de esos curanderos-brujos o kolla-camanas, son herbolarios entendidos y diestros cirujanos, que proceden con entera conciencia de lo que hacen y de la eficacia de sus recetas, pero los más son embusteros e ignorantes de su oficio. No faltan quienes manifiesten en sus curaciones medios derivados del espiritismo o hipnotismo. Mas, en lo que se parecen todos ellos, es en darlas de zahories y en fanfarronear de que nada hay desconocido o difícil para su saber, en materias relativas a su profesión.

Indios y cholos, con el prejuicio de no provenir las enfermedades de sus excesos o de contagios e infecciones, sino de los manejos aviesos de sus enemigos, que los han hecho embrujar, o de la acción de seres malignos, atraídos por los mismos, dificultan a que la medicina prospere en forma científica en estas clases, sacudiéndose de la hechicería, y de que al médico se exija que sea a la vez brujo.


Conocimientos médicos de los empíricos dedicados a curaciones; empleo de drogas; sus aptitudes para la anatomía y cirugía.—Un caso referido por el P. Cobo. Cómo se forman actualmente los cirujanos


En el imperio incaico los curanderos hacían dimanar sus conocimientos médicos del estudio de las yerbas y del carácter esencial de los fenómenos mórbidos. Despojando a la medicina de aquellos tiempos, y que es la que aun practican los indios, de las preocupaciones que la rodean, se nota que contiene principios y descubrimientos de suma importancia. Los amauttas khechuas y los yatiris kollas, conocían el método homeopático, fundado en la fuerza reactiva de los semejantes, y en la disminución de las dosis y la eficacia del remedio único; estaban familiarizados con el empleo de drogas, como la quinina, la ipecacuana, la copaiba, el azufre y los tónicos amargos y aromáticos, como agentes terapéuticos de primer orden. El gran específico contra las fiebres palúdicas y malignas fué conocido en Europa por la revelación que aquéllos hicieron de las propiedades de la quina. Razón tuvo un escritor argentino, para decir que la antigüedad no ha poseído más que dos escuelas esencialmente clásicas; la de Hipócrates y la de los khechuas[40], o más propiamente de los kollanas.
En cuanto a la anatomía y cirugía, tampoco se puede negar, que las poseían, siquiera en sus generalidades. Dedúcese esto de la casi perfecta preparación de las momias; circunstancia que induce, de paso, a suponer el conocimiento de otra rama completamente moderna en la medicina europea, llamada de los métodos de asepsia y antisepsia.
La preparación de las momias implica que se daban perfecta cuenta de las tres cavidades conocidas del organismo humano y de su consiguiente sometimiento al método antiséptico, que tanto entre los egipcios como entre los kollas y khechuas, ha quedado en secreto inescrutable. Los pálidos vestigios que aun quedan de la ciencia médica de los yatiris y los amauttas, siguen revistiendo en sus sucesores imperfectos, los callahuayas, caracteres de culto sacerdotal, desde su iniciación; especie de ciencia oculta, la de curar, se trasmite ella, de padre a hijo, o entre miembros de la misma familia y tribu, con la desventaja de que cada generación recibe mermada la herencia del saber de sus antepasados y no será extraño que terminen por ignorarlo todo con el trascurso del tiempo.
El callahuaya, tiene entre los indios la misma importancia del mago entre los egipcios, y apenas él se presente en la casa de un enfermo, desaloja a los demás curanderos que le atendían, quienes reconociendo la superioridad de aquél, se retiran voluntariamente y acatan sin observación sus procedimientos terapéuticos o supersticiosos.
Los cráneos excavados de las antiguas sepulturas comprueban que los yatiris y amauttas empleaban también con rara corrección el sistema de las trepanaciones craneanas en sus curaciones, sin embargo de los instrumentos imperfectos y deficientes que debieron poseer para ese objeto. Rezago de tal sistema puede ser el que actualmente aplican los indios del altiplano, para los corderos atacados de la enfermedad del torneo, trepanándoles el cráneo y extrayéndoles con mucho cuidado del interior ciertas materias extrañas que las creen causantes del mal.
La innegable competencia de los médicos indígenas de aquellos tiempos, se encuentra corroborada por el P. Cobo, que dice: «En lo que comúnmente acertaban, era en curar heridas, para las cuales conocían yerbas extraordinarias y de muy gran virtud; y para que más claro sea esto, contaré aquí una cura que hizo un indio en la ciudad de Chuquiabo, como lo refiere un caballero que hubo en aquella ciudad, llamado D. Diego de Avalos, en ciertos papeles suyos que llegaron a mis manos, y es así: De una gran caída que dió un muchacho indio, hijo de D. Alonso Quisimayta (de la generación de los Incas), cacique de la encomienda y repartimiento del dicho D. Diego, se le quebró una pierna por medio de la espinilla, de manera que el hueso de ella rompió la carne y se hincó en el suelo, donde se derramó mucha parte de la médula, lo cual prometía varios accidentes y dificultad en la cura; y por ser hijo del cacique principal y de real sangre, hizo el dicho caballero llamar a los cirujanos para que le curasen con todo cuidado; los cuales, viendo el daño que había recibido el pariente en la pierna se determinaron de cortarla y de aventurar por este camino, porque, de no hacerlo, tenían por cierta su muerte. Mas, como de tal remedio rara vez se haya visto buen suceso en este reino, hubo diversos pareceres en los circunstantes; y su padre del muchacho fué del contrario, el cual mandó llamar a un individuo viejo, cuyo oficio era curar entre ellos y le preguntó qué cura se le ofrecía para su hijo. El viejo se apartó un poco del camino (estaban fuera del pueblo) y cogió cierta yerba que luego quebrantó en las piedras, a fin de que no pudiese ser conocida, como no lo fué; y llegando donde el enfermo estaba, la esprimió, y con el zumo de ella mojó el hilo de lana y con él le ató el hueso que salía de la carne y a raíz de ella, prometiendo cierta salud al enfermo, y otro día estando presente el sobredicho D. Diego de Avalos, con otras personas, volvió el indio a curar al enfermo, y vieron todos los circunstantes, con no poca admiración suya, cómo el hilo de lana con el sumo de la yerba, con su fortaleza había cortado el hueso sin dolor alguno, según el enfermo dijo; y aplicándole el viejo herbolario la misma yerba mezclada con otras, en breve fué sano, quedando por señal un pequeño hoyo en la espinilla, por donde el hueso había salido; pero tan sano y ágil el mozo, como si semejante desastre no le hubiera sucedido.
«Quedó tan deseoso de conocer aquella yerba el dicho D. Diego, que prometiéndole buena paga al indio, con halagos y caricias le pidió la mostrase; y aunque él prometió hacerlo, nunca lo cumplió, sino que le fué entreteniendo con varias excusas, hasta que el hielo del invierno quemó los prados, lo cual tuvo el indio por bastante causa para no cumplir la promesa.»[41]
Semejantes curaciones no son extrañas al presente entre los indios. Como no existen en las poblaciones rurales médicos ni boticas, son los curanderos indígenas los que hacen las reducciones, en los casos de luxaciones y fracturas, con singular maestría y después ponen emplastos de yerbas en las partes enfermas hasta que sane el enfermo. En lo que fallan por completo es en el tratamiento y curación de las enfermedades importadas por los españoles y en las que posteriormente han aparecido, a las que el organismo indígena no está habituado y que por esta causa y por faltar medios para curarlas hacen estragos entre los indios, quienes sucumben sin el menor auxilio médico. En presencia de tales dolencias, para las que se declara impotente su primitiva farmacopea, sólo tienen el recurso de las brujerías.

