miércoles, 6 de marzo de 2019

Los bueyes de Gerión

Yo soy Hércules, hijo del mismísimo Zeus, y os quiero contar por qué viajé por vez primera hasta el famoso y lejano Tartessos. Dicen que nací en Tebas, hace muchísimo tiempo ya, en el año 1282 antes de la era cristiana que hoy domina los calendarios. Soy hijo del Dios más grande y poderoso, pero, sin embargo, no soy divino. Me dicen héroe, que es algo así como un semidiós, aunque yo, en verdad, ni me siento hombre ni tampoco dios. Siempre viví confundido, desde mi atormentado nacimiento, sin saber realmente cuál era el sitio que me correspondía. Mi familia es muy complicada, pero quizás merezca la pena que la conozcáis un poco, para así acercaros a mis desconsolados complejos. Como os decía, mi padre es Zeus, aunque yo no soy hijo de la diosa Hera, su esposa. Nací de un adulterio divino y eso condicionó mi vida, pues Hera me ha odiado desde entonces, poseída por unos celos invencibles. Mi pobre madre fue una humana que se llamaba Alcmena y era esposa del rey Anfitrión, del que estaba profundamente enamorada. Pero mi padre Zeus, que la deseaba, tomó la forma de su marido mientras éste se encontraba lejos, para engañarla, meterse en su lecho y engendrarme. Sí, sí, ya sé que es de una bajeza sin límites, pero los actos de mi padre Zeus no pueden medirse con la estrecha moral humana. Deseó a mi madre, la engañó, la poseyó… Y de ese acto nacimos tanto yo como mi hermano gemelo Ificles. Hera no perdonó jamás la infidelidad de su marido Zeus y juró venganza eterna. Pero incapaz de enfrentarse con él, la tomó conmigo y me persiguió a lo largo de toda mi vida. Mis muchas desgracias vienen firmadas por la mano de Hera, la diosa poderosa.

  Mi madre quedó embarazada antes que mi tía. Y Zeus prometió que el niño que primero naciera, sería rey. Mi madre, durante su plácido embarazo, sabedora de que daría a luz antes que su cuñada, me cantaba dulces canciones en las que me llamaba príncipe y rey. Pero Hera, con sus malas artes, consiguió atrasar el parto de mi madre para que mi primo Euristeo pudiera nacer antes que yo y así ser nombrado rey. Reinaría Micenas, mientras que a mí simplemente me darían el poder sobre Tirinto, una tosca fortaleza sin otro encanto que los cardos y las desnudas rocas de sus muros. Pero ni siquiera con esa manifiesta injusticia quedó tranquila la vengativa Hera. Cuando apenas yo tenía dos añitos, aprovechando que estaba solo, introdujo en habitación dos enormes serpientes. Estaban hambrientas y de inmediato sintieron el olor y el tibio calor de mi cuerpecito. Con sus feroces fauces abiertas se arrojaron sobre mí para devorarme y saciar así los rigores de sus hambres ancestrales. Fue mi primera batalla. Sin qué todavía alcance a comprender de dónde pude sacar las fuerzas, el caso es que con cada mano atrapé por el cuello a las dos bichas y las estrangulé, hasta matarlas, entre terribles espasmos y contracciones. Cuando sus cuerpos quedaron exangües, me libré de la prisión de sus anillos y me puse a jugar con sus cuerpos inermes. Así me encontraron los asombrados sirvientes cuando regresaron a mi dormitorio, alertados por el ruido de la lucha. Nacía mi leyenda, pero no mi felicidad.

