miércoles, 6 de marzo de 2019

Gárgoris y Habidis

El primer rey de Tartessos del que tenemos memoria se llamó Gárgoris. Tartessos prosperaba por aquel entonces gracias a sus riquezas pesqueras y mineras y durante su reinado se inició el cultivo de la miel de las abejas, lo que mejoró la alimentación de sus súbditos. Los habitantes de Tartessos adoraban al rey tanto como lo temían. El carácter de Gárgoris era impredecible: a veces cálido y zalamero, en otras ocasiones cruel y déspota sin límite. Gárgoris gustaba de los largos paseos por los extensos bosques tartésicos, que recorría a caballo escoltado por una guardia presta a defenderlo sobre su propia vida.

  «El bosque de Tartessos», repetía Gárgoris a sus hombres de confianza, «es mi mejor aliado. Proporciona sustento a mi pueblo, caza para mis lebreles, madera para mis barcos, escondite en caso de riesgo».

  Laia fue su hija más hermosa. Cuando cumplió los quince años, resplandecía bella y sensual. Gárgoris, sin poderlo remediar, la deseaba intensamente, por lo que procuraba no coincidir con ella para evitar la sacrílega tentación. Una noche de primavera, en la que la luna llena iluminaba el jardín, Gárgoris se sentó junto a un pequeño estanque, muy grato para sus sentidos. El rey estaba feliz. El reino gozaba de paz, los negocios eran prósperos, los pueblos vecinos le admiraban y respetaban, mientras que la fama de su reino se extendía mucho más allá de sus fronteras. Gárgoris jugaba con una mano en la frescura del estanque mientras se sentía satisfecho y orgulloso. La noche estaba perfumada por las muchas plantas aromáticas que el jardinero real regaba en arriates y alcorques.

  El rey tenía los ojos cerrados cuando le pareció escuchar unos pasos suaves que se acercaban sin apenas hacer ruido. Era Laia, su hija, que le sonreía dulcemente. Gárgoris jamás la había visto tan hermosa y deseable. Sin poder contener su pasión, la abrazó y la besó largamente. Laia, al principio, intentó resistirse, pero después se dejó llevar, entregándose dulcemente. Esa noche la pasaron juntos. A la mañana siguiente, el rey, avergonzado, pidió a Laia que lo que había pasado quedara en un secreto entre los dos. Pero ambos sabían que mil ojos acechaban a todas horas en el palacio real y que su amor incestuoso debía ser ya la comidilla de criados, nobles y guardias. Y eso no era bueno. Al rey se le permitían muchas licencias, pero el incesto que acababa de cometer escandalizaría al tranquilo pueblo tartésico. Por prudencia, decidió que Laia estuviera sin salir por un tiempo, hasta que cesaran las habladurías. Después, la casaría pronto, nunca le faltarían buenos pretendientes.

  Un par de meses después, cuando Gárgoris casi había olvidado la noche que pasó con su hija, su esposa vino a verle. Su rostro reflejaba una profunda preocupación que inquietó al rey. ¿Qué pasaba?

  —Nuestra hija está embarazada. Dentro de siete meses parirá una criatura, que será al tiempo hijo y nieto… Laia, a pesar de los pesares, está contenta y quiere criar al niño…

  —¿Estás segura? —preguntó el rey alarmado—. Eso sería un auténtico escándalo, todo el pueblo me echaría en cara mi incesto…

  —Es consecuencia de tu desvarío, y ahora tendrás que asumir las consecuencias de tu locura.

  Tras la noticia, el rey se internó en lo más profundo de los bosques tartesios, sin querer ver a nadie. No sabía qué hacer. Ese niño le traería graves problemas… Pensó incluso en matar a la madre, a su hija Laia, pero se reconoció incapaz de hacerlo. Un par de días después, regresó a palacio más sereno. Al parecer, tenía un plan, aunque con nadie lo compartiría.

  Los meses pasaron con lentitud, sin que Gárgoris quisiera volver a ver a su hija. Por su esposa sabía que el embarazo marchaba bien. En muchas ocasiones el rey deseó que se malograra, pero la fuerte naturaleza de su hija hizo que llegara hasta el día del parto pletórica de salud e ilusión. Gárgoris aún albergaba la esperanza de que la criatura muriera al nacer, como tantas veces ocurría en los partos de palacio. Pero los dioses estaban con la madre y con el hijo varón que alumbró. Nació grande y bien conformado y sus lloros fueron escuchados por todo el palacio, llegando hasta los oídos del mismo rey. Gárgoris, incapaz de aguantar aquellos llantos estridentes, ordenó a su palafrenero que preparase con rapidez su mejor caballo.