De dos maneras aprende a curar el cirujano indígena o Sircamana, por trasmisión de conocimientos, en la forma ya indicada, o por observación directa en su persona, cuando ha sufrido una fractura o luxación y consigue sanar por propio esfuerzo. En ambos casos, estos empíricos suelen hacerse tan hábiles en su profesión, que realizan curaciones sorprendentes.

Los callahuayas; sus curaciones y hechizos; sus costumbres y estado actual

El yatiri o sabio por excelencia, que a sus conocimientos médicos une los prestigios de un aventajado brujo, constituye entre los indios, el Callahuaya. En el interior de la república le llaman Kamili; le temen y buscan. El nombre propio de estos famosos curanderos, herbolarios y hechiceros, fué el de Kolla-huayus o sea portadores de medicinas, que con la corrupción fonética y disimilación producidas en las palabras con el uso y el tiempo, llegó a convertirse en el que tienen. Es un error suponer que llevan ese nombre por haber sido provenientes sus antepasados de los valles de Carabaya. No existe entre ellos la tradición más remota de tal procedencia; por el contrario, se notan completas desemejanzas con los habitantes de aquellas regiones y éstos.
Los callahuayas formaban una casta aparte en la antigüedad; se les consideraba como únicos depositarios de la ciencia médica de los Kollanas, sus sabios antepasados. Sus costumbres eran y siguen siendo especiales y diferentes de las que tienen los indios que habitan en la misma región. Su principal obligación consistía en recorrer todos los pueblos, llevando consigo remedios variados y curando a cuantos enfermos demandaban su asistencia, o les pedían auxilios contra los embrujamientos, o amuletos para evitarlos. Tampoco rehusaban ejercer la hechicería, cuando les exigían, ya sea para causar un daño al prójimo o vaticinar el porvenir.
Durante el régimen colonial siguieron desempeñando el mismo papel, y son ellos los que hicieron conocer casi todas las plantas que hoy se usan en la farmacopea indígena, con la circunstancia, de que las propiedades que les señalaron, han sido admitidas por la ciencia y justificadas así sus perspicaces observaciones.
En la actualidad, estos notables y célebres herbolarios y brujos, habitan ciertas circunscripciones de los cantones de Charazani y Curva del Departamento de La Paz, y han perdido mucho de su antiguo prestigio, ya porque han descuidado las observaciones y métodos de curación de sus antepasados, ya porque la enseñanza médica se encuentra adelantada en nuestro país y los médicos abundan relativamente a la época colonial, en la que éstos, por sus escasos y deficientes conocimientos, eran inferiores a los empíricos.
El Callahuaya no se contenta con ser un brujo y curandero, confundido en el común de los que siguen estos oficios, sino que trata siempre de sobresalir en su porte y relaciones con los demás; la vanidad y el orgullo, son pasiones que le dominan demasiado. En las festividades que celebran sus pueblos, se les ve bien y singularmente trajeados: la cabeza envuelta con un elegante pañuelo de seda y encima un sombrero de paja de Guayaquil, pantalón de casimir fino, sujetado a la cintura por una chiripá o cinturón adornado con monedas de plata extranjeras. Los callahuayas de Curva se presentan montados en caballos, ensillados con aperos chapeados de plata, estribos del mismo metal, riendas y cabezada, formadas algunas de cadenas de plata. Su afán es imitar a los gauchos de las pampas argentinas, por lo que cargan puñal en el cinto y pronuncian el castellano con acento gauchesco.
Las mujeres son feas y muy sucias; sujetan su manto con tres grandes tupus o prendedores de plata, que forman sobre el pecho un triángulo; la frente la cruzan con una faja de hilos de varios colores, y encima se ponen un sombrero de paja. El corte de su falda lo usan hasta la rodilla, haciendo que las pantorrillas queden al descubierto.
Los callahuayas hablan aymara, khechua, puquina y castellano. Son tan suspicaces que cuando tratan con los indios, se entienden entre ellos en el lenguaje que ignoran los que se hallan presentes.
La vida que llevan es misteriosa. Los de Curva, regresan de sus viajes arreando cada cual una tropa, más o menos numerosa, de mulas argentinas, y los de Charazani, trayendo mercaderías valiosas y raras. Los vecinos mestizos de ambos pueblos, particularmente los que desempeñan alguna función pública, los exaccionan mucho; si no les arrebatan a viva fuerza lo que traen, les compran por precios ínfimos; a tal punto que han establecido la costumbre de permutar una buena mula con una caja de alcohol. Las mismas autoridades superiores de la provincia, no se excusan de explotar, en igual forma, a estos desgraciados, ya directamente o ya por intermedio de los corregidores; por lo menos estos últimos funcionarios llegan en sus abusos a extremos inconcebibles.
No se han podido averiguar aún los medios de que se valen los callahuayas para conseguir bestias y objetos valiosos en sus viajes; lo probable es que explotando el espíritu supersticioso de los campesinos, se hacen de dinero, con el que compran todas esas especies, o reciben directamente éstas, en pago de sus curaciones y pronósticos.
De conocimientos botánicos, les quedan los suficientes para darse cuenta de las propiedades de algunas plantas, y hacen uso de ellas en sus recetas, que unidas éstas en su aplicación al conjunto de supersticiones que emplean en cada caso, logran su objeto de conseguir la sanidad del enfermo, o la tranquilidad de quien se cree víctima de maleficios. Cuentan, que los callahuayas en sus viajes, van averiguando de los indios, que en el tránsito se hallan enfermos y cuando de ello se convencen y de que es rico el paciente, entierran cerca de la casa de éste, un sapo u otro animal apropiado, con el cuerpo maltratado o entorpecido en el libre ejercicio de alguno de sus miembros, con ligaduras o alfileres, y al siguiente día se presentan, cual si aportaran por casualidad e ignorando en lo absoluto lo que ocurre en la casa.
El enfermo y su familia, reciben la visita de éste, como presagio de buen augurio, e inmediatamente acuden a su saber. El callahuaya, después de muchos ruegos y halagos, accede en hacerse cargo del enfermo. Es entonces que da principio a sus operaciones, revistiéndose de toda la solemne majestad de un agorero. Se provee de una cantidad de coca, que coloca sobre el pecho de su cliente; en seguida le hace varias preguntas relacionadas con sus costumbres y enemigos que puede tener; a continuación, extiende en el suelo un paño negro, y sobre él derrama la coca, examina la forma en que han caído las hojas; sale afuera, mira el cielo y después de pronunciar algunas frases ininteligibles, manifiesta que el enfermo está embrujado en un animal y que él descubrirá el lugar en que el hechizo se encuentra. En efecto, después de nuevas manipulaciones y trebejeos, se dirige, acompañado de los de la casa, al lugar en que enterró el animal expresado, lo saca fuera, le desliga o arranca el alfiler, le cura la herida y predice la pronta sanidad de aquél, a quien le da de beber para mayor éxito, algún mate o yerba en infusión o le pone ciertos parches, con cuyos remedios y la impresión que ha recibido con el encuentro del sortilegio, queda sano el enfermo, y el callahuaya después de recibir su salario y muchos obsequios, se marcha satisfecho.
