jueves, 7 de marzo de 2019

LA MEIGA Y EL PESCADOR

En Corcubión, no lejos del cabo de Fisterra (Finisterre), allí donde acaba el mundo, vivía un joven
pescador, tan guapo, que todas las mozas de la región soñaban con ser su mujer. Pero el
pescador no tenía prisa en casarse... Llevaba una vida tranquila, trabajando lo justo para poder
vivir honradamente, sin pensar en ahorrar para su vejez.
Un día que volvía de visitar a unos parientes que vivían algo lejos, se tropezó en un atajo del
bosque con una joven sentada en el tronco de un árbol. La saludó amablemente, como siempre
hacía con toda mujer que se encontraba. Pero al punto se dio cuenta que era una meiga, pues
tenía los ojos demasiado claros para ser humana.
¿Dónde vas, buen mozo?
Vuelvo a casa...
¡Volverás a tu casa cuando yo te lo diga! Antes tendrás que prometerme que te casarás
conmigo...
El pescador caviló un momento. Era joven y muy hermosa, pero era una meiga. Y bien sabía que
no saldría bien, un matrimonio así...
No tengo intención de casarme, ni contigo ni con nadie.
¡Será conmigo y con nadie más! ¡Y si no me juras casarte conmigo, te haré la vida imposible!
¡No pienso jurarte nada! -exclamó el pescador.
Y, sin esperar más, siguió su camino, llegando a su casa sin más aventuras. Pero al intentar
encender el fuego para prepararse la cena, se encontró con que por más leña seca que pusiera
en la lareira, la llama no prendía, así que tuvo que resignarse a comer algo frío y acostarse. A la
mañana siguiente, más animado, se levantó bien temprano y se dispuso a ir a la mar. Hacía muy
buen tiempo y soplaba muy poco viento. Al poco de echar las redes el pescador empezó a sentir
la cabeza pesada, y diciéndose que un sueñecito no le haría ningún daño, se acostó en el fondo
de la barca. Al punto quedó profundamente dormido, y durmió casi todo el día. Despertó de
golpe al sentir que alguien le palpaba las piernas mientras murmuraba por lo bajo:
¡Ou, que perniñas tan boas!
Entonces sintió que le palpaban... más arriba. Y que la misma voz murmuraba:
¡Ou, que coxiñas tan boas!
Se irguió brúscamente, pero a nadie vio. Estaba solo en su barca, anclada en una ensenada
rocosa y solitaria. No se veía un alma en toda la costa, así que el pescador suspiró, perplejo.
De repente, oyó la misma voz decir, mucho más alto:
¡Tráeme a machada para que lle corte as pernas e as coxas!
El pescador se puso a sudar de miedo, pero no dijo palabra. Y sin embargo, la voz repetía:
¡Ou, que perniñas tan boas! ¡Ou, que coxiñas tan boas!
Y cada vez más fuerte. Pronto, era una voz de trueno la que berreaba:
¡Traédeme a machada!, ¡traédeme a machada!
Entonces, algo saltó de la barca, alejándose a grandes brazadas. El pescador no comprendía
nada, pero tuvo el buen juicio de esperar, sin moverse ni abrir la boca. Por fin, cuando el barullo
se calmó, se deslizó despacito fuera de la barca. Una vez en la playa, salió corriendo hasta su
casa, sin esperar a que el fenómeno se repitiese. Estuvo varios días malo, tanto por el susto
como por la carrera, y cuando se curó, tuvo que volver a salir a pescar. Pero al salir de casa se
encontró nuevamente con la meiga. Estaba sentada en un tocón al lado del camino, mirándolo
fijamente con los ojos centelleantes:
Buenos días, mozo mío. ¿Has pensado en lo que te pedí el otro día? ¿Me vas a prometer que te
casarás conmigo?
¡Yo no prometo nada a nadie! -exclamó el pescador con muy mal genio.
Y sin mirar atrás allí la dejó, recogió la barca y se fue a pescar por la ría. Pero, cuando oteaba en
busca de bancos de peces vio, en el fondo del mar, un viejo cofre rebosante de piezas de oro. Sin
perder un instante arrió la vela y, quitándose la ropa, se zambulló, buceando hasta el cofre y
cogiendo dos buenos puñados de monedas de oro. Pero al volver al bote y dejar su botín, ¡vio
chasqueado que no había cogido más que guijarros!
¡Trabuqueime!, - exclamó.
Sin embargo, allí, en el fondo, seguía viendo el cofre y las monedas derramadas a su alrededor...