  Crecí fuerte y sano, pero un endiablado carácter complicó mi existencia desde la infancia. No podía dominar mis ataques de cólera, en los que me convertía en una fiera con instintos asesinos. Sin poderlo evitar, maté con mi propias manos a mi primer maestro, el pobre Lino, de lo que aún me arrepiento. Me había regañado por una tarea que no había realizado bien y mi orgullo infantil se sintió herido. Salté sobre él y lo asesiné. Mi padre adoptivo, el rey Anfitrión, temeroso de que cometiera más barbaridades me envió al campo, entregándome a pastores para que me educaran, convencido como estaba que yo sería hombre de monte y no de corte ni palacio. En eso acertó. Fueron mis años más felices, aprendiendo las ciencias de la naturaleza a través de la sabiduría de ganaderos y pastores. Aún recuerdo cuando logré matar al León de Citerón, una fiera enorme y astuta que durante meses atacó y diezmó los ganados sin que cazador alguno pudiera localizarla y matarla. Decidí hacerlo yo, a pesar de mis pocos años adolescentes. Durante cincuenta días estuve tras sus huellas, hasta que, finalmente, pude sorprenderla y matarla. En ese instante, cuando su sangre caliente corría por mis brazos victoriosos, me sentí poderoso e invencible. Grité como un loco, poseso de la misma extraña y salvaje felicidad que después volvería a sentir tras la coronación de cada uno de mis doce trabajos míticos. Desollé al animal y me vestí con sus pieles. Así fui reconocido desde entonces. Nada de finas telas ni túnicas delicadas. Mi mejor vestimenta sería la piel de león, lo que me concedía un aspecto feroz que intimidaba a mis enemigos.

  Pero no quiero haceros demasiado larga mi desdichada historia. Me he propuesto sincerarme en estas líneas y os debo contar algo terrible. Joven todavía, me casé y tuve hijos. No fui un padre ejemplar, pero sí puedo afirmar que quise a mis vástagos con toda la fuerza de mi enorme corazón. Por eso, nunca podré perdonarme la mayor de las locuras insensatas que cometí en toda mi vida. Conocedora la maldita Hera del amor que sentía por mi prole, me enloqueció mientras dormía. Al despertar, dominada mi voluntad por la sed de venganza de Hera, asesiné a mi mujer y a mis hijos. Al recuperar la razón creí enloquecer de dolor al comprobar la atrocidad que acababa de cometer con mis propias manos, abducido por la maldad de Hera. Caí al suelo, y, por primera y única vez, lloré sin consuelo. Con el corazón desgarrado por la hiel del dolor, decidí suicidarme. Apoyé el puñal sobre mi pecho, pero pensé que eso era lo que Hera buscaba desde mi nacimiento. No quise hacerla feliz y me retiré con mi vergüenza, soledad y dolor a lo más profundo de los desiertos cercanos, donde nadie, jamás, pudiera volver a verme nunca. Pasaba las noches en vela, maldiciendo a la luna y a las estrellas por mi desgracia y gritando el nombre de mi familia muerta. Mil veces quise morir y mil veces me aparté de sus oscuros brazos por no satisfacer los malvados deseos de Hera.

  No sé cuánto tiempo pasé en aquellas soledades. Sólo recuerdo que una mañana escuché gritar mi nombre a mi hermano gemelo Ificles. Yo apenas pude balbucear algunas palabras, pues hasta la capacidad del habla había perdido. Pasó unos días conmigo, consolándome y animándome a regresar con los hombres. Ante mi reiterada negativa recurrió a un argumento que finalmente me derrotó. Me dijo que me comprendía, pero que lo mejor que podía hacer era acudir al Oráculo de Delfos para pedir consejo y que fueran los dioses los que me abrieran el futuro. Así lo hice. Viajé hasta Delfos y allí, en su templo, la sibila Délfica, tras una larga liturgia premonitoria, me dijo que sólo podría purgar el terrible pecado de haber asesinado a mi familia realizando los diez trabajos que me encargaría mi primo Euristeo. Yo aborrecía a mi primo por haberme usurpado, gracias a la malicia de Hera, el trono que me correspondía. Se trataba sin duda de una durísima penitencia, que acepté resignado, deseoso de acabar de una vez con la angustia que atenazaba a mi corazón.