Antes de emprender sus largos viajes, penetran estos curanderos a los valles de Camata, de donde se proveen de yerbas y raíces, y hasta que llega el día de la partida, se entretienen en pintar de colores diferentes a varias de las últimas, y labrar de huesos manecillas y otros dijes extraños, que después venden a los crédulos, dándoles virtudes sobrenaturales. Aseguran, cuando ningún funcionario o persona ilustrada les ve, de que son talismanes para hacer amar u olvidar a quienes les soliciten su compra. Se jactan de poseer el secreto para tener fortuna y ser dichoso en la vida. La vez que son sorprendidos por la presencia de alguna persona sospechosa, cambian de conversación y al momento contestan a la pregunta de éste: «el secreto para ser amado por la mujer está en tener dinero. La plata es el verdadero huarmi-munachi...»
Otros aforismos que respecto al dinero tienen, son: «El creador de una fortuna es siempre un hábil y audaz estafador.»
 «Las riquezas, casi en la totalidad de los casos, son en su origen, productos no del trabajo honrado, sino de la estafa.»
«El rico es un vencedor de los prejuicios sociales; el pobre un paria sujeto a ellos.»
«Los jueces, sólo castigan al estafador que se ha portado como un asno: al listo le lisonjean y aun se prestan a formar parte del séquito de sus aduladores.»
Cuatro días antes del Carnaval hacen una magnífica cabalgata, en la que campean las mejores mulas y caballos enjaezados con todo lujo. Las chapas de plata están esparcidas con profusión en las cabezadas, riendas, arretrancas y estribos de sus monturas. La espuela roncadora de plata, el poncho largo de rico paño y el sombrero del campesino de las pampas de Salta y Tucumán hacen del callahuaya un gaucho completo, pero gaucho de lujo.
Presididos por el Corregidor, a quien le calzan con espuelas de plata, salen a la campaña a recibir la porción de tierras que la autoridad reparte para su cultivo en ese año. Antes de emprender esta tarea llevan a su casa al más sabio de sus brujos. Los aislan en un cuarto, en el que colocan una mesa con tapete negro; sobre los cuatro ángulos de este mueble arden cuatro velas y en el centro hay una botella de aguardiente sobre un montón de coca. Hecho esto, el brujo empieza con sus exorcismos y conjuros en su dialecto callahuaya, que es muy diferente del khechua, que es su lenguaje común. Los ministros le presentan en seguida un costal de conejos vivos, colectados de diferentes casas. De entre éstos escoge cuatro para enterrarlos vivos en los puntos cardinales del terreno que se ha de cultivar, procurando ocultar este acto en las altas horas de una noche oscura. Después de embriagar completamente al Corregidor, lo vuelven del campo con mucha algazara y principian entre ellos las danzas y verbenas hasta después de la ceniza.
Los indios en pago de esa molestia, abonan al Corregidor una contribución con el nombre de chajjra-koco, que asciende, más o menos, a trescientos bolivianos. Además, le hacen varios obsequios de frutos del país y objetos raros que han traído de sus viajes.
Cuando tratan de tomar por esposa a una joven, comienzan por darles pellizcos en los brazos, entre halagos y obsequios que las prodigan, hasta que le quitan su anillo o alguna prenda de vestir a viva fuerza; dueños de alguno de esos objetos, se creen con derecho sobre la mujer y esperan una fiesta en la que las hacen embriagar y después se las llevan muchas veces cargadas sobre sus hombros, a guisa de fardos, acompañados de sus amigos. Por lo regular, la tienen a su lado el tiempo, llamado de prueba. Si la novia demuestra poseer cualidades ventajosas, el amante se casa con ella, y si no la devuelve a sus padres, previa indemnización pecuniaria, por su honor y pago de servicios, llegando ambas familias a convertirse en enemigas. Con ligeras variaciones estas costumbres son comunes en los indios.[42]
«Desde que termina la ceremonia religiosa del matrimonio, los parientes del novio llevan obsequios a la casa de la novia: leña, chuño, chicha y botellas de licor, artículos que son igualmente regalados por los parientes de la novia al novio. La tercera noche se celebra la ceremonia nupcial en casa de los padrinos del matrimonio. El varón al saludar a sus ahijados, les dirige en tono magistral estas palabras: Como esposos consagrados por la iglesia, debéis comprender que vuestra misión en la vida conyugal, es ejercer la suprema autoridad sobre vuestra mujer y sobre vuestros hijos. Sin ella seríais como el humo que se disipa al soplo del viento, y con ella seréis el padre de vuestros hijos y el marido de vuestra mujer. Para ejercer el poder que se os ha dado, recibid este látigo, que es el símbolo de la fuerza, de la razón y de la justicia, que lo usaréis cuando lo exijan las circunstancias. Y vos mujer, nacida para el dolor y el sufrimiento, inclinad vuestra frente en señal de sumisión y respeto al que es vuestro marido y armáos de la resignación que el deber os impone. Vais a recibir la lección del poder de vuestro marido, de ese poder que le dan el derecho y el amor. Entonces el marido armado ya del látigo fatal, lo descarga sobre la infeliz, que gime, llora y grita en medio de un círculo de espectadores, hasta que el padrino levanta la mano para que cese la flajelación. Terminada esta ceremonia bárbara y cruel, el llanto se cambia en risa y el dolor en placer al sonido de las guitarras que amenizan las danzas del festín.»[43]
El regalo de preferencia que se acostumbra ofrecer en las bodas que realizan los de la raza indígena, es de un gallo para la esposa y de una gallina para el novio. Representan estas aves para los indios, los símbolos de la potencia generatriz y de la fecundidad, que deben predominar en la sociedad conyugal que se establece.
Pasados algunos meses emprende el recién casado un viaje sin rumbo fijo ni destino señalado con antelación. Antes de hacerlo, se despide de los suyos embriagándose con ellos y encargando a sus augures y brujos que le vaticinen buen éxito. Parte a media noche y la mujer lo acompaña hasta dos leguas de distancia, de donde, llorando se despide y regresa.