  —Nos vamos al bosque de nuevo.

  Cinco días después el rey regresó de improviso al palacio. La noticia del nacimiento real se había extendido y todos cuchicheaban acerca del hijo-nieto del rey, al tiempo que criticaban en susurros su monstruosa depravación. El rey ordenó llamar de inmediato a Hipnos, el jefe de su guardia.

  —Quítale el maldito niño a la madre y llévalo al bosque, allá por la Peña Negra, donde están ahora los lobos más feroces del reino. Abandónalo allí y regresa. Que nadie sepa nunca, jamás, dónde terminó la criatura.

  —Pero… señor, yo…

  —O lo haces ahora mismo, o serás tú el que sirva de alimento a lobos y buitres. Y no regreses sin haber comprobado que las alimañas han devorado a ese demonio de crío.

  Laia abrazó con fuerza a su hijo cuando vio cómo el rudo soldado entraba bruscamente en sus dependencias. Sin consideración alguna, el guardia agarró al niño y empujó a la madre, que comenzó a gritar desgarrada.

  —¡No te lleves a mi hijo! ¡Por favor, no!

  Pero el soldado no tuvo contemplación alguna ni con la madre ni con el niño, al que metió en una alforja. Laía lloraba y gritaba desesperadamente sin que nadie acudiera en su ayuda. Ya se sabía que el secuestro del niño era orden del rey, cruel y despiadado, que regía sobre la vida de todos. Hipnos, en medio de un silencio sepulcral, sólo roto por el llanto del niño, abandonó el palacio a lomos de su caballo, acompañado por una reducida escolta.

  Tras una larga cabalgada, alcanzaron el paraje de Peñas Negras, un entorno lúgubre y agreste sólo habitado por fieras y alimañas, que aterrorizaba a los lugareños. Nadie osaba adentrarse más allá del arroyuelo que Hipnos y sus hombres cruzaron alertas y temerosos de cualquier ataque inesperado. Al llegar a un pequeño claro, depositaron al niño sobre una manta y lo abandonaron con rostros compungidos. Ninguno de aquellos rudos soldados comprendía la cruel decisión de su rey. ¿Cómo podía ordenar matar a su propio hijo de esa manera tan cruel?

  —Dejaremos aquí al niño —ordenó Hypnos—. Las fieras lo devorarán esta misma noche. Nosotros acamparemos a unas leguas de distancia y volveremos en un par de días para recoger los restos y llevárselos a Gárgoris.

  Hypnos y sus hombres montaron su campamento sin apenas hablar entre ellos. El tiempo pasó lento y denso y, dos días después, levantaron la acampada y se dirigieron en silencio hacia Peñas Negras. A todos, que tanta sangre habían visto derramar en su vida de guerreros, les compungía tener que recoger los huesecillos apenas formados de un chiquillo inocente. Al llegar hasta el llano donde lo habían abandonado, se sorprendieron al no encontrar restos algunos sobre la manta. ¿Qué habría podido pasar?

  —Busquemos por los alrededores —ordenó Hypnos—. Los lobos no habrán ido demasiado lejos para devorarlo.

  Pero tras un buen rato de rastreo, no lograron encontrar ningún rastro del bebé real. Los soldados se miraban incrédulos entre sí, incapaces de dar respuesta a la desaparición.

  —Puede que se hayan comido hasta los huesos. Pero no debemos regresar sin nada, vamos a buscar un poco más. Seguiremos los rastros de los lobos que han andurreado por aquí.

  Inquietos, se adentraron aún más en aquel bosque oscuro, sin esperanzas ya de encontrar hueso alguno del príncipe desdichado. Cuando ya se disponían a abandonar la infructuosa búsqueda, una especie de lamento les llegó lejano.

  —¿Qué ha sido eso?

  —Parecía el llanto de un niño —respondió un soldado atónito.

  —¡Vamos! Pero no… no puede ser el príncipe.

  El sonido se fue haciendo progresivamente más claro a medida que la guarnición avanzaba.

