La primera vez que trabamos conocimiento con las lamias fue en Castillo y Elejabeitia. Bajábamos del monte Gorbea y paramos en un caserío. Allí, un viejo nos contó cómo una noche, al volver de la romería, se tropezó con una lamia. Lamiña, decía en vascuence el buen baserritarra.
—Pero, ¿las lamias, existen? —preguntamos asombrados.
—¡Claro! ¿No existe junto a Bilbao un pueblo que se llama Lamiaco? ¿Y en Galdácano, el barrio Laminarrieta?
—Pues tiene usted razón.
—Además, todo el mundo ha visto las lamias. En Laminarrieta (Piedra de las lamias), las han podido ver peinándose sobre las piedras del río. Y por el valle de Arratia han solido andar, de casa en casa, por las noches, pidiendo peines. Ahora que —concluyó— su poder solo alcanza hasta que canta el gallo.
Lo que nos dijo el baserritarra nos picó la curiosidad y miramos el diccionario. Lamia dice que es un ser al que, la imaginación popular, atribuye medio cuerpo de mujer y la parte inferior de dragón. Son muy populares en el País Vasco y de sus andanzas hemos recopilado un buen montón de leyendas. Y ninguna es de miedo, ¿eh? O sea que no vais a soñar por la noche, ni pedir a vuestra amatxo que os deje dormir con ella.
El hijo de la lamia.
Había una vez en un caserío un muchacho fuerte, guapo y en edad de casarse. Pero no le gustaba ninguna de las chicas de los caseríos cercanos. Decía que todas tenían grandes los pies y las manos de tanto trabajar en el campo. Y él quería una mujer hermosa.
—Aunque fuera del diablo del infierno, no me importaría casarme con ella —decía—, pero tiene que ser guapa.
Y como no encontraba una mujer guapa, pues no se casaba.
Una vez llevó su rebaño de ovejas al monte y allí se encontró a una hermosa muchacha sentada, peinándose sus cabellos con peine de oro. Era una lamia, pero a él no le importó. Le gustaba y trabó relaciones con ella, y a poco, decidieron casarse. Tuvieron siete hijos, pero la lamia no quiso bautizarlos, ni nunca iba a la iglesia.
Un día, al marido se le hincharon las narices y decidió que ya eran los niños bastante mayorcitos para ser bautizados. Y los metió a los siete en un carro para llevarlos a la iglesia y, a la lamia, como no quería ir, la ató al carro con cuerdas y arreó a los bueyes para la iglesia.
Pero cuando llegaron frente al templo, empezó a brotar fuego en el carro y se le quemaron las cuerdas a la lamia, la cual, al soltarse, se elevó por los aires diciendo:
—¡Mis siete hijos para el cielo y yo para el infierno!
Y desapareció, y nunca más volvió a su casa, si bien los pastores contaban que alguna vez la veían peinándose su cabellera con peine de oro, cerca de una sima.
Dos de los hijos de la lamia, Atarrabio, el mayor, y Pello, el más pequeño, fueron a estudiar a la escuela del diablo, a la escuela de Cherren, pues ya sabréis que, en vascuence, al diablo se le llama Cherren.
Cherren tenía fama de enseñar mucho y, efectivamente, los dos niños aprendieron muchísimo. Pero cuando se quisieron marchar a su casa, Cherren les puso su precio: Uno de los dos se tenía que quedar para siempre sirviéndole.
No se esperaban eso, por lo que echaron a suertes y le tocó al pequeño; pero Atarrabio, como era mayor, se compadeció y determinó quedarse en su lugar.
El diablo le dio un trabajo terriblemente cansado y aburrido. Tenía que estar cerniendo harina en su despensa, y allí se le pasaban los días a Atarrabio en aquella labor.
A cada momento el diablo, desconfiado, preguntaba:
—Atarrabio, ¿dónde estás?
Y Atarrabio contestaba.
—Aquí estoy.
Pero Atarrabio no era tonto y, con todo lo que había aprendido con Cherren, le enseñó al cedazo a contestar: «Aquí estoy».
Y se escapó; pero en el momento de salir, el diablo le vio y se lanzó a cogerle, mas ya Atarrabio estaba fuera y no le podía hacer nada, pero como la sombra estaba dentro de la morada diabólica, el diablo la cortó con una espada y Atarrabio se quedó sin ella.