El vestido de viaje del callahuaya se compone de un pantalón de paño azul, viejo, raído y con flecos en las extremidades inferiores; de un poncho largo y angosto, listado horizontalmente, por lo común, de blanco y colorado; sombrero de paja y sobre su espalda o bajo su brazo derecho, asegurada a uno de los hombros, una bolsa cuadrada, grande y de vistosos colores, de la que nunca se separa, porque constituye la divisa de su profesión de curandero. Ella está repleta de yerbas, raíces, cáscaras, semillas, etc., que son reemplazadas a medida que se venden y utilizan, estando todo ello en su interior revuelto y en desordenado maremagnum. Fuera de esto, conduce, algunas veces, dos o más burros cargados de provisiones y especies relacionadas con sus ocupaciones de herbolario y hechicero. Mientras dura su ausencia, que por lo regular es de tres, cinco, hasta diez años, la mujer acostumbra no lavarse ni peinarse, ni ataviarse con nuevos trajes; vive dedicada a sus labores agrícolas y quehaceres de su casa, guardando estricta fidelidad a su esposo ausente y excusándose en lo absoluto de asistir a diversiones y fiestas. Para el callahuaya tiene la fuerza de una convicción indiscutible, la idea de que la mujer siempre se asea y atavía sólo para parecer bien y agradar a los hombres, con objeto de atraerlos. La mujer casada, dicen, cuida mucho de su persona, en ausencia del esposo, cuando siente la necesidad de un amante...
Tienen un profundo conocimiento del corazón humano.
El regreso del viajero, que siempre debe coincidir con la fiesta de la pascua, es anunciado con anticipación. La mujer va a su encuentro hasta el río, situado a legua y media del pueblo de Curva, llevándole chicha y abundante comida. Si aquél acepta esos obsequios, es señal de que se encuentra satisfecho de la conducta que su consorte ha observado durante su ausencia; pero si se muestra serio y la rechaza, es prueba de que se halla disgustado con ella, por haber sabido alguna falta suya. Entonces la afligida esposa, le llora, le ruega, se arrastra a sus pies de rodillas implorando su perdón; si no lo obtiene y continúa el callahuaya implacable, no le queda a la infeliz más recurso que volver al pueblo y arrojarse de una altura, que se encuentra a dos cuadras de la plaza y que se llama Karka y morir embarrancada.
Los callahuayas son celosos, crueles y llevados de augurios. Las mujeres asesinan frecuentemente a sus esposos por celos; viven en habitaciones mal construídas, desmanteladas, frías y pobres. A los vecinos mestizos los aborrecen, porque los exaccionan despiadadamente; les ocultan sus mercaderías, y sólo las sacan y ofrecen al extraño. El lujo para ellos consiste en hacer llegar íntegra la tropa de mulas o mercaderías que adquirieron en sus viajes, y ostentar a las miradas de sus relacionados y paisanos. No son capaces de vender una sola cabeza en el camino, aunque les ofrezcan precios subidos.
Con el prestigio que gozan los callahuayas, de poseer facultades extraordinarias para descubrir el porvenir o las cosas ocultas, y de ser médicos acertados, son temidos por los indios, quienes les brindan todo género de distinciones, les alojan bien, les obsequian y jamás se atreven a sustraer nada de las abultadas y misteriosas bolsas que llevan consigo.
El baile usado por esta raza, es el que en otro trabajo hemos descrito con la denominación de cinta-kcaniris, o sea trenzadores de cinta.
En cuanto a las prácticas religiosas, son muy desidiosos y sus actos no están conformes con las exigencias del culto católico, del cual, no aprecian sino la parte que les permite divertirse y embriagarse. El cristianismo no ha penetrado en el alma indígena por falta de una enseñanza seria y de sanos ejemplos que les debieron ofrecer los encargados de su propagación. El callahuaya ni concurre a misa, fuera de las que él o sus relaciones hacen especialmente celebrar, ni se confiesa ni comulga. Muere como ha vivido, auxiliado por sus brujos.
Cuando alguien se enferma, creen que el alma del paciente pugna por dejar su cuerpo atraído por la persona de la dolencia y para impedirlo se reunen a media noche sus amigos, y colocados en fila, a la entrada de su casa, ruegan a la enfermedad que se vaya, pero que no se lleve el espíritu del enfermo y si lo ha seducido, que desista de su empeño. Le piden con ruegos los más cariñosos, ofreciendo tratarle bien: darle pan, dulce, viandas y licores para su viaje de regreso.
Son estos indios poco hospitalarios y no consienten que un extraño permanezca muchos días en su comarca.
No obstante de que los callahuayas viajan por países remotos y civilizados y aun varios de ellos reciben instrucción en escuelas extranjeras, no han adelantado ni en su manera de ser individual, ni en sus costumbres sociales; lo que fueron sus antepasados, continúan siendo ellos hoy: con las mismas preocupaciones e iguales resistencias para amoldarse a la vida civilizada. En los viajes, lo único que aprenden es hablar un poco el castellano y mostrar cierto despejo en sus relaciones con personas extrañas; maneras que desaparecen en presencia del Corregidor o vecino principal de su pueblo, ante quienes se muestran cohibidos y acortados; porque éstos lejos de cooperar a las tendencias de adelanto que traen aquellos de afuera, no pierden ripio para humillarlos y deprimirlos de la manera más brutal, fuera de robarles con descaro los objetos que traen. El cholo de provincia, particularmente el de aquellos pueblos, ostenta con el indio, que las más de las veces vale más que él, una vanidad ridícula y feroz, que se hace de todo punto imprescindible el reprimirla. Una ocasión regresó al pueblo de Curva un callahuaya joven que habiendo permanecido en Buenos Aires algunos años, pudo ilustrarse y adquirir maneras cultas, muy superiores a los de los vecinos principales del lugar. Mortificado el Corregidor con aquel porte correcto del indio y herido en su amor propio con la manera decente de vestir, lo asesinó sin que mediara provocación por parte de aquél, en la primera fiesta que celebraba el pueblo, y sin que hasta hoy el delincuente hubiera sufrido ninguna sanción.
Quizás esas causas influyen para que los callahuayas se entreguen a la embriaguez y se pongan furiosos en ese estado, e indiferentes y melancólicos, cuando no se hallan dominados por el alcohol.
«Más felices somos en tierras extrañas que en el suelo donde nacimos». Esa es la verdad; amarguras y desengaños solamente les esperan en sus pueblos. En vano se fatigan con largos viajes; los frutos de sus ímprobos trabajos sólo sirven para enriquecer a sus famélicos opresores, cual si una maldita ley evolutiva los hubiera condenado a desaparecer, torturados en las últimas etapas de su decadencia étnica.