Así que se volvió a sumergir, pero esta vez se llevó consigo un saco que tenía en la barca. Lo
llen´y subió nuevamente a la superficie. Ya de vuelta en la barca derramó el contenido del saco...
que, evidentemente, no eran otra cosa que piedras... Mientras las miraba entre desesperado y
boquiabierto oyó una voz que decía bajito primero, y luego cada vez más fuerte:
¡Quen demasiado ambiciona sen nada queda!, ¡Quen demasiado ambiciona sen nada queda!
El pescador se puso a mirar alrededor, pero no había nadie en las cercanías. Estaba solo en esa
parte de la costa, y solamente las gaviotas revoloteaban esperando poder robarle alguno de los
peces que pescara. Tan grande fue la decepción de ver que las piezas de oro no eran otra cosa
que guijarros, que le subió la fiebre, y hubo de guardar cama más de quince días. Cuando pudo
ponerse otra vez de pie, pensó ir a la taberna, a animarse un poco. Salió de casa, y a la entrada
de la aldea se encontró otra vez con la meiga. Estaba sentada en un banco, más bonita que
nunca, y con los ojos tan brillantes que costaba trabajo sostenerle la mirada, de tanto que
resplandecían y lastimaban. taestaba solonadie
¿Quieres casarte conmigo? - le preguntó la meiga
¡No me casaré con nadie! - respondió el pescador.
Y se fue derecho a la taberna. Allí se hartó de beber con los amigos, y ya era muy tarde cuando
finalmente se fue. Se había hecho de noche, y noche oscura, además. Por suerte, conocía
perfectamente el camino de vuelta a casa. Por eso se sorprendió tanto cuando vio una gran luz
que parecía salir del suelo. Se acercó agachándose a ver qué era, y descubrió un corredor que se
hundía en la tierra, haciéndose cada vez más ancho. Intrigado, quiso saber más, y metiéndose
por el agujero, bajó por el corredor hasta llegar a una enorme sala donde la luz salía
inexplicablemente de todas las paredes. Y sin embargo, no había en la sala nada, ni el menor
vestigio de una lámpara que pudiese provocar esa luz...
En estas cavilaciones estaba cuando notó que lo agarraban de brazos y piernas. Algo invisible lo
aferró, y arrojandolo al suelo. Y una voz ya familiar le dijo al oído:
¡Ou, que perniñas máis boas!
A lo que otra voz respondió:
Ou, que coxiñas máis boas!
Y continuó la primera voz:
¡Ou, que braciños tan bos!
Y dijo entonces la segunda voz:
¡Ou, que manciñas tan boas!
El pescador estaba aterrado. Luchaba por zafarse y ponerse en pie, pero no podía, pegado como
estaba al suelo por esas fuertes manos invisibles. Entonces, una tercera voz dijo mucho más alto:
¡Ou, que cabeciña tan boa! ¡Ou, que cabeciña tan boa!
Pero lo que realmente aterrorizó al pescador fue ver un hacha flotando en el aire, y dirigiéndose
lentamente hacia él. El hacha empezó a girar por encima de su cabeza, y el ser invisible que la
manejaba parecía querer cortársela.
¡Socorro! -aulló el pescador.
Y entonces apareció la meiga. Rápidamente cogió el hacha con su blanca mano, y tras un corto
forcejeo el hacha desapareció. Y al mismo tiempo el pescador se sintió libre de las manos que lo
sujetaban. Se puso en pie de un salto y miró fijamente a la meiga. Estaba más bonita que nunca, y
sus ojos mucho más brillantes que otras veces. Y sonreía al pescador con la mayor de las
dulzuras. Éste también le sonrió, aliviado de tenerla al lado. Lo acababa de salvar, y tenía la
esperanza de que lo ayudara a salir de ese extraño lugar donde jamás debería haber entrado
Y la meiga le preguntó:
¿Te quieres casar conmigo?
Y el pescador no dudó en responder:
¡Sí, con muchísimo gusto!
Y se cuenta que el joven pescador se casó con la meiga, y dejó el oficio del mar. Se estableció
con su mujer en una colina, entre dos bosques, y nadie sabía de qué vivían. Pero tuvieron muchos
hijos y aún hoy en día, son las descendientes del pescador y de la meiga aquellas que los
hombres se encuentran a veces, de noche, cuando la oscuridad invade la tierra. Y esas mujeres
siempre hacen la misma pregunta:
¿Queres casar comigo?

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