  El miserable de Euristeo me fue encargando trabajos, cada uno más imposible que el anterior, con la esperanza de que en cualquiera de ellos perdiera mi vida. Cobarde como una ardilla, el rey se ocultaba en una gran tinaja de bronce cada vez que yo regresaba triunfante. Se negaba a verme en persona y me daba sus instrucciones a través de un heraldo. Ni siquiera podía entregarle el fruto de mis trabajos en mano, sino que me tenía que limitar a dejarlos en las afueras de la ciudad. Sumiso, conteniendo mi rabia y orgullo, yo le obedecía fielmente, acatando el oráculo de la sibila Délfica, pues sabía que era la única manera en la que la felicidad podría algún día encontrar de nuevo acomodo en mi corazón. El miserable de Euristeo se devanaba los sesos intentando encontrar trabajos sufridos e imposibles que pudieran acabar conmigo y su desconsuelo ante cada trabajo que lograba culminar con éxito crecía en la ponzoña de su corazón.

  El primero de los trabajos que me encomendó fue el cazar al fiero León de Nemea, con cuya durísima piel hice mi túnica y casco definitivo. Después maté a la Hidra de Lerna, capturé a la Cierva de Cerinea y al Jabalí de Erimanto, conseguí limpiar los establos de Augias, logré matar a los terribles Pájaros de Estínfalo, capturé al Toro de Creta, hurté las yeguas de Diomedes, robé el Cinturón de Hipólita así como los bueyes de Gerión, sustraje las manzanas del Jardín de las Hespérides y, por último y esforzado trabajo, logré capturar al mismísimo perro Cerbero y pude sacarlo de los Infiernos. Con todos esos terribles trabajos, en los que tantas veces estuve a punto de perder la vida, logré purgar mi pecado y cumplir mi penitencia.

  Pero como os decía al principio, hoy quiero detenerme en el décimo de los trabajos, el de los Bueyes de Gerión. Tras finalizar el noveno, el de la sustracción del cinturón de Hipólita, me encontraba por completo deshecho y agotado. Mi cuerpo y mi mente precisaban de un descanso que el malvado de Euristeo no estaba dispuesto a concederme. A través de su heraldo me hizo llegar mi próximo trabajo, nada más ni nada menos que robar los bueyes de Gerión, el poderoso rey de Tartessos, el rico país del occidente. Su poder era conocido a lo largo y ancho de todo el mar que vosotros conocéis hoy como Mediterráneo. Vivía en la isla de Eriteia, sobre la que siglos después terminaría fundándose la ciudad de Cádiz. Gerión era de familia ilustre: su padre, Crisaor, fue hijo de Poseidón y de Medusa y su hermano era el caballo alado Pegaso. La genealogía de su madre, Calírroe, no le iba a la zaga, pues era hija de Océano y de Tetis. Descender de dioses tan destacados en el Olimpo otorgó a Gerión una fuerza descomunal, aunque algún grave pecado habrían cometido sus progenitores cuando lo parieron con aspecto monstruoso. Gerión tenía tres cuerpos en uno, pues de su cintura emergían tres fuertes troncos rematados con tres fieras cabezas. Era grande como un gigante y cada uno de sus seis brazos robustos como una columna. Reconozco que al enterarme del trabajo, un intenso temor acosó a mi intrépido corazón. ¿Cómo lograría llevar a cabo aquella proeza, frente a un rey tan poderoso y en un país tan lejano?

  —Gerión es muy rico —me comentó el heraldo de Euristeo mientras me concretaba el encargo—, pero de todas sus grandes riquezas las que más valora son sus manadas de vacas y bueyes, que pastan en libertad en extensas marismas. Son esos toros los que tienes que robar para traerlos aquí, hasta nuestro señor.

  —¿Y me recibirá en esta ocasión el rey en persona, o seguirá escondiéndose en el caldero de cobre? —respondí con sorna, arrepintiéndome de inmediato de mi desahogo, pues no haría más que irritar a aquel del cual dependía mi felicidad.