Tales son estos famosos herbolarios y hechiceros de la raza indígena.

Explicación de las palabras jampi y jampiri. Relación de otro caso

El Jampiri, llamado más propiamente jampicamana, kollacamana, palabras con las que se designa al médico en aymara, y con las de kolla, hampi, la medicina, y con las de kollana, hampiña, el acto de curar, no es sino el mismo callahuaya que toma ese nombre, o se lo dan las clases populares, según su costumbre y el prestigio que goza entre ellas. A sus imitadores o discípulos, por lo regular a todo individuo dedicado a curar, les dan también tales denominaciones, particularmente si acompañan a sus procedimientos las prácticas supersticiosas de los callahuayas, aunque sin la pericia y variadas formalidades de éstos.
La curación hecha por un jampiri, con todo el aparato que en semejantes casos emplea, la describe un escritor como sigue:
«A poca distancia del sendero que seguían las cabalgaduras, había un grupo de gente (indios), que vociferaban y accionaban ruidosamente. En medio de todos una mujer cubierta de harapos, escuálida y repugnante, se retorcía y gemía dolorosamente. Atraídos por la curiosidad, y con impulsos de turismo, nos acercamos al grupo, con ciertas precauciones de defensa. La mujer protestaba, en medio de estridentes alaridos, que le habían quitado su hija y la habían embrujado por una venganza.
«El indio que en el grupo parecía tener mayor autoridad, era un hechicero de la región, y había sido traído para curar y desembrujar a la histérica [que no era otra cosa en mi opinión].
«Mientras seguía el tumulto y los preparativos de la ceremonia, el arriero nos dijo: «El brujo es el médico de los indios y le llaman jampiri (curandero). Esta bolsa que tiene a la espalda está llena de hojas, flores secas, raíces machacadas, polvos y mil cosas, minerales y vegetales que son los remedios que administra. También tiene grasa de animales, pedazos de cuero, huesos de conejo y ratón etc. etc.
«En este momento empezó la operación de desembrujar. Los indígenas formaron un gran círculo, dejando en medio a la posesa y al brujo, que se arrodilló junto a ella y empezó a proferir palabras ininteligibles, haciendo pases semejantes a los que ejecutan los hipnotizadores. La mujer abría y cerraba los ojos precipitadamente, crispando las manos y dejando escapar leves aullidos. Los espectadores conservaban un silencio religioso.
«Después de un momento pasado así, el brujo sirvió medio calabacín de aguardiente y, derramando un poco en el suelo, mientras continuaba su misteriosa guturación, hizo asperges sobre el rostro de la mujer y obligola a beber, bebiendo él también. Entonces todos los espectadores lanzaron gritos extraños, y los hombres con los sombreros alones y las mujeres con un extremo del vestido se cubrieron el rostro. El brujo, en eso, sacó un poco de hojas de coca y las esparció sobre la paciente embrujada, que permanecía quieta y callada, luego tomó una gran calabaza llena de chicha y virtió el líquido en direcciones distintas, extrajo de su bolsa un par de muñequillos de hueso amarrolos fuertemente uno con otro, ocultándolos en el seno de la mujer. En seguida púsose en pie, y dejando a un lado sombrero y bolsa, cinturón y sandalias [hojotas] batió con fuerza el poncho sobre la posesa, aventando las hojas de coca, que volaron en distintas direcciones. Por tres veces repitió el brujo esta operación, que según la referencia del arriero era la expulsión de los "malos genios" que se habían apoderado de esa mujer.
«Pasado esto, todos inclusive el brujo, se retiraron silenciosos, comentando la habilidad y maestría del jampiri.