Atarrabio, como era muy piadoso, ingresó en el Seminario y se ordenó sacerdote. Y la sombra solamente le volvía en la Misa, en el momento de la Consagración.
Una vez, cuando los trigales de todos los labradores del pueblo donde Atarrabio estaba de sacerdote habían madurado, se apareció el diablo dentro de una negra nube y desde allí le dijo a Atarrabio:
—Están hermosos estos trigos; tengo grandes caballos que trillarían tales trigos.
—También tengo yo frenos que sujetarían a tales caballos —replicó Atarrabio.
Pronto la nube negra empezó a lanzar pedriscos para destrozar todos los trigales; pero Atarrabio comenzó a rezar en su libro de conjuros, y quitándose un zapato lo lanzó a su huerta y gritó:
—Que se meta ahí.
Y todo él pedrisco cayó en la huerta de Atarrabio, que quedó destrozada; pero los trigales del pueblo permanecieron intactos.
Un día, Atarrabio sintió la inspiración de que el Papa estaba en Roma hablando con una mujer malvada. Y decidió ir a Roma para sacar al Santo Padre de aquel apuro.
Atarrabio tenía a su servicio tres genios pequeños, pero poderosos, llamados galtzagorris, por tener los pantalones rojos. Llamó a uno y le preguntó:
—¿En cuánto tiempo me llevarás a Roma?
—En un cuarto de hora.
—No me interesas.
Vino el segundo:
—¿En cuánto tiempo me llevarás a Roma?
—En cinco minutos.
—No me sirves.
Llamó ál tercer genio:
—¿En cuánto tiempo me llevarás a Roma?
—Allí y aquí.
—A ti te necesito.
—Pero, ¿qué recompensa me darás?
—Lo de encima de mi comida de hoy.
Cuando lo llevaba encima del mar, el genio calzones rojos pensó en tirarle a Atarrabio al mar y le preguntó:
—¿Cómo es aquel dulce nombre que soléis decir los cristianos?
—Arre, diablo —le respondió.
Y no se dejó engañar para decir: «¡Jesús!»
Cuando llegó a Roma, dijo al portero del palacio del Papa que quería verle inmediatamente, pero el portero le contestó:
—No se puede.
—Es una cosa muy urgente.
—Imposible. Está en una reunión con una santa mujer.
Entonces Atarrabio le dio al portero una vara que llevaba:
—Ya que no puedo entrar, hazme un favor. Con esta vara mide la mesa que tiene el Santo Padre.
Aquella vara tenía una cruz. Con ella, el portero midió la mesa del Papa y, al momento, desapareció la mujer con quien hablaba: era un diablo.
El Papa preguntó al portero:
—¿Por mandato de quién has hecho eso?
—Por mandato de un hombre que está afuera.
—Tiene que ser un santo; dile que pase.
Y el Santo Padre recibió a Atarrabio y le dijo que, para poder salvarse, tenía que morir con su sombra, y para ello debía morir en el momento de la Consagración.
Cuando llegó a casa, Atarrabio, que había pasado encima del Pirineo, se sacudió en la cocina la nieve que llevaba.
—Está nevando en los puertos de Jaca —dijo.
Nadie le quería creer.
—Tan seguro que está nevando, como ese gallo que está asado va a hacer «kukurrukú».
Y, efectivamente, el gallo asado se levantó y cantó.
Después, Atarrabio dijo que le pusieran de comer diez nueces. Y se comió lo de dentro y las cáscaras se las dio al genio de los calzones rojos.
—Cena seca tienes, Atarrabio —le decía el galtzagorris.
—Más seca la tienes tú —respondía Atarrabio.
Cuando ya era viejo Atarrabio, le dijo al sacristán:
—En el momento de la Consagración, cuando tenga en mis manos al Señor, golpéame en la cabeza con un gran martillo y mátame. Luego me sacas el corazón y, fijándolo en la punta de un palo, lo pones en el portal. Si lo lleva un cuervo, es que me he condenado. Si lo lleva una picaza, es que estoy en el purgatorio; pero si lo lleva una paloma, es que me he salvado y estoy en el cielo.
El sacristán así lo hizo, y rápidamente vino una bandada de cuervos; pero cuando estaban todos dando vueltas alrededor del corazón, una paloma pequeña y blanca apareció y llevó consigo el corazón.
Así supieron todos que Atarrabio, aunque discípulo del diablo, está en el cielo.
La lamia de Avellaneda.