  —Increíble… Parece el llanto de un niño… pero ¡es imposible!

  Aceleraron la marcha con el corazón encogido. Cuando el bosque se aclaró, saltó la sorpresa y ante ellos se mostró la visión más inesperada que hubieran podido imaginarse. Una gran loba amamantaba tiernamente al príncipe, que había dejado de llorar al recibir la leche que reclamaba. Con la emoción en los ojos, aquellos hombres endurecidos por la vida aguardaron en silencio hasta que la loba hubiera saciado por completo el hambre del niño. Entonces, la loba le levantó y se adentró lentamente en el bosque. Antes de perderse por completo, giró la cabeza para mirar con orgullo a aquellos hombres paralizados por el asombro. Pareció advertirles que su tarea ya había finalizado y que ahora les correspondía a ellos continuarla.

  Hypnos se acercó hasta el niño, que sonreía satisfecho. Sin poderlo evitar lo acunó entre sus brazos y sin dudarlo tomó la decisión:

  —Regresamos con el príncipe. Esto ha sido una señal de los dioses que nuestro rey sabrá comprender.

  Pero Gárgoris no comprendió la señal y, enfurecido, la emprendió a voces con sus oficiales de mayor grado:

  —¡Estoy rodeado de inútiles que no saben acabar ni con la vida de un niño indefenso! ¿Qué ocurrirá si nos invaden enemigos de verdad? ¿Huiríais como ratas? ¡Acabad de una vez con el niño! ¡Echádselo a la jauría de perros de caza! ¡Lo devorarán en un suspiro, cuando están hambrientos son peores que los lobos!

  Los soldados se llevaron al niño mientras ordenaban a los perreros no alimentar a la jauría. Cuando rugieran de hambre les arrojarían al príncipe. Mientras esto ocurría, la mujer de Gárgoris y abuela del niño logró acceder hasta su dormitorio.

  —¿Qué haces aquí? —gritó enfurecido el rey—. ¡Te prohibí salir de tus dependencias!

  —¡Vengo a tratar de salvar a Habidis!

  —¿Quién demonios es Habidis?

  —Habidis es el hijo de tu pecado y mi nieto queridísimo, hijo de Laia, la hermosa. ¡Debes cesar en tu locura y perdonar a esa criatura que culpa ninguna tiene!

  —¿Cómo osas hablar en ese tono a tu marido y a tu rey? ¡Haré que te castiguen!

  —Haz conmigo lo que quieras, pero salva al niño, te lo ruego… Si muere, jamás podrás perdonártelo…

  —¡El pueblo nunca permitirá que el fruto de un incesto viva en palacio! ¡Prefiero pasar por un rey despiadado que por un monarca débil e incestuoso! Lo hago por el bien del reino, ¿no lo comprendes?

  —¡Estás en un grave error! ¡Habidis podría ser un gran heredero!

  —¡Un hijo del pecado nunca podrá ser rey! ¿Y cómo has osado ponerle nombre sin mi autorización?

  —Ni siquiera lo has visto, ¿acaso tú le habrías puesto otro nombre? Habidis se llamaba tu padre y Habidis se llamaba tu abuelo… ¿Se te ocurre un nombre más adecuado para tu heredero…?

  —¡Nunca será mi heredero, ¿lo oyes?! ¡Morirá mañana y no quiero que nunca, nadie jamás, vuelva a pronunciar ese nombre en mi presencia! ¡Vete de aquí antes de que llame a la guardia para que te eche sin contemplaciones!

  Cuando su esposa abandonó su estancia entre sollozos, Gárgoris quedó en un profundo silencio, sumergido en la ira y el dolor. Pidió a sus sirvientes una jarra de vino y comenzó a beber en la soledad de su desesperación, hasta quedar profundamente dormido en su ebriedad.