 «Estos brujos, continúa, son muy inteligentes como médicos, conocen todas las plantas y curan de cualquiera enfermedad. Llevan en la lliglla, oculta bajo el poncho, gran cantidad de remedios, como grasa de serpiente, pelo de gato, huesos molidos, pedazos de madera, carne seca, yeso, mollejas de gallina y tierras de todos colores; y con eso hacen mil operaciones entre estos indios de Chichas y Lipez; pero más al Norte ya no se les encuentra con ese cargamento, sino con yerbal completo, y ahí curan de otra manera; ya parecen médicos de ciudad y no hablan de brujería, porque los matarían, como pasó ahora muchos años en el Río Chico, que a una bruja la chancaron sin perdón.»[44]

Métodos curativos: thalantaña, milluchaña, 
trucaka, pichaka y llumpaka

Entre los pocos métodos curativos indígenas que aún quedan y que están en boga, distínguese aquel que la medicina europea inicia recién con el nombre de kienesiterapia y que es conocida por los indios con la denominación de thalantaña o chuyma kakoña, el cual consiste en sacudir suavemente de los brazos al enfermo, mover con cuidado su cuerpo a uno y otro lado, ceñirle el pecho con una faja, logrando así calmar las agitaciones nerviosas del corazón por medio de la acción refleja del masaje. Esta operación la emplean comúnmente en las personas que se enferman a consecuencia de golpes o caídas y en todas las dislocaciones viscerales.
En los casos de fiebres y calenturas, comienza el curandero por frotar el cuerpo del paciente, con millu o sea sulfato de alúmina en costra, con preferencia por los sobacos y pecho; después le ponen el millu cerca a la boca para que el enfermo sople con todo su aliento, por tres veces consecutivas, a fin de que el remedio que se lleva el mal de la superficie arranque también el del interior. En seguida le pasa por el cuerpo con un lienzo empapado en orina caliente, y antes de que se entibie ella, arroja en el líquido el millu, el que produce espuma, y según ésta se presenta, interpreta las causas que motivaron la enfermedad y sobre si esta es grave o leve. Terminados los pronósticos envuelve con trapos la vasija que contiene la orina y el millu, empleados en la curación y la lleva a la carrera hasta un lugar apartado, que debe estar desierto y allí en el silencio de la noche, se oye la débil voz del curandero, que ruega a la enfermedad para que se retire lejos, reconviniéndole por su venida y preguntándole el nombre de la persona que la ha llamado y atraído, y cuando cree haber descubierto al autor del mal, y obtenido la promesa de que se irá, torna corriendo, sin volver la vista atrás, a la casa del paciente. Esta manera de medicinar llamada milluchaña, suele efectuarse con algunos variantes, denominándose entonces trucaka: ambos métodos los tienen por muy eficaces.
También suelen pasar por el cuerpo de los enfermos, yerbas, maíz, cuys y junto con la ropa que le sacan, hacer un atado, llevarlo al camino próximo y abandonarlo allí, para que el mal siga su terrible y lúgubre viaje, empujado por el viento o conducido por los incautos viajeros que se apropian del atado. A este procedimiento llaman pichaka.
Cuando se presenta una epidemia, los indios de la circunscripción afligida por ella, tratan de hacer que el mal los abandone por medio de la práctica llamada llumpaka, que quiere decir purificar, porque suponen que con este procedimiento supersticioso, la enfermedad se marchará y quedará la comarca libre de sus perniciosos efectos. Reunidos el yatiri y sus ayudantes en casa de un enfermo o persona que ha fallecido y después de los acullicos (masticación de la coca) y libaciones, llevadas a efecto, en medio de invocaciones a sus divinidades y súplicas a la enfermedad, friccionan el cuerpo del enfermo con fetos de oveja o chancho y algunas medicinas caseras. Luego envuelven todo esto en taris nuevos o sean pequeños lienzos en forma de servilletas, agregando a los atados caítos y lanas de colores, coca y otros objetos semejantes en los que incluyen la ropa del enfermo, varias prendas nuevas, algunos comestibles, como carne de cordero, panes, tostado, pastillas, confites, huevos dorados con pan de oro y plata, colocándolos por orden de colores y en filas apiñadas. Acompañan también a los bultos dinero, particularmente monedas antiguas, que ponen en parte visible pendientes de hilos y junto a banderillas de colores vistosos y de botellitas de licor o bolsitas. El cargamento acondicionado y distribuido en varios bultos, constituye el equipaje de la enfermedad, a la que no cesan de rogarle que se vaya, y a fin de que se retire contenta, van conduciendo todo aquello hasta el lindero próximo, donde descargan y le imploran que no vuelva más, invocando la intervención del Huasa-Mallcu, para que la obligue a irse. Sobre la carga ponen un rótulo en aymara, respecto a la dirección que debe seguir. Los mandones de la comarca vecina están obligados a hacer pasar el cargamento, con iguales formalidades hasta el lindero opuesto, para que siga su viaje y pare donde le plazca hacerlo, so pena de ser castigado, por la epidemia, si así no lo hacen. Vuelven los conductores corriendo después de descargar el cargamento y de implorar por última vez a la epidemia, que no aflija más a la estancia y se contente con las víctimas que ha causado, y al siguiente día, hacen una fiesta suponiendo que la epidemia se ha ausentado para siempre.
Otras veces, un miembro de la familia, o el brujo, recoge las cosas del finado o sólo las prendas de vestir con las que ha enfermado y las coloca amontonadas sobre el camino, cubiertas de un lienzo colorado o azul, en cuyas cuatro extremidades ponen banderitas de papel vistosas o lanas de color, y debajo un conejo muerto. Generalmente el conejo es dedicado al enemigo, y por ese medio suponen enviarle el mal. Esta llumpaka individual no tiene la resonancia de la anterior, ni se realiza con las solemnidades y aparatos empleados en aquella, pero suponen que sus efectos son los mismos, aunque en escala reducida.
Las tercianas y cuartanas, cuando se presentan, imaginan que toman siempre la forma de mujeres escuálidas, reducidas a piel y huesos, con las rústicas cabelleras desgreñadas, de colores lívidos transparentes, que andan chapoteando en los charcos de los lugares cálidos y en las riberas de los ríos, que corren en los valles profundos y ardientes, donde causando espanto a las personas ante quienes se hacen visibles, desaparecen introduciéndose en los cuerpos de estas durante la emoción del susto. Creen curar la dolencia dando al paciente una fuerte sorpresa que le causa tal efecto de terror, que aquella abandona su organismo con el miedo. No faltan personas que acostumbran insultar a la enfermedad, para que esta molestada con el mal trato se vaya fuera, avergonzada y resentida.