  A pesar de mi extremo cansancio, decidí partir cuanto antes, para intentar resolver el encargo a la mayor premura posible. Haría el viaje hasta el lejano poniente recorriendo el norte de África. Conseguí la única embarcación dispuesta a llevarme hasta las cercanas costas africanas y, una vez desembarqué con éxito en un pobre puerto, me apresté a comenzar mi andadura, aunque no tardaría en comprender mi enorme error. La travesía a través del desierto de la Libia era, sencillamente, insufrible. El sol de castigo y unas temperaturas infernales amenazaban con convertirme en un efímero charco de sudor. En una ocasión, tras casi dos días sin beber y con la piel llagada por los inmisericordes rayos solares, creí que moriría de sed. Y jamás llegué a figurarme suplicio semejante. Pero mi hora aún no había llegado y la providencial aparición de unos pastores nómadas me salvó la vida; ni siquiera recuerdo sus nombres, pero les quedé por siempre agradecido.

  Tras reponerme, me convencí de que jamás podría llegar por tierra hasta Tartessos, ya que el desierto supondría mi tumba. Y yo no quería morir, por lo que decidí bajar hasta la costa y buscar una embarcación que viajara hasta poniente. Fue tarea imposible. No encontré ni barcos ni marineros capaces de esa travesía. A lo más, unas míseras barquitas de pesca que apenas si alcanzaban a alejarse de la orilla. Impotente, grité de rabia maldiciendo mi suerte. Parecía que, en esa ocasión, los hados me impedirían alcanzar mi objetivo. Y mientras rumiaba mi desesperación, el sol inclemente no dejaba de castigarme con sus dardos luminosos. Sequé mis ojos sudorosos mientras elevaba mi mirada y tuve una idea. Si Helios, el sol, era uno de mis principales problemas, con mi astucia podría transformarlo en mi solución. Sin dudarlo ni un instante más, tensé mi arco hasta el límite de mis fuerzas y apunté directo a su corazón solar. La primera flecha salió disparada hacia el cielo, a partir de la cual disparé alguna otra con aviesa intención. Sin duda alguna logré molestarlo, porque de inmediato me gritó:

  —Hércules, ¿por qué me disparas? ¿No ves que puedes herirme con tus flechas?

  —Helios, tú llevas mucho tiempo hiriéndome con las tuyas. A punto he estado de morir de sed y calor. Necesito que me ayudes.

  —Sabes que no debo favorecer a mortal alguno…

  —Pues si no lo haces, seguiré disparando mis flechas hasta que alguna atraviese tu corazón egoísta.

  Helios, al que no le apetecía nada que pudiera herirle, me pidió que le dijera qué era lo que deseaba:

  —Deseo que me prestes la copa dorada que utilizas como embarcación cada noche para hacer el largo viaje que te lleva desde el poniente, donde te ocultas, hasta el levante, desde donde emerges cada amanecer. Tengo que llegar hasta Tartessos y no dispongo de demasiado tiempo, con tu copa viajaría con rapidez.

  —Te la prestaré para que llegues a tu destino. Pero a cambio debes jurarme, por tu padre, Zeus, que jamás volverás a molestarme.

  —Te lo juro. Si traiciono mi palabra, que la ira de Zeus recaiga sobre mí.

  Mis razones parecieron convencerle y en breves instantes quedé deslumbrado por la aparición, junto a la playa, de una bellísima nave de refulgente oro y forma de copa a la que embarqué con mis escasas pertenencias. Navegamos a una velocidad enorme y con una sorprendente suavidad para, al poco tiempo, llegar hasta el límite occidental mismo del mar, donde me encontré con una gran pared de montañas y rocas que lo cerraban. Yo tenía que pasar y no estaba dispuesto a rendirme, así que decidí actuar para domar aquella colosal naturaleza que parecía querer impedir mi viaje. Hice acopio de todas mis fuerzas, busqué una grieta por la que introducirme y comencé a empujar con mis brazos y piernas aquellas montañas que impedían culminar mi navegación. Haciendo un esfuerzo titánico advertí cómo las rocas comenzaban a separarse. Redoblé mi ímpetu y pronto noté que el agua comenzaba a circular bajo mis pies. Estaba consiguiendo separar África de Europa para abrir así el canal marítimo que desde entonces une el Mediterráneo con la mar Océana y que conocéis como el Estrecho de Gibraltar. A las montañas que resguardan ambos lados del estrecho que abrí con mis propias manos se les conoce como las Columnas de Hércules, en honor a la gigantesca hazaña que acababa de realizar. Pero esa no era mi tarea principal, por lo que debía apresurarme a finalizar mi periplo para poder devolver la copa dorada que Helios me prestara.