  Cuando los perros ya aullaban de hambre, Hypnos llevó a Habidis hasta la perrera. Con el alma desgarrada, conocedor del sacrilegio que cometía, depositó al niño sobre el suelo y abrió la trampilla. La jauría se abalanzó sobre aquella carne sonrosada y tierna que se les ofrecía como festín. Hypnos giró la cabeza, pues no hubiera podido contemplar la terrible carnicería anunciada. Pero, de repente, los perros mudaron sus fieros ladridos por tiernos ronroneos. Asombrado, el capitán abrió los ojos para encontrarse de nuevo ante una escena inesperada. Aquellos perros acostumbrados a despedazar jabalíes y venados lamían amorosamente a la criatura que les sonreía feliz. Sorprendido, dejó pasar un buen rato, pero ninguna de aquellas fieras hizo el menor intento de causar daño alguno al príncipe, que parecía sentirse a gusto entre la jauría real. Al anochecer, comprendiendo que los dioses volvían a enviarles una nueva señal, encerró a la jauría para abrazar de nuevo al niño prodigioso. Esa noche durmió con él, temeroso de la reacción de su monarca cuando se enterara de que su hijo aún seguía con vida.

  Hypnos no pudo dormir en toda la noche, sabedor de que Habidis estaba tocado por un don divino. Sin fuerzas ya para soportar la ira de Gárgoris, decidió desertar. Cuando las primeras luces del alba aún no habían desgarrado el horizonte, abandonó el palacio al galope para dirigirse hacia las fronteras más apartadas del reino. Sabía que sería condenado como proscrito y que su cabeza rodaría bajo el hacha del verdugo si las fuerzas del rey lograban apresarlo.

  Gárgoris, que se levantó de un pésimo humor por la resaca del mucho vino que había bebido la noche anterior, apenas si dio crédito a las noticias que le proporcionaba el oficial de día. Que Hypnos había desaparecido y que la jauría de perros había respetado al niño, lamiéndolo con cariño en vez de destrozarlo a dentelladas.

  —¡Eso son tonterías que se ha inventado el traidor de Hypnos! ¡Quiero su cabeza! ¡Y quiero, de una vez por todas, ver desaparecer a ese niño infernal! ¡Y necesito pruebas de su muerte! Tatuadle con la «T» de Tartessos el hombro izquierdo, echadlo bajo los pies de los rebaños de vacas, cabras, ovejas y cerdos cuando regresen de los campos a la tarde para que lo pisoteen inmisericordemente. Y traedme sus despojos después. Con el tatuaje comprobaré que se trata del niño infame.

  Los soldados, aterrorizados, cumplieron a regañadientes sus órdenes, pero de nuevo aconteció un prodigio inexplicable. Los rebaños innumerables que aceleraban su paso con la querencia del retorno a sus establos, respetaban con sus huellas el lugar donde estaba Habidis. De las miles de cabezas que pasaron a su vera, ninguna llegó a rozar siquiera la delicada piel del infante. Al oscurecer, cuando todos los rebaños estuvieron recogidos, los soldados regresaron para trasladar al rey lo acontecido. Tanto miedo le tenían, que tuvieron que sortear entre ellos quién era el desdichado que tendría que comparecer ante su despiadada presencia.

  —¡Estoy rodeado de inútiles! —bramó el monarca al enterarse del nuevo intento fallido—. ¡Es que nadie sabe hacer nada bien en esta corte de mendaces! ¡Cambiaré a todos los soldados de mi guardia! ¡Decid que comparezca el almirante de mi flota!

  Un rato después, Antas, el responsable de la marina tartésica, inclinaba respetuoso la cabeza ante su rey.

  —Aquí me tenéis, mi señor. ¿Qué deseáis?

  —Tienes una importante misión que cumplir. Mis oficiales de tierra no han sido capaces de llevarla a cabo, ineptos e incapaces. Por eso recurro a ti, responsable de mi gloriosa marina, orgullo de Tartessos.

  —Haré lo que me pidáis. ¿De qué se trata?

  —Es una tarea bien fácil. Solo debéis hacer desaparecer para siempre a un niño que os entregarán enseguida. Quiero que naveguéis mar adentro y lo arrojéis al mar profundo para que sirva de alimento a los tiburones y monstruos marinos.

  Aunque a Antas la orden de asesinar a un niño le pareció tarea indigna de un soldado, agachó la cabeza en señal de sumisión y se dispuso a cumplir el mandato real. Esa misma noche ordenó zarpar a su tripulación y navegó mar adentro en el más veloz de sus trirremes. A la mañana siguiente, cuando la línea de costa ni siquiera se divisaba, arrojó la canasta de mimbre que contenía al príncipe en aquellas aguas azules y profundas. La canasta no tardaría en hundirse en los abismos insondables de aquel mar infinito.