De las demás fiebres tienen iguales opiniones. De las pulmonías y tisis, dicen que son seres flacos, largos, helados y de voracidad insaciable, que viven chupando la sangre de sus víctimas, royéndoles su vitalidad, y a quienes tratan de arrojarlos por parecidos procedimientos. La idea de que las enfermedades se deben en parte a la introducción de cuerpos extraños y vivos en el organismo, está muy generalizada entre los naturales.

Empleo de animales muertos y varias otras preocupaciones


Además los curanderos indígenas emplean con algún acierto el sistema denominado medicina simpática, que constituye algo así como una zooterapia indígena, consistente en la comunicación de ciertas propiedades orgánicas del reino animal, que parece que tienen analogías patológicas con el ser humano. Tal es la que aplican en los casos de fiebre tifoidea, abriendo las entrañas de una gallina de plumaje negro y colocándola sobre el vientre del enfermo, o introduciendo sus pies en la barriga de un perro recién muerto, o poniéndole sobre el estómago conejos negros, inmediatamente después de ser desollados, para que los cadáveres de la animales empleados en esa forma arranquen a la enfermedad, por lo que éstos quedan materialmente descompuestos y en putrefacción a los pocos momentos, lo que les hace suponer que el remedio ha absorvido en su tegumento los gérmenes patógenos del enfermo. Análogas a este sistema son las curaciones por medio de lagartijas vivas o muertas, según los casos, ya sea empleándolas en parches para soldar fracturas, curar luxaciones, o comiéndolas crudas o remojadas en vino. La carne de este reptil posee mucha fuerza alimenticia y cuando se la usa con frecuencia fortifica notablemente el organismo.
La erisipela acostumbran curar, rosando una y otra vez, con la barriga de los sapos las placas erisipelatosas; con cuyo procedimiento, quedan contagiados estos batracios y mueren a las pocas horas y dejan, en cambio, sano al enfermo.
La atrepsia infantil, llamada por los indios y mestizos larpha, curan de varias maneras: pero lo más común es cubrir al enfermo con las hojas del arbusto llamado ñuñumaya (Solanum pacense), bien calentadas, casi quemantes y hacerlo sudar dentro copiosamente; o bien envolviéndolo en el interior de la panza de un toro recién degollado. Según los partidarios de este método, el secreto está en que después no se resfríe el medicinado. Otras veces hacen tomar al niño cocimiento de huesos de perro. No faltan curanderos que aconsejan como remedio eficaz, para esta dolencia, el bañar frecuentemente al enfermo con agua de la yerba rokke. La plebe atribuye, como ya dijimos, la larpha, al haber contemplado la madre, en estado de embarazo, un cadáver.
Para que sane de la ictericia hacen beber al niño enfermo agua de chuño.
Para que sea poco afectuoso y aún ingrato con alguno de sus padres, le dan al niño agua en la que se ha lavado la ropa sucia de aquél.
A la mujer que tiene quebradura o descenso de la matriz se le hace poner el pie por el que cojea sobre la corteza de higuera y cortándola conforme a su planta, se coloca esta forma en la chimenea. A medida que va secando la corteza irá sanando la persona enferma.
La mordedura del perro la curan hiriendo al can, que dió la dentellada, en la misma parte en que está la herida de la persona mordida, con objeto de que lamiéndose el animal la sangre que fluya por la suya, vaya curando, por simpatía, la que ha causado. En seguida cortan su lana la queman y con la ceniza espolvorean la herida del enfermo, después de lavarla con orina podrida. De este tratamiento, que lo tienen por eficaz esperan su sanidad, con la circunstancia de suponer que ella seguirá el mismo curso del perro, por lo que es imposible que a éste lo maten, temerosos de que el paciente tenga igual muerte. Las lesiones de ambos, según la creencia indígena, deberán correr las mismas contingencias en su curación, empeoramiento o desenlace mortal. Al hincar el can sus dientes en la carne del ser humano y corresponder este hiriéndole se establecen una identidad de sufrimientos, una correlación de sus destinos, que sólo desaparecen con la cicatrización de las heridas.
El cuerno de ciervo goza de mucha fama como remedio para los desvanecimientos pasándole por las sienes al que los sufre.
El humo producido por la quemazón de las plumas de la Abubilla ahuyenta las moscas de una habitación.
La flictena motivada por una quemadura, sana si se aplica sobre ella algodón escarmenado.
Para arrancar una muela sin dolor, se toma una lagartija viva, se la introduce en una olla y después de taparla bien se la pone en un horno ardiente y se la tiene hasta que la lagartija se reduzca a ceniza y con estos polvos que se aplican a la encía, aseguran que sale la muela o diente con facilidad.
El aguardiente recetan para el catarro y los constipados, repitiendo a menudo la siguiente fórmula: El catarro se cura con el jarro; si la enfermedad no se quita, con la copita; si a pesar de eso sigue ella, con la botella, y si viene con tos, con dos.
Para neutralizar los efectos de un hechizo, debe bañarse el cuerpo los martes y viernes, en la noche, con agua de retama y derramar esta ya sucia en la puerta de la persona de quién se teme el daño, y no transitar por allí después, hasta que pase algún tiempo; en seguida, empaquetar en saquitos de género, precisamente colorado hojas de retama o solimán y llevar cosido al vestido o a guisa de escapulario. También acostumbran, con el mismo fin, regar la habitación con licores o chicha, sahumando después con kkoa.
Después de comer una mazorca de maíz, se debe partir en dos el marlo para que de él no se valgan los enemigos para embrujar al que lo ha comido. El marlo partido ya no sirve para el caso.
Cuando una persona se enferma a consecuencia en un embrujamiento, debe buscarse el objeto de que le ha hecho el mal y encontrado él, pasarle por el cuerpo y botarlo empapado en aceite. Entonces se aliviará el enfermo y los efectos del hechizo se tornan contra su autor.
El aullido del perro preocupa tanto al indio, cuando lo oye a media noche, que se enferma si está sano y se empeora si está postrado en cama.
La mosca o el moscardón hacen mucho ruido en una habitación, sin querer salir de ella, cuando alguno de sus moradores tiene que enfermarse.
Los parches o vendas que se desprenden de las heridas y tumores, nunca deben arrojarse en parajes donde cae el sol, porque hacen que se calienten aquellos y se agrave el mal. Deben botarse siempre al agua, o mejor en un río para que su corriente se los lleve lejos incluso, la enfermedad.
El que señala en su rostro el sitio en que otro tiene sarna, se contagia de la enfermedad, haciendo que ésta se reproduzca en el mismo lugar.
Las dolencias morales tienen para los indios remedios tan eficaces como las físicas. Las pretenden curar contemplando la caída de un arroyo cristalino a cuyas aguas aconsejan confiar los motivos que las causan y con fe absoluta pedirlas que laven el corazón apenado.
Se vuelve a un individuo demente con sólo darle ochequeccheque, ingeriéndolo con alguna bebida o molido en algún líquido.
Curan el vicio alcohólico dando de beber al enviciado, aguardiente en el que se han remojado y diluído ratones tiernos, o bien introducen en una botella de aquel licor pescados vivos y la tienen bien tapada, hasta que por la acción alcohólica se deshagan y ese brevaje le sirven por copitas.
 La cresta del gallo, inmediatamente después de ser recortada, recetan para hacer brotar los dientes a los niños que se han atrasado en la dentición, pasándoles por las encías, una y otra vez, y haciendo que penetre su sangre en las partes precisas.
En los casos de locura dan de comer al atacado, sesos de perro, o hacen hervir la cabeza de de este animal y le sirven en caldo.
Para que los niños tengan un estómago sano les nutren con leche de perra.
La pulmonía se cura poniendo sobre el pulmón enfermo el cuero de un gato negro, inmediatamente después de desollarlo.
No hay que escupir al sapo porque salen granos en el cuerpo. A este hecho llaman la re-salivación de ese bicho.
No se debe dar muerte a las moscas o hurgar las crías de ratones porque salen paperas [cchupus].
En los desvanecimientos producidos por las corrientes de aire, aconsejan hacer abrir el pico del pato y obligarle a que absorba el mal aire.
La orina humana fresca se emplea para curar los sabañones, bañando con ella, antes de acostarse, las manos o pies afectados del mal; la guardada y corrompida, para lavar las heridas y la cabeza de los que adolecen de caspa o granos. La orina ocupa lugar preferente en la farmacopea indígena, por las virtudes medicinales, poderosas y seguras, que se la atribuye, y, en consecuencia, por las múltiples y variadas aplicaciones que se la da.


