La chicha es el maíz divinizado, dicen hiperbólicamente los partidarios de este Soma indígena, y a ella le atribuyen el don de atraer la dicha, dar plenitud y vigor a la vida, ahuyentando los pesares. La chicha constituye una ambrosía apetecida y de uso habitual para las clases populares. La ofrecen a sus dioses, hacen parte de su culto, escancian en sus fiestas y sin ella no comprenden cómo se pueda existir en la tierra.
Este licor proviene en la harina de maíz maztizada o amazada y secada al sol, que con el nombre de Mukcu, es elaborada en fábricas especiales denominadas Chacas[35], en las que a fuerza de conocimiento se hace el arrope, que es diluído en depósitos apropiados que contienen de antemano agua tibia y en los que se deja bien tapados para su fermentación.
Alguna vez cuando se desea que la chicha tenga bastante fuerza alcohólica y sea agradable al paladar, se la cierra en cántaros, introduciendo adentro gallinas y palomas peladas, cabezas de corderos y de vaca desolladas, y después de taparlos bien, se entierran los cántaros en el suelo, donde con la fermentación llegan a deshacerse todas esas especies y la chicha a ser tan fuerte que un vaso de ella embriaga. Tal bebida especial se la distingue con el nombre de itila.
Si en estado de fermentación la chicha se enturbia y no puede clarificarse, o como dicen las del oficio, rebota la borra a la superficie, es señal de que morirá la dueña o alguien de su familia.
Cuando el licor se halla en sazón, para consumirlo pretextan los dueños que harán celebrar una misa de salud, o a la Virgen o algún santo de su devoción, bajo cuyos auspicios piensan dar comienzo al consumo. Es imposible que levanten las tapas de los cántaros sin ejecutar antes alguna otra ceremonia religiosa, a falta de misa, ni se sirvan las primeras copas sin ponerles una cruz y exclamar: que se comience en buena hora...
El día de la misa se agregan los que elaboraron la chicha al cortejo de los invitados y en séquito concurren al templo. La dueña del áureo líquido, suele ser una chola robusta de anchas caderas, pechos abultados y rostro simpático, la que se pone a la cabeza de los suyos y risueña los conduce a la iglesia, alguna vez seguida de una pequeña banda de músicos, que tocan alegres aires nacionales y de una partida de muchachos que hacen reventar cohetes. Presiden la comitiva dos cholas jóvenes, elegante y pintorescamente trajeadas, que llevan en las manos, acondicionada en paños limpios, bien almidonados y planchados el busto o cuadro de la Virgen o santo, bajo cuyo patrocinio consumirán la chicha.
Al llegar a la puerta del templo se arrodillan, aparentando un fervor religioso que está muy lejos de sentir sus corazones turbados por las alegrías que le esperan; recitan ligeramente una breve oración y persignándose varias veces franquean el umbral del santo recinto. Las conductoras de la efigie, la colocan sobre el altar y haciendo varias genuflexiones se retiran. Empieza la misa, acompañada con la música traída o con la del órgano del templo, infundiendo en los asistentes cierto pesar que se manifiesta en sus rostros contritos y melancólicos. A la conclusión de la misa, el sacerdote se desprende del altar, pone el manípulo sobre la cabeza de los que le han hecho celebrar y después de expresar algunas breves palabras les da su bendición.
Regresa el séquito a la casa de la patrona de la fiesta, con el mismo bullicio de muchachos, cohetes y música. La propietaria saca un vaso de chicha de la primera tinaja que se abre, y se la presenta arrodillándose a la Virgen o santo, cuya protección invoca, y que tiene su altar improvisado con ramos de flores, cintas de diversos colores y velas encendidas, después de humedecer los labios de la imagen con gotas del líquido, invita a los concurrentes a beberlo ya sin temor ninguno, porque los requisitos que la preocupación popular le exigía han sido cumplidos religiosamente.
Desde ese momento se enarbola en la puerta el pendón, consistente en una banderita de color o un muñeco colgado, que sirve de anuncio para la venta de la chicha. Circulan los vasos llenos del rubio licor; se compran unos, e invitan otros; mientras la música sigue tocando sus aires.
A cierta hora la dueña convida a los asistentes varios platos de picantes, que comúnmente son de cuys, gallinas, o asados con bastante ají molido. Esto no lo hace con el objeto de que les sirva principalmente de alimento, sino que les incite a beber más chicha. El ají es considerado como poderoso excitante.
Todo el que pasa por la puerta es llamado a participar de la fiesta. Se encuentran al servicio del establecimiento, por lo común, algunas jóvenes majas, encargadas de atraer varones, enlabiarlos, dándoles esperanzas de que cederán a sus insinuaciones y galanteos, a fin de que estos paguen los gastos del consumo de la chicha, para corresponderlas.