  Al desembarcar en un lugar cercano a Eriteia, y tras devolver la barca a Helios, pregunté a los lugareños por la situación del ganado de Gerión y la información que recibí no pudo ser más desalentadora. Cerca de la isla, en unas extensas marismas de ricos prados, pastoreaban las manadas de vacas rojas y bueyes preferidos por el rey de Tartessos. Hasta ahí, todo bien. Pero me estremecí al enterarme que el ganado estaba protegido por Ortro, un perro gigantesco y fiero, que había sido regalado al monarca por Atlas, su anterior propietario. El can era famoso por su extrema fiereza, tenía dos cabezas y era hermano de otro perro muy famoso, el can Cerbero, que custodiaba las puertas infernales del Hades. Me contaron que Ortro ya había despedazado a muchos de los que se acercaban a los bueyes y que debía tener mucha prudencia si quería ver el ganado, pues atacaba sin previo aviso. Además, me contaron que como el rey Gerión tenía tanto aprecio a sus bueyes, esos crímenes quedaban impunes. Los bueyes también se encontraban custodiados por el pastor Euritión. Comprendí que la tarea no sería fácil y preferí prepararme bien para acometerla. Así que decidí reponer fuerzas durante un par de días, en los que apenas si me moví de la choza abandonada que encontré junto a la orilla y que fue mi efímera morada, pues me garantizaba la discreción que mi misión me imponía. Gerión no podía enterarse de mi visita, ni, mucho menos aún, de las intenciones que albergaba. Durante mi descanso pude advertir la gran riqueza de aquellas tierras, la abundancia de comida, las nobles edificaciones, la gracilidad de sus embarcaciones y, sobre todo, la abundancia de plata que adornaba a sus hermosas mujeres. Me hubiera quedado a vivir allí para siempre si mi sino no me hubiera destinado a culminar los malditos trabajos de Euristeo.

  Al tercer día, antes del amanecer, me dirigí hacia el interior para localizar la manada que debía robar. Supuse que tendría que matar tanto al pastor como al perro si quería apropiarme del ganado. Siempre había odiado a los cuatreros, y, ahora, por culpa de Hera, yo me veía convertido en uno de ellos. Al atardecer, me pareció ver unos puntos moviéndose en las marismas, extensas y fértiles. Supuse que sería la manada que buscaba y decidí dormir en el monte, ya que no quería encontrarme con sus guardianes antes del amanecer. Me pareció, entonces, escuchar el sonido de unas ramitas que se rompían. Alguien o algo se estaba moviendo con sigilo entre la maleza. ¿Quién podría ser? Para mi sorpresa, no tardé en descubrirlo. Un terrible gruñido me advirtió de la presencia de una fiera. Un olor putrefacto llegó hasta mí. Apenas me dio tiempo de coger mi lanza cuando el monstruo apareció en el llano donde me encontraba. Se trataba de Ortro; su astucia le había permitido localizarme mucho antes de lo que yo hubiera podido suponer. Sus dos fauces entreabiertas dejaban ver unos colmillos tremendos, capaces de rasgar y destrozar la armadura más sólida. Sus ojos me miraban con odio, como si hubieran adivinado mis intenciones. Nunca pude figurarme que pudiera existir un perro de esas dimensiones ni de una fortaleza similar. Supe que debía actuar de inmediato antes de que la fiera me atacara. Con agilidad, pegué un salto hasta situarme de espaldas al sol que se ponía. Helios deslumbró por un momento los cuatro ojos del perro que pegó un gran salto en mi dirección. Aproveché ese instante para adelantarme y clavar mi lanza en su corazón. A punto estuvo de aplastarme en su caída, cuya inercia hizo que quedara ensartado por completo por mi pica, cuya punta le sobresalió por la espalda. Había tenido suerte y había podido acabar con él gracias a los escasos segundos que había quedado deslumbrado.