Sanidad del indio y la influencia de la coca

Los indios son por lo común sanos y robustos; no conocen muchas dolencias que tanto afligen a los blancos, tales como la tisis y el reumatismo. Las enfermedades que contraen con facilidad y suelen hacer estragos entre ellos, son las tifoideas, disenterías y cólicos. Entre los niños causan una mortalidad crecida la viruela y la coqueluche.
Esta relativa sanidad, es tanto más notable, si se tiene en cuenta, el que indio no practica ningún principio higiénico; raras veces se lava la cara y nunca se da baños de cuerpo entero; sus habitaciones carecen de ventilación y su lecho esta formado de andrajos. La salud robusta de que goza el indio, no se puede atribuir sino a sus costumbres frugales y a su alimentación completamente vegetariana.
El se acuesta temprano y se levanta al amanecer; trabaja con método, sin rendirse ni hartarse con alimentos de tardía digestión. Es sólo alcohólico ocasional y cuando se embriaga por completo, adquiere siempre alguna enfermedad que lo postra en cama. Tiene mucha resistencia para soportar las mayores fatigas y combatir las dolencias más graves. Los que no son aficionados a bebidas alcohólicas, viven muchos años y sólo fallecen a edad avanzada.
La coca desempeña entre los indios el papel de un tónico poderoso y mientras continúen masticándola serán poco propensos a contagiarse de muchas enfermedades, según ellos creen. La extraordinaria resistencia para el trabajo, con que se distinguen, proviene del consumo que hacen de esa yerba. Cargados de pesos enormes, recorren distancias largas y por caminos escabrosos, sin más alimento que la coca.
La cocaína contenida en la coca, da lugar a una anestesia en el sistema muscular, que se traduce en la menor fatigabilidad de los músculos y en la anestesia del estómago, de manera que pueden pasar algún tiempo sin comer, es decir, sin hambre. Apenas el indio advierte un cambio de sabor en la papilla y que en su cuerpo se produce una sensación de fatiga, renueva la provisión de coca y muerde un pedacito de la llujtta que llevan y se restablecen inmediatamente sus fuerzas decaídas.

La coca es la panacea del indio.



[40] Vicente Fidel López, Les races Aryennes du Pérou; leur langue, leur religion, leur histoíre. París, 1871.
[41] Historia del Nuevo Mundo por el P. Bernabé Cobo, etc. Tomo IV. Sevilla, 1893, pag. 200 y 201.
[42] En Curva ha llegado a arraigarse en los últimos tiempos, el abuso de pagar diez bolivianos al Corregidor, el joven que quiere contraer matrimonio. El Corregidor envía algunos comisionados para que conduzcan a la mujer por la fuerza, y sin escuchar reclamos, la entrega a su pretendiente.
[43] Este párrafo, así como el anterior, que está entre comillas, hemos tomado, por considerarlos verídicos, de un artículo que se publicó anónimo en un periódico extranjero, con el título de El Callahuaya.
[44] Un viaje al Sud de Bolivia. El jampiri, por Franz Pinochet, inserto en el Boletín de la Sociedad Geográfica de La Paz, Nº 47, correspondiente al mes de julio de 1918, páginas 176, 177 y 178.

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