  Cumplida la misión, Antas ordenó virar hacia la costa, sin querer volver la vista atrás. No aprobaba el comportamiento de su monarca, pero se debía a sus órdenes y, como buen militar que era, las cumpliría hasta la muerte.

  —Misión cumplida, mi señor —se dirigió sumiso a Gárgoris cuando estuvo ante su presencia.

  —¿Seguro? —preguntó el rey con desconfianza.

  —¡Pues claro! Nadie puede regresar desde esa distancia a la orilla.

  —Brindemos por esa buena nueva, excelente noticia para tu rey y su reino.

  Esa noche, Gárgoris invitó a su mesa a Antas, un alto honor que pocas veces concedía. Pero mientras ambos hombres compartían celebración con vino y carne asada un nuevo prodigio acontecía muchas leguas mar adentro. La canasta que contenía a Habidis era empujada con suavidad hacia la costa por una familia de delfines que se turnaban en la tarea. Sólo la luna llena que reinaba sobre el océano fue testigo de cómo los delfines depositaron a Habidis con dulzura sobre las arenas de una extensa playa, en un mágico paraje que casi tres mil años después sería conocido como Coto de Doñana.

  Al amanecer, una humilde pastora que habitaba en una choza del cercano bosque se apiadó de aquel desvalido niño que encontró en la orilla dentro de una canasta de mimbre y se lo llevó con ella, para cuidarlo y criarlo. El niño creció en plena naturaleza, sano y feliz, hasta que, casi cuatro años después, la mujer murió, víctima de la mordedura de una víbora. Habidis volvía a quedar solo y desamparado, sin que nadie en todo el reino tuviera la más mínima idea de quién era ni de dónde se encontraba. Aquella tarde, cuando el hambre comenzó a roerle la barriga, el príncipe lloró amargamente junto al cuerpo sin vida de la mujer que lo criara y que le enseñara las primeras palabras. Al anochecer, una cierva parida se acercó hasta él y le ofreció su ubre repleta de cálida leche. Así, un día tras otro, las ciervas del bosque se alternaron para amamantarlo hasta que Habidis creció lo suficiente como para correr junto a ellas, jugar con los cervatillos y huir con la manada hasta lo más profundo de aquel bosque enorme.

  Creció ágil y veloz como un animal silvestre. El mucho ejercicio lo musculó e hizo de él un joven apuesto y atlético. Ocasionalmente, se encontraba con pastores y leñadores, con los que aprendía los rudimentos de la lengua de los humanos. Una mañana, cuando tenía dieciséis años cumplidos, se encontraba tranquilamente tumbado junto a la manada de ciervos con los que se había criado cuando le pareció escuchar un extraño susurro en la espesura. Apenas si llegó a incorporarse cuando unas flechas silbaron en el aire, tan veloces como fatales, para ir a clavarse, traicioneras, en el corazón de las ciervas. Enfurecido, Habidis saltó sobre los confiados cazadores, hiriendo a uno de ellos. Los hombres, aterrorizados ante la súbita aparición de aquel hombre lobo, huyeron despavoridos, temerosos de su furia desgarrada.

  Habidis cambió a partir de aquel día. Se convirtió en un bandolero que atracaba a las personas que consideraba poderosas para entregar sus riquezas a los pastores y a las gentes humildes del campo. Aunque nadie sabía su nombre, su fama se extendió por el reino hasta que llegó al mismo palacio de Gárgoris, que montó en cólera al descubrir que sus soldados no eran capaces de matar a un vulgar delincuente.

  —¡Nos está ridiculizando! ¿Qué pensará el pueblo de su rey, si no es capaz de impedir que un bandolero infunda el pánico entre las gentes de bien?

  —Señor, es más rápido que nuestros caballos… Dicen que se crio entre ciervos y que adquirió su velocidad… Se mueve también con el sigilo de un zorro, aparece y desaparece como por arte de magia, sin que logremos apresarlo.

  —¡Sois unos inútiles! ¿Es que nadie vale para nada en este reino? ¡Ponedle una trampa y cazadlo! ¡Lo quiero vivo ante mí, quiero conocer a ese demonio que nos ha humillado durante tanto tiempo!