  Cuando me encontraba observando el enorme cuerpo sin vida de Ortro, presentí que alguien se acercaba. De manera sigilosa, me escondí tras la maleza en el mismo instante que el pastor Euritión descubrió el cuerpo sin vida de Ortro. Tras el asombro, su rostro evidenció el desconsuelo, el temor y la ira que sintió al ver a su fiel compañero muerto. Dirigió su mano hacia su puñal, en una clara actitud de venganza. Comprendí que debía actuar en ese momento, aprovechando que aún no había advertido mi presencia. Sin hacer ruido alguno puse una flecha en mi arco, lo tensé y, justo en el momento en el que Euritión cruzaba su mirada con la mía, le disparé. Mi flecha atravesó su corazón y murió sin haber tenido siquiera la posibilidad de luchar. Ya sé que no fue un acto valeroso por mi parte, pero mis muchas penalidades ya me habían advertido que la astucia era mejor compañera que la fuerza o la valentía. No había ido hasta allí para ganar olimpiadas en combate, lo había hecho para robar el ganado de Gerión y todo lo demás carecía de importancia alguna. Como un pensador diría mucho tiempo después, lo importante era el fin y no los medios.

  Una vez muertos los guardianes, el ganado ya era mío. Al amanecer del día siguiente comencé la ardua faena de reagrupar las vacas y los bueyes. No fue tarea fácil, ya que no conocían mi voz y tendían a dispersarse. A la tarde ya había conseguido encerrar al ganado en un gran cercado de espino. Ya podía abandonar Tartessos para llevar los bueyes hasta Micenas. Apenas acababa de cerrar las puertas de la cerca, cuando advertí una gran polvareda que se acercaba. Decidí ocultarme y comprobé con estupor que el mismísimo Gerión se acercaba enfurecido. Sin duda alguna alguien le habría puesto sobre aviso de mis andanzas. El rey gritó como un poseso cuando descubrió los cadáveres de sus fieles Ortro y Euritión y se dispuso a vengarlos. Sin duda, no estaba dispuesto a que nadie robara su tesoro más preciado ni a que asesinaran impunemente a sus súbditos. Por eso, juraba que mataría al responsable de aquellos crímenes.

  Procuré mantener la calma y la sangre fría ya que tenía que acabar con sus tres cuerpos simultáneamente. Si sólo atravesaba un corazón, con los fuertes brazos de los otros dos podría destrozarme. Tenía que acabar con los tres simultáneamente y se me ocurrió una manera de conseguirlo. Cogí una piedra y la lancé a uno de sus lados. Gerión se giró para descubrir la procedencia del ruido y cuando se puso de perfil, sus tres cuerpos quedaron alineados a mi vista. Aproveché ese instante para dispararle una flecha mojada con el veneno de la Hidra de Lerna que atravesó consecutivamente sus tres corazones alineados. Murió al instante, sin haber podido siquiera presentar batalla. Quizás no hubiera merecido una muerte tan ignominiosa, pero yo no podía permitirme el riesgo de luchar abiertamente con un ser tan descomunal. Además, todavía me quedaba la dura tarea de llevar el ganado hasta Micenas. Para cerciorarme de que ningún dios malvado volvía a darle vida al monarca de Tartessos, desmembré sus tres cuerpos cortando uno de otros y los arrojé alejándolos entre sí. Esperaba que los buitres y los cuervos limpiaran sus huesos antes de que sus fieles lo encontraran. Tras asesinar a su rey, me dispuse a abandonar Tartessos, la tierra vieja y hermosa que sedujo a mi corazón.