El roble era un árbol sagrado para los antiguos vascos. A su sombra se reunían para tomar acuerdos. Aun hoy, el roble sagrado de Guernica es el símbolo de nuestras antiguas libertades y fueros.
Pero en Vizcaya no existía solo el roble de Guernica. Había otros varios, uno de ellos el de Avellaneda, en las Encartaciones. Bajo él, celebraban sus Juntas los encartados; pero cuando las tropas de Napoleón invadieron Vizcaya, mientras al árbol de Guernica le rindieron guardia de honor por ser el símbolo en Europa de los pueblos libres, no guardaron tantas contemplaciones con el roble de Avellaneda, al cual talaron y utilizaron como leña para cocer sus ranchos.
Pues bien: en Avellaneda había un monte cubierto de robles, lleno de ocultas cavernas donde, según los viejos, estaban escondidos grandes tesoros.
Y también cuentan las viejas leyendas que, junto al tradicional roble, se erguía, ceñuda y sombría, una ruinosa prisión.
En esta horrible prisión estuvo encerrada injustamente, durante muchísimos años, una bellísima princesa. Finalmente, los muros de su prisión cayeron y se convirtió en lamia. Y allí estaba, junto a la fuente que existe en el monte Ubieta, bajo un gigantesco roble, en la cara que mira al mar, esperando su liberación.
Porque para poder marcharse, tenía que llegar un mancebo que prefiriera la hermosura a la riqueza.
Esa era la prueba que dicen la habían puesto.
Por tan agreste lugar pasaban poquísimas personas. Y cuando lo hacía algún mancebo, entonces ella se le aparecía peinándose con peine de oro su rubia cabellera.
Los muchachos, atraídos por su belleza, acudían donde ella, y entonces ella les mostraba todos los tesoros del monte y les preguntaba qué preferían: si llevarse a ella o los tesoros.
Y cuenta la historia, desconsolada, que los mancebos, codiciosos, contestaban sin excepción que preferían la riqueza.
Y entonces la lamia, indignada, les arrojaba su peine de oro y les dejaba cojos.
Y sin dinero, y encima cojeando, tenían que marcharse los avarientos jóvenes.
Y allí sigue la lamia, esperando en vano la visita de algún varón desinteresado que la libere de su ocupación.
Es que es muy difícil elegir entre la riqueza y la felicidad. Pero los niños deben hacerlo. Estudiar aquello porque tengan vocación y no una carrera en que se gane mucho dinero. ¿No es eso igual, que la elección que les ponía la lamia a los jóvenes antiguamente?
O también dedicarse a cosas de poca utilidad material, pero de incalculable valor espiritual. Dar catecismo, estudiar vascuence, subir a las montañas…
La lamia de Lequeitio.
Si vosotros habéis estado en la hermosa playa de Lequeitio, habréis visto una preciosa isla a poca distancia de la orilla. Cuando la marea está baja, incluso se puede ir a pie.
La isla tiene pinares y las ruinas de un gran castillo. Y según cuentan los antiguos, también era visitada por las lamias.
Los pescadores que, por la noche, salían a pescar gibiones, volvían asombrados de las maravillosas canciones que cantaba una lamia, tendida en una roca batida por las olas, mientras la luna hacía relucir su cabellera de oro.
Mas luego, a pesar de que recorrían la isla palmo a palmo, no lograban encontrar el escondrijo de la lamia.
Y no se podía explicar aquel misterio, pues de todos es sabido que las lamias viven en cuevas y simas, junto a fuentes.
En Lequeitio, por la noche, hay hombres que otean el tiempo para ver si al día siguiente pueden salir las lanchas pesqueras.
Un «señero» de estos, dijo que una noche vio un hermoso gato que, desde la isla, se dirigía nadando hacia tierra y al llegar y andar solamente unos pasos, se convertía en persona humana. No pudo ver su cara, pero contaba que era una muchacha de gran elegancia y belleza.
Nadie creyó en lo que contaba el «señero», tomándolo por una broma.
Mas una noche, cuando volvían los «señeros» en grupo hacia la Cofradía, con los faroles encendidos, vieron que un enorme gato pasaba raudo cerca de ellos.
—¡Ahí va! ¡La lamia! —dijeron atemorizados.
Pero uno de ellos cogió rápido una piedra y la arrojó contra el animal, dándole en la cabeza.
El gato dio un gran maullido, pero logró escapar.