  Sus soldados decidieron tenderle una emboscada. Simularon que un par de ricos comerciantes acampaban en un llano del bosque, una tentación demasiado fuerte como para que el famoso bandolero la pudiera resistir. Pero antes, habían excavado un profundo foso cubierto con ramas y perfectamente confundido con el terreno. El joven bandolero no pudo evitar caer en la trampa. Su cuerpo quedó atrapado entre las redes y no tardó en ser rodeado por los fieros soldados, sin que nada pudiera hacer por defenderse.

  —¡No hacedle daño! —ordenó el capitán—. ¡El rey lo quiere sano y salvo, sin duda para someterlo al más cruel de los tormentos para escarmiento de los desalmados!

  Depositaron al bandolero en una recia jaula para fieras que habían colocado sobre un carro, y comenzaron a rodarlo hacia el palacio. Algunas personas se reían del prisionero, pero la mayoría guardaba un sentido silencio, pues se había ganado el respeto de las gentes humildes. Cuando llegaron a palacio lo encerraron en la más profunda de las mazmorras, para que no tuviera opción alguna de huida.

  El rey, al enterarse de la noticia, sonrió feliz. ¡Por fin habían apresado a aquel maldito bandido! Le daría su merecido castigo; tras el tormento, lo decapitaría y su cabeza sería colgada a la puerta de la ciudad, para que sirviera de escarmiento y aviso. Pero antes quería verlo, hablar con él, observar a aquel extraño joven, más animal que persona, que había conseguido mantener en vilo a sus mejores hombres durante tanto tiempo. Hizo que lo subieran, aherrojado con gruesas cadenas, hasta un patio del palacio. Antes, los guardianes le dejaron un cubo de agua para que el prisionero pudiera limpiarse la cara. Cuando lo sacaron al exterior, uno de los carceleros, al mirarlo de frente, no pudo evitar una comprometida expresión.

  —Mira, este maldito prisionero tiene la misma cara que Gárgoris…

  —Es increíble lo que se parecen —murmuró con asombro su compañero—. Antes, con la suciedad y la sangre, no habíamos apreciado el parecido…

  Guardaron silencio, pues no era prudente en aquel palacio susurrar palabras que pudieran encender la ira del colérico rey. Aún se rumoreaba el crimen que cometió con su hijo incestuoso.

  —Señor —avisó un oficial a su monarca—, el preso ya está listo. ¿Comenzamos el tormento?

  —No, esperad, quiero hablar con él; quiero verle temblar ante mi presencia…

  Mientras se dirigía al patio, Gárgoris añoró el poder tener un heredero que le acompañara en estos grandes momentos de gloria. Sus hijos habían fallecido en su infancia, y el reinado no disfrutaba de un príncipe que garantizara la estirpe… y él se sentía ya viejo para seguir intentándolo… Pero no era momento de debilidades, tenía que regocijarse en su triunfo sobre el bandolero que había aterrorizado durante un tiempo a sus hombres.

  —¡Póstrate ante nuestro rey! —gritó un soldado al preso mientras le obligaba con violencia a arrodillarse.

  —Vaya —comentó el monarca, satisfecho—, parece que ahora eres sumiso… ¡Levanta la cara que vea tu rostro!

  El joven levantó entonces su rostro y miró al rey con ojos intensos e irreductibles. Gárgoris se quedó absorto, sorprendido y temeroso ante la firmeza de aquella mirada que no esperaba. Pero había algo más, sus hermosas facciones le resultaban muy familiares, como si lo conociera desde la infancia. Los remordimientos le sacudieron las entrañas y el recuerdo de Habidis, el hijo que ordenó asesinar, le atormentó la conciencia… ¡Cómo se había arrepentido de aquella decisión que le había amargado la vida! Pero ¿por qué se acordaba de todo aquello en ese preciso momento? Había sido la mirada de aquel joven preso la que había removido el fango de sus entrañas. ¿Y si…? No, no podía ser, eso era un disparate, su hijo murió en las oscuras profundidades de la mar océana haría unos dieciocho años…

  Todos los presentes guardaban un sorprendido silencio ante la extraña quietud de su rey, que había quedado en trance observando a aquel bandolero. ¿Qué le estaría pasando?

  —¿Qué edad tienes? —le preguntó Gárgoris.

  —¡Responde de inmediato a nuestro rey! —le forzó el soldado.

  —Dieciocho años…

  —¡Di señor! —le urgió con ferocidad el soldado que le agarraba.

  —Dieciocho años, señor…

  —Dieciocho… qué casualidad… ¿quiénes son tus padres?