  La travesía con el ganado fue agotadora, pues siempre tenía que estar atento para que no se extraviase animal alguno. Yo era guerrero y no pastor, y el arrear aquellos bueyes me exasperaba. Pasaron varias semanas de marcha y, al llegar al monte Aventino, en las cercanías de lo que llegaría a ser la gran Roma, decidí detenerme un par de días para descansar. En mala hora tomé aquella decisión, pues en las inmediaciones habitaba el gigante Caco, famoso y hábil ladrón. Caco, enterado de la presencia del ganado discurrió una inteligente manera de hurtarlo. Aprovechó que yo dormía para sacar parte de las vacas caminando hacia atrás. A la mañana siguiente, al despertar, me pareció que tenía menos ganado, pero al ver por las huellas que ningún animal había salido, me quedé tranquilo. A la noche siguiente volvió a repetir la estratagema y de nuevo sustrajo algunas cabezas marchando hacia atrás. Al recontar yo la manada y comprobar que faltaban cabezas, tardé en comprender la artimaña del ladrón. Yo, que me tenía por astuto, había resultado engañado por alguien aún más ladino. Prometí vengarme. Remonté el rastro de pisadas hasta encontrar el lugar en que las había apartado para permitirles que caminaran de manera natural. El rastro de huellas se dirigía hacia una zona de grandes cuevas en las que habría escondido los animales sustraídos. Eran tantas las cavidades que tardaría mucho tiempo en revisarlas, por lo que decidí utilizar mi propia estratagema. Solté por la zona un par de bueyes que no tardaron en comenzar a mugir al sentirse solos. Yo los seguía a prudente distancia, con mis armas prestas por si era capaz de encontrar la guarida de Caco. El truco dio resultado y pronto escuché unos lejanos bramidos que procedían de un monte cercano. Los animales se dirigieron hacia allá y no tardaron en situarse a las puertas de la cueva desde donde salían los mugidos de las cabezas robadas. Me situé tras unas piedras, y para mi satisfacción pude observar cómo el propio Caco salía de la cueva, alegre por el encuentro con aquellos dos bueyes extraviados, por los que obtendría un buen dinero en el mercado. Confiado, comenzó a llamar a los bueyes, sin saber el incauto que estaba firmando su propia sentencia de muerte. Murió sin saber siquiera de dónde había partido la mortífera flecha emponzoñada. Observé su rostro muerto antes de escupirle y abandonarle para que fuera pasto de las alimañas y me apresuré en reunir toda la manada, pues quería abandonar cuanto antes aquel aciago lugar.

  Continué mi trashumancia y aún tuve que vencer varias dificultades más, como el combate que hube de mantener con Érice, rey de Sicilia, al que maté con mis manos en el combate que me había exigido para poder pasar el ganado por su territorio. Una vez llegué a Grecia, Hera, la diosa celosa causante de mis males, irritada al ver que nada ni nadie podía detenerme, envió a todo un enjambre de avispas venenosas para que picaran al ganado, que aterrorizado, rompió en desbandada. Por un momento caí en un hondo desánimo. Después de tantos afanes y descomunales esfuerzos, estaba a punto de fracasar en mi encomienda. Pero reuniendo el resto de mis fuerzas y de mi voluntad, me juré que no me rendiría. Esperé a que los tábanos desaparecieran para ir reagrupando con paciencia a los animales dispersos. En su carrera se habían diseminado en un vasto territorio, por lo que precisé de dos semanas para culminar mi tarea. Una vez que tuve la manada completa, continué mi senda, decidido a entregarlos en Micenas tal y como se me había encomendado.

  Hera, al comprobar cómo también había fracasado su estratagema de las avispas, trató de impedir mi tarea de una manera aún más contundente. Hizo que comenzara a llover con una intensidad inusitada hasta que los arroyos y ríos se desbordaron. A duras penas yo pude continuar bajo la lluvia intensa hasta que el enorme caudal de un río impidió mi marcha. No podía tratar de cruzarlo, si no quería que mi ganado muriera ahogado y arrastrado por la corriente. Así que decidí usar la inteligencia. Busqué una zona entre rocas en la que el río se estrechaba y, acumulando piedras, logré construir un puente elemental que me permitió vadear la corriente torrencial sin perder ni una sola cabeza. Al culminar el vado del río, sonreí para mis adentros al imaginar la cara de rabia que debería de tener la vengativa Hera en aquellos momentos.