Al día siguiente, una de las muchachas de la villa apareció con un ojo tapado por un pañuelo y, algún tiempo después, al quitarse el vendaje, se vio que le faltaba un ojo.
La chica jamás dio ninguna explicación de cómo había perdido el ojo, y desde aquel día ya jamás volvieron a oirse las maravillosas canciones que cantaba la lamia sobre las rocas de la isla.
Niri miri ñau.
En un caserío de Elanchove solía quedarse por las noches una mujer hilando.
Y por la ventana entraba una lamia, que le decía:
—Urin prox, urin prox.
Y se le comía toda la manteca que había en casa.
En vista de que se le iba a comer toda la provisión de manteca que tenía, se lo contó a su marido:
—Las lamias me están comiendo toda la manteca de casa.
—Esta noche me quedaré yo hilando, y ya le arreglaré a esa lamia.
Y se puso la ropa de su mujer y, sentado ante la rueca, comenzó a hilar. Cuando entró la lamia, en seguida notó que no era la misma mujer que otras noches y, acercándosele, le dijo:
—Otras noches hilabas firrín-firrín; esta noche estás hilando farrán-farrán.
—Es que otras noches tenía lino y hoy tengo estopa.
—¿Y cómo te llamas?
—Niri miri ñau (que en vascuence significa: «Yo, a mí misma»).
—Pues Niri miri ñau, atiéndeme: Urin prox, urin prox.
Entonces el hombre puso manteca a calentar en la sartén y, cuando estaba hirviendo, se la echó a la lamia en el rostro.
Esta escapó corriendo y dando grandes gritos, pidiendo auxilio.
Acudieron todas las lamias y le preguntaron:
—¿Quién te ha hecho eso? Nosotras te vengaremos.
—Niri miri ñau, niri miri ñau —respondía la lamia.
—Pues si te lo has hecho tú misma, nadie tiene la culpa.
Y se marcharon cada una por donde habían venido.
Y la lamia se cuidó bien de no volver más por aquella casa.
La cueva de las lamias.
Una vez llamaron a una mujer para que fuera a curar a una lamia, a su cueva. Sus amigas le aconsejaron que no sacara nada de la cueva.
La mujer curó a la lamia y, viendo un pedazo de pan encima de una piedra, se lo guardó con la intención de probarlo en casa.
Pero cuando terminó, no podía salir de la cueva. Las lamias lo notaron y le preguntaron si se llevaba algo. Ella negaba y negaba.
—Entonces, ¿cómo no puedes salir de aquí? —le dijeron.
Ella, al fin, manifestó que tenía un trozo de pan, y tuvo que devolverlo.
Luego le mostraron hermosos objetos, pues las lamias guardan grandes tesoros en sus cuevas, y le dijeron que eligiera lo que quisiera.
La mujer escogió un peine de oro. Y se despidió de ellas.
Para volver a casa tenían que pasar por un río. La lamia que iba delante, al llegar al río golpeó el agua con una rama y el río quedó seco.
—No mires atrás —le aconsejó la lamia.
Pero la mujer no pudo evitar el mirar hacia atrás para ver si estaba seco el río, y al instante se le escapó el peine de oro hacia la cueva de las lamias.
La lamia y el pastor.
Todos los que habéis estado en el monte Amboto, conoceréis la campa de Zabalandi. Como hay buena hierba, los pastores suelen llevar allí, en verano, sus rebaños.
Una vez, un muchacho de Ochandiano conoció en Zabalandi a una hermosa lamia. Solía bailar con ella. Él no sabía que ella era una lamia.
La lamia le acompañaba hasta cerca de casa. Al fin, acordaron casarse. Y como señal, ella le puso en el dedo meñique una sortija.
El pastor le dijo a su madre:
—Ama, alguna vez tengo que casarme.
—Sí, pues; pero, ¿con quién?
—Con una hermosa muchacha.
—¿Y de dónde es?
—La conocí en la selva. No sé cómo se llama, pero es muy hermosa.
—¿Casarse, sin más ni más?
—Sí, madre.
Entonces la madre consultó con el sacerdote, y este mandó que viniera a verle el muchacho.
—Mira, muchacho —le dijo—. Antes de casarte, tienes que verle los pies a tu novia.
El pastor, aprovechando un momento del baile que solían hacer sobre los prados, le vio los pies a su novia.