  —No lo sé, señor…

  —¡Responde al rey con la verdad o sufrirás tormento de inmediato!

  —No, no, déjalo —ordenó el rey al soldado impetuoso—. Dime, ¿quiénes eran tus padres?

  —No lo sé, señor. Me crie con una humilde pastora que murió pronto, y después fueron las ciervas las que me amamantaron y cuidaron.

  Gárgoris no podía creer lo que escuchaba. Los animales salvajes lo habían salvado, al igual que ocurriera varias veces con su difunto hijo Habidis… Comenzó a sudar y se acercó aún más al joven encadenado.

  —¿Cómo conociste a la pastora que te crio?

  —No lo sé con exactitud, señor. Todavía era muy niño cuando ella murió, pero entre las brumas de mi primera memoria creo que me dijo que me recogió en una canasta en la orilla del mar…

  —¡No! ¡No puede ser! ¡Dime que eso es mentira!

  Varios de los presentes se acercaron para auxiliar a su monarca, preocupados por sus inexplicables reacciones.

  —Por favor —respondió Gárgoris con una suavidad muy poco usual—, dejadme, no os preocupéis, sólo quiero conocer la vida de este… bandol… de este joven.

  Gárgoris volvió a dirigirle la palabra.

  —¿Es cierto lo que me has contado?

  —Es lo que creo recordar que me dijo, quizás sólo se trate de un sueño infantil, pero es lo que recuerdo…

  Gárgoris se apartó y comenzó a pasear en solitario. Necesitaba pensar, eran demasiadas las casualidades… y después estaba ese rostro tan familiar… Por una parte, deseó con todas sus fuerzas que aquel joven formidable pudiera ser su hijo Habidis. Por otra, sabía que aquello era imposible y que su dilación y dudas en ordenar su ejecución podían socavar su autoridad entre sus fieles. Debía acabar ya con él, no podía seguir mirando a aquel rostro que reflejaba como un espejo sus propios fantasmas.

  —¡Basta ya! —gritó una vez que se hubiera acercado hasta el prisionero—. ¡Cortadle la cabeza y exponerla en la puerta del palacio! ¡Así todos sabrán que nadie puede quebrantar impunemente las leyes del reino!

  El verdugo se dispuso a ejecutar la sentencia de muerte. El joven, con gran entereza, no se quejó ni dificultó con resistencia alguna. Todos los presentes se asombraron por el valor del condenado. Cuando el verdugo le ordenó colocar el cuello sobre un grueso tronco de encina, los jirones de ropa que le cubrían el torso se cayeron, quedando gran parte de su cuerpo al descubierto. Y fue entonces cuando todos pudieron descubrir el tatuaje en forma de «T» de su hombro izquierdo…

  —¡Parad, parad! —gritó el rey fuera de sí—. ¡No podemos matar a este joven!

  —Pero, qué ocurre, señor…

  —Este joven… este joven… ¡es mi hijo Habidis!

  El joven se levantó, y todos pudieron comprobar el extraordinario parecido que tenían entre sí.

  —Es cierto… son idénticos… —comenzaron a murmurar los cortesanos—, ¡sin duda se trata del príncipe Habidis!

  El rey, sin poderlo evitar, rompió a llorar. Las lágrimas por tantos años acumuladas se desbordaron sin medida. Ordenó que le quitaran las ataduras y los hierros, y lo abrazó larga y tiernamente…

  El joven comenzó a recuperarse y a recibir formación en palacio, conoció a Laia, su verdadera madre, y supo digerir las increíbles historias que de manera tan sobrenatural le acontecieron tras su nacimiento. Gárgoris cambió de carácter tras su reencuentro con su hijo. Volvió a sonreír, a ser amable y comprensivo. Apenas dos meses después, lo nombró heredero del reino en un acto solemne y lleno de orgullo.

  Gárgoris aún gobernaría un año más. Al morir, su hijo Habidis, el príncipe querido y adorado por el pueblo, fue proclamado rey de Tartessos. Habidis fue un monarca prudente y sabio, que condujo al reino a la abundancia y la paz. Gobernó largos años, mejoró la agricultura, introdujo el yugo de los bueyes y el arado, y fundó siete ciudades que hicieron a Tartessos un reino rico y poderoso, cuya fama se extendería hasta los más alejados confines.

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