  Pensé que ya no sufriría ningún nuevo contratiempo, pero de nuevo me equivocaba. Al día siguiente, la feroz ninfa Equidna logró robarme todo el ganado. Desesperado, le imploré que me lo devolviera, pues tenía una importante misión que cumplir. Entonces, ella me pidió algo inesperado.

  —Hércules, te devolveré el ganado si haces el amor conmigo.

  Aunque podría parecer una condición amable y placentera, tenía un pequeño inconveniente. Equidna era una ninfa de cara hermosa, pero de cuerpo de serpiente. Sus pechos y rostro eran objeto de deseo, pero el resto de su ser era asqueroso, frío y con escamas, y me causaba una honda repulsión. Pensé en cómo se enrollaría sobre mí si hacíamos el amor y quise salir corriendo, pero al final opté por la responsabilidad del deber.

  —Será un placer, Equidna.

  —Ven al atardecer a mi guarida. Te esperaré ansiosa.

  Sería inútil tratar de explicar lo que sentí en aquella supuesta noche de amor, de la que la ninfa resultaría encinta. Tiempo después me enteré que de ella nacieron Agatirso, Gelono y Escites. Equidna terminó satisfecha de su noche de lujuria y me devolvió el ganado, tal y como había prometido. Aún recuerdo con pavor aquel cuerpo de serpiente al que hube de amar.

  Sin más contratiempos logré llegar con la manada de vacas rojas y bueyes de Gerión hasta Micenas, donde fui recibido por una auténtica multitud. Todos comentaban asombrados que jamás habían conocido animales tan hermosos y rollizos. Yo, orgulloso de mi proeza, respondía a unos y otros por las cuestiones que me planteaban sobre mi viaje. En cuanto el rey Eristeo supo de mi éxito, montó en cólera. ¿Cómo era posible —se preguntaba— que el maldito Hércules lograra salir vivo de tareas imposibles? ¿Cómo había podido robar al poderoso Gerión de Tartessos su tesoro más preciado? Como era habitual, no se dignó en recibirme y se escondió de nuevo, temeroso de mis ataques de ira.

  Al comprobar que yo permanecía de manera pacífica junto al ganado de Gerión a las puertas de la ciudad, ordenó llamar a su heraldo.

  —Sal y dile a Hércules que te entregue el ganado de Gerión y que se retire a la montaña. Y que no piense que ya ha finalizado todos sus trabajos. Por motivos que le explicaremos en su momento, considero que aún debe realizar dos nuevos trabajos. En breve le comunicaremos el siguiente.

  Cuando el mensajero se retiraba para cumplir las órdenes, Euristeo le comunicó con mirada maliciosa el siguiente mensaje.

  —Y dile también a Hércules que ordenaremos el sacrificio de los animales en honor de Hera, la diosa más hermosa y querida para mí, que me lo agradecerá como ella sólo sabe hacerlo.

  Al enterarme de la decisión quedé desolado. Por una parte, aún no quedaba liberado del compromiso con mi destino, pues todavía me restaban dos trabajos por hacer. Y, por otra, y esto aún me dolía más, al final, Hera sería la triunfadora de mis desvelos y sufrimientos. Mi ganado sería sacrificado en su honor. Sufrí al imaginarme las carcajadas de la diosa y de Euristeo, el rey cobarde y cruel del cual dependía mi retorno a la felicidad. Al menos, me consolé, había podido conocer el hermoso y remoto país de Tartessos, al que me prometí regresar algún día. Parte de mi corazón había quedado preso en sus cielos azules y sus tierras feraces.

  No sabía entonces qué pronto se cumpliría mi deseo…

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