—Tiene patas como los patos —confesó, asombrado, al cura.
Entonces este dijo:
—Pues es una lamia. Tienes que devolverle la sortija.
El muchacho, muy triste, volvió donde la lamia e intentó devolverle el anillo; pero no se lo podía sacar del dedo, por lo que con una navaja se lo cortó y arrojándoselo a la lamia, se escapó para su casa.
Pero la lamia le fue siguiendo hasta su casa. Allí el muchacho, no pudiendo contener su tristeza, se metió en la cama enfermo y ya no se levantó más.
Dicen que todos los que han tenido tratos con genios del otro mundo, enferman y mueren.
Eso le pasó al pobre pastor y, cuando le llevaban a enterrar, la lamia enamorada fue siguiendo desde lejos el entierro.
¡Pobre lamia!
Las riquezas de las lamias.
De todos es sabido que las lamias tienen en sus cuevas abundantes tesoros. Mas, ¿de dónde les vienen estos tesoros?
Se cuenta que una vez, un aldeano pasó cerca de la cueva de una lamia y se quejó de sed, pues aquel día hacía mucho calor.
Entonces la lamia se le apareció y le dijo:
—¿Tienes sed?
—Sí, por cierto.
—Y en vez de agua, ¿no querrías mejor un vaso de sidra fresca?
—Claro.
—Ten.
Y la lamia le dio un vaso de excelente sidra.
—¿De dónde has sacado esta sidra tan buena? —preguntó el aldeano.
—Del «no» de los señores de Icazteguieta.
Y es que las lamias van reuniendo sus riquezas de las negaciones de las gentes. Es decir, si una persona tiene cien barriles de sidra y un día, hablando con otra persona miente: «Yo solo tengo ochenta barriles», al instante los veinte que ha negado se van a la cueva de las lamias.
Esto mismo pasa con las sábanas y con otras muchas cosas. Es un buen remedio para evitar la mentira. En los primitivos tiempos en que no habían llegado todavía las luces del cristianismo y la gente no tenía unos Mandamientos en qué basar su vida moral, el temor a las lamias era buen acicate para no mentir.
Igualmente, las lamias eran agradecidas, cosa que tal vez lo harían para demostrar a los hombres la necesidad de esta virtud.
En un caserío, todas las noches, antes de ir a la cama, dejaban en el rincón del fuego una taza de leche, unos talos tostados y unos trozos de tocino fritos en la sartén.
Cuando se dormían, entraban las lamias por la chimenea abajo y, chupa que te chupa, acababan con todo lo que les habían dejado las gentes del caserío.
Y a la mañana siguiente, al levantarse, estos veían que las lamias les habían esparcido los abonos, limpiado las acequias y arado los campos.
Pero una noche, se olvidaron de colocar en el rincón del hogar la taza de leche, los panes de maíz y los corruscos de tocino, y las lamias, tristes y resentidas, se marcharon lejos y nunca más les volvieron a hacer los trabajos.
También se cuenta esta historia en Dima: Un pastor fue a buscar las cabras que andaban sueltas por el monte y, como empezó a llover, se guareció en la cueva de Balzola. Allí se le apareció una lamia, quien le dio un trozo de carbón y le dijo:
—Mi padre hace de esas cosas en gran cantidad.
Cuando el pastor salió de la cueva, atónito se dio cuenta que el trozo de carbón se le había convertido en oro.
Como era honrado, volvió nuevamente a la cueva a fin de devolvérselo a la lamia, pero esta le dijo:
—Sal presto del antro, pues mi amo está a punto de despertar.
Y el pastor se marchó a casa, contento, con su trozo de oro.
Sin embargo, hay otro caso muy parecido a este, pero con diferente conducta.
Un pastor, todos los días, iba hasta una cueva donde vivían las lamias y les dejaba un kaiku (cuenco de madera) lleno de leche. Al día siguiente, el pastor recogía el kaiku lleno de oro.
Gracias al oro de las lamias, el pastor construyó una gran casa.
Mas como era malo, una noche les dejó el kaiku; pero en vez de leche, lo llenó con excrementos de oveja; pero ellas, que se dieron cuenta, salieron corriendo tras él, y casi le iban a alcanzar cuando sonaron las doce de la noche en el campanario de la iglesia.
Así pudo escapar el pastor, pues desde esa hora las lamias carecen de poder, pero una de ellas lanzó esta maldición:
—En esta casa no faltará algún inválido o desgraciado.
