jueves, 7 de marzo de 2019

LOS GUARDIANES DEL TESTAMENTO

Corría el mes de diciembre de 1224. Cerca de la iglesia de San Miguel, en Breamo, once
hombres rodeaban en silencio una hoguera que les calentaba y calmaba algo de la tremenda
humedad que la lluvia provocaba. Eran gente madura, de armas por las lanzas y espadones que
portaban, de iglesia por las cruces que orlaban sus blancas capas. Eran caballeros del Temple,
templarios venidos del Oriente a los que sus maestres habían destinado a estas tierras del
Finisterre. Habían sido luchadores contra musulmanes de Saladino. Habían sufrido derrota y
habían huido contraviniendo las normas de su orden. Por eso estaban aquí.
Tenían como misión guardar esta humilde iglesia. Estaba aquí, en ninguna parte, aislada, solitaria.
Inmensa en la riqueza que contenía. Aunque su aspecto no dejara adivinarlo. Su humildad
externa era la mascara de su tesoro oculto.
Siempre fueron los canteros templarios maestros en el labrado de la piedra y artesanos del
acertijo. Tenían, además de la misión de construir, la de anotar en las obras de piedra que
componían los secretos que debían ocultar y luego transmitir. Eran sabios en cantería y maestros
en misterios. Se decía de ellos que guardaban en sus cabezas los grandes secretos de los
enormes tesoros de Tierra Santa y de los conocimientos sublimes de sus maestres.
Y esto guardaban los once. Los signos sagrados que decoraban esta capilla. Los que eran el
testamento de la humillada orden, la derrotada, la que había pasado por la ignominia de saber
perjuro a su Gran Maestre. Aquí se encontraba todo. La historia de lo ocurrido, la sabiduría que
no lo impidió, el escondite de sus riquezas.
Se acercaba la noche y era de natividad. Carecían de todo estos monjes y guerreros. Solo tenían
su soledad. Y la capilla que custodiaban.
Caídas las primeras sombras se refugiaron en su interior. Por las estrechas y altas ventanucas,
mas aspiles guerreras que miradores, penetraba breve luz de estrellas. Miraron al rosetón sobre la
puerta. Once puntas. Una por caballero. Así era desde que la construyeron. Por ella estaban allí
once. Uno por extremo.
Poco a poco fueron mirando más y más a la roseta. Algo extraño ocurría en ella. No sabían bien
que. Algo era diferente en esta noche navideña.
Al rato lo entendieron. Un poco por si mismo, otro poco por lo extraño, supieron que en esa
noche la roseta no tenía once puntas. Eran doce. Una más. Un caballero más. Y lo había. En el
centro de la nave, la humilde nave de San Miguel, un niño dormía apacible sobre las brezas ante
el altar.
Y así permaneció toda la noche. Hasta las primeras luces del alba. Hasta que amaneció. En ese
momento el rosetón volvió a tener once puntas y el niño desapareció.
Desde entonces, todas las noches de la Navidad, los que se aproximan a esta iglesia-capilla juran
que el rosetón tiene doce puntas. Las cuentan y recuentan y siempre son doce. Hasta la mañana.
Hasta el Alba. Entonces, vuelven a ser once.

No hay comentarios:

Publicar un comentario