La chola cochabambina nace, por lo regular, en la chichería, crece, desarrolla y vive para la chichería; sus horas plácidas o tristes se desenvuelven allí y allí, después de una existencia borrascosa entrega su último aliento. «Ella es lanzada al mundo en condiciones de completa indefensión e impreparación para la lucha de la vida», dice un escritor nacional y continúa: «No exige ninguna escuela profesional. Ningún rol útil es abierto por la acción fiscal o municipal para hacer actuar las aptitudes de las mujeres de las clases trabajadoras sobre un plano de independencia, de producción y de dignidad. Las escuelas reciben a las muchachas en su infancia, las enseñan a leer, a rezar, a cantar y a vestirse de encajes y llevar flores para el día de exámenes. En seguida las echan a la calle. Después de ese florido paréntesis de la escuela, la muchacha del hogar obrero, entra de lleno en las rudezas de la vida ordinaria. Aprende a soportar las palizas del padre, toda vez que este se emborracha. Cuando ella misma no hace chicha y sirve de atracción a los parroquianos que al atardecer se recogen en las tabernas, va a buscar chicha en el barrio para que su madre y su padre se embriaguen. La vida es penosa, agria... Solamente las borracheras y el fandango sirven para amenizarla. Llegan los días de fiesta, los carnavales, los días de los santos. Detrás de las caras escuálidas de todos los santos del calendario, la gente adora a Baco, rollizo e inyectado. Baco es dios absoluto y esencial. El Baco nacional difiere mucho del sonriente Dionisio griego, fresco como un efebo, coronado de yedra y con los ojos verdes, brillantes de vida y seducción. Nuestro Baco no ha nacido como el dios griego del racimo de uvas, entre las alegrías de la vendimia y del aire libre. Surge de la taberna, a puerta cerrada, bajo el aire infecto y denso, entre los picantes y fermentos de la chicha. De este modo, el Baco cochabambino, es sucio e hirsuto. Su caballera es grasienta y su nariz colorada y velluda. Y así, en vez de las aladas ménades y bacantes, que rodeaban a Dionisio, nuestro culto a Baco, que es el culto nacional por excelencia, pide el sacrificio de la inocencia, de la limpieza, de la juventud, de la hacendosidad y de todas las virtudes femeninas»[36].
Pero ¡ah! ese culto al dios nacional, ha de ser difícil de arrancar por completo de las costumbres del cholo y del indio. El uso y abuso de la chicha está arraigado fuertemente en los hábitos populares. El procedente de la raza khechua, sobre todo, desespera por esa bebida, y en Cochabamba, rara será la persona que pase el día sin consumir siquiera un vaso de tan preciado líquido. Cuando mucho se les censura, lo hacen ocultamente.
Los moralistas, desde aquel célebre Gobernador Viedma, que apellidaba a la chicha asqueroso brevaje, no cesan de reprobar su consumo; sin embargo, a despecho de sus apasionadas críticas, sigue aumentando su fabricación y expendio de día en día. ¿A qué se debe esto? ¿Será que en la naturaleza humana existe una propensión invencible a buscar el agregado del licor, para enervar las penas o acrecentar las alegrías? Pueda ser que así sea; pero, de lo que no cabe duda es que cada nación, cuando tiene costumbres definidas, posee su licor propio: el alemán la cerveza, el francés el vino y el inglés el whisky. La chicha es el licor nacional de Bolivia, el único llamado a contrarrestar el consumo del alcohol y demás licores destilados, una vez que la elaboración, internación y expendio de estos se encuentra permitido, y de impedir por lo mismo, que el país se sumerja en un mar de alcohol, como teme el citado periodista.
[35] La chakha es una cocina que tiene un techo piramidal, formado de barro. El piso de su interior es húmedo; en el centro hay un perol o fondo, como lo llaman los fabricantes, que antes era de cobre y que ahora es de fierro por imposición de las municipalidades. En los extremos, cerca de la pared se ven dos o tres cántaros u ollas de barro en los que se disuelve el caldo del mukcu y después se le somete a cocimiento, hasta que obtenga cierta temperatura. La parte espesa de esta sustancia se precipita, es decir, en el perol se trabaja la extracción de la parte azucarada que tiene el mukcu o mejor dicho, el maíz, y esa solución cuando ya ha tomado punto, como se dice vulgarmente, se disuelve en el caldo, para que una vez producida la fermentación en los depósitos o tinas se obtenga la chicha.
Las municipalidades por ese prurrito que distingue al mestizo de sacudirse de todo lo nacional, para dar preferencia a lo exótico, han gravado estas chakhas, que no deben valer con todos sus utensilios, más de trescientos bolivianos con el impuesto gradual de cien, ciento cincuenta y doscientos bolivianos al año, cuando lo que ganan no alcanza muchas veces a esa suma, porque lo que cobran por la fabricación de cada fanega de mukcu, que se llama viaje, es cinco, seis, hasta ocho bolivianos. El objeto que se persigue es ir, poco a poco, extinguiendo la elaboración de la chicha, y reemplazarla con alcohol y otras bebidas destiladas.
[36] «La Patria» Oruro, 31 de julio de 1919, No. 121.
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