Y, en efecto: desde aquel día, en aquella siempre ha habido algún enfermo o anormal.
Una historia parecida es la de los vaqueros que, después de la cena, dejaban un trozo de pan para las lamias. Estas venían cuando estaban dormidos y se lo comían.
Pero una noche, solo el vaquero más joven dejó su trozo de pan, y las lamias se llevaron las ropas de los que no les habían dejado su ofrenda.
Entonces enviaron al vaquero más joven a pedir la devolución de sus vestidos a la sima de las lamias, y dé regalo acordaron enviar una ternera; pero eran tan tacaños, que mandaron la ternera más flaca que tenían.
Las lamias devolvieron los vestidos, y también la ternera, con el siguiente consejo:
—Dale 101 golpes a la ternera con un palo y lo que salga para ti.
El joven vaquero hizo lo que le habían ordenado, y la ternera le dio 101 ovejas y se convirtió en un pastor rico.
De los favores que prestan las lamias a los hombres, también puede ser testigo un cantero que estaba en el monte, en su cantera, picando piedras todo el día.
—Si fuera rico, mejor viviría —le solía decir a una lamia que le visitaba.
Y la lamia, para complacerle, le hizo muy rico.
Pero entonces, el cantero empezó a pensar que, aunque rico, había personas más poderosas que él, por ejemplo, el emperador, y deseó ser emperador.
Y la lamia le hizo emperador.
Durante el verano hacía mucho calor y el sol le molestaba cuando paseaba. Y el cantero-emperador dijo para sí: «Es preferible ser sol, pues él manda en todos».
Y la lamia le convirtió en sol.
En esto cambió el tiempo y una nube se puso delante del sol. Molesto por ello, el cantero-sol pensó que era preferible ser nube.
Y la lamia hizo que fuera nube.
El cantero-nube se dedicaba con gozo a lanzar a la tierra torrentes de agua, fastidiando a todo el mundo, que corría a ocultarse del agua que caía. Pero observó que una peña se quedaba inmóvil, sin hacer el menor caso del agua que caía.
Y pensó que mejor sería ser peña para que nadie le molestara.
Y la lamia le convirtió en peña.
Entonces apareció un hombre con un martillo, que hizo saltar pedazo tras pedazo de la peña. Entonces la peña gritó que quería ser aquel hombre que tenía tal poder.
Y la lamia le volvió a convertir en cantero. Y le dijo en son de mofa:
—Quien tiene una cosa desea otra. Has avanzado tanto, que estás como al principio de tu carrera. En adelante, seremos siempre lo mismo: yo lamia y tú cantero.
Y la lamia se marchó para siempre, y el cantero se quedó dale que te dale a la piedra
El puente de Licq.
Hace muchos años, a orillas del río Nive, en la parte de Euskalerría, que ahora está en Francia, construían un puente todos los veranos. Pero venía el invierno, subían las aguas y se llevaban los pilares del puente.
El Señor de Licq estaba desesperado, pues no podía visitar sus propiedades. En esto se le apareció un lamia que le dijo que, si quería ser para ella después de su muerte, ella, aquel mismo día le construiría un puente, empezado al anochecer y terminado a la medianoche, antes del primer canto del gallo.
El Señor de Licq le dijo que sí, que estaba dispuesto a ser de la lamia después de su muerte, si aquella misma noche le construía el puente.
Al anochecer, las lamias comenzaron su trabajo. En una cantera lejana tallaban unas piedras rojas, adornadas primorosamente, y se las pasaban de mano en mano diciéndose en voz baja:
—Ahí va, Guillén. Tómala, Guillén. Dámela, Guillén.
Y las piedras, desde la cantera hasta la orilla del río, venían rápidamente.
—Somos once mil, Guillén —se decían unas a otras.
Y dale que te pego, las piedras venían al río y el trabajo avanzaba y avanzaba.
El Señor de Licq, que no pensaba cumplir su promesa, estaba vigilando el trabajo de las lamias desde lo alto de la escalera del gallinero, con cierto bulto negro en la mano.
Y cuando oyó a lo lejos a las lamias decir contentas:
—Ten, Guillén, es la última piedra. Tómala, Guillén. Es la última, Guillén…
En aquel mismo instante, el Señor de Licq prendió fuego a un trozo de estopa, con lo que un gran resplandor se elevó repentinamente delante del gallinero y, un gallo joven, asustado, pensando que aquel día el sol había adelantado su carrera, se puso a cantar «kukurrukú» y a batir alas.
Al oír esto la última lamia que iba a colocar la piedra en su sitio, la lanzó al río con un rugido: «Maldito gallo», y se lanzó detrás de la piedra al pozo.
Nadie pudo sacar aquella piedra del pozo que hay en el río. Allí está, siempre en lo más profundo, retenida por las lamias.
Hace poco, un hombre rana se lanzó a aquel pozo para ver si todavía seguía allí la piedra, pero no pudo alcanzar el fondo del mismo.
Las lamias asustan a los hombres.
Un carbonero estaba trabajando cerca de una cueva, y por las noches dormía en la choza que tenía allí cerca. Una noche oyó una voz que decía:
—Te la derribo.
A poco, la misma voz volvió a decir:
—Te la derribo.
Y por tercera vez, se oyó decir a la lamia:
—Te la derribo.
Entonces el carbonero gritó:
—No la derribes antes de que yo salga.
Salió, pero nada vio y, a consecuencia de aquel susto, estuvo enfermo varios días.
Otro día, y a otro carbonero que a causa de su penosa labor estaba enojado y profirió una maldición, una lamia le hizo dar tres vueltas alrededor de la pira de carbón y después le llevó a su cueva.
Durante ocho días le buscaron los vecinos y, al fin, le hallaron en la sima, de donde le sacaron con cuerdas. Cuando salió, declaró que las lamias le habían mantenido con avellanas.
También a uno que transportaba el mineral de hierro desde la mina hasta la ferrería, una noche se le montó una hermosa lamia en la pértiga trasera del carro. Cuando el carro pasó frente a la iglesia de Guizaburuaga, huyó la lamia, pero luego volvió a aparecer y se montó otra vez en el carro. Mas, al pasar frente a la Cruz huyó y, por tercera vez, apareció y se puso en su pértiga para más adelante, al pasar frente a una ermita, desaparecer y volver a aparecer.
Viendo esto, el hombre le dijo:
—Amiga, ¿qué te ocurre?
—¿Eres amigo? —le preguntó la lamia.
—Cierto, si es usted de buena parte. Si es de mala parte, no se me acerque.
—Porque ha sabido usted hablar correctamente sale bien, de lo contrario, con sus vacas y carro le hubiese hundido ahí, en el río abajo.
Y envuelta en llamas, desapareció barranco abajo.
Junto a un pozo que había en la montaña, una lamia solía estar todos los atardeceres peinándose sus cabellos con un peine de oro.
Una vez pasó por allí una chica de un caserío próximo y se encontró el peine de la lamia. Era de oro, muy hermoso, y lo cogió y se lo llevó a casa.
Por la noche, la lamia fue a la ventana de la chica y pegando en los cristales, decía:
—Emaidezu orrazie, espabe kenduko dotzut bizie (Dame el peine, si no, te quitaré la vida).
La muchacha no se atrevía a entregarle el peine, temiendo algo malo, por lo que fue donde el confesor para consultarle.
Este le dijo que plantase delante del portal un tallo esbelto de árbol, y que colocase en la punta el peine. Y que cuando volviese la lamia, le dijera que allí estaba su peine.
Así lo hizo, y al día siguiente cuando salió, encontró el árbol partido en dos.
El fin de las lamias.
En el valle de Arratia y en el pueblo de Igorre (actual Yurre), vivía en el caserío Garamendi un hombre alto, enorme, llamado Txilibristo (Silvestre) que era muy forzudo. A veces, para adelantar camino y no entretenerse en uncir los bueyes, solía llevar el carro a la espalda.
Un día, a orillas de un arroyo, encontró un peine, se lo guardó y siguió su camino.
El peine era de una lamia que le llamó a Txilibristo:
—Txilibristo, devuélveme el peine; si no, atentaré contra tu vida.
Mas, ¡ay!, con Txilibristo no cabían amenazas. Volvió Txilibristo, agarró a la lamia por el gaznate y se la llevó a su caserío.
Como es norma, la lamia no hablaba ni palabra, y allí se pasó varios días junto al fuego, sin decir nada.
Pero como le gustaba mucho la leche, un día, viendo que iba a hervir y no había nadie en la cocina, para que no se escapara rompió a hablar:
—Txuria gora, txuria gora (lo blanco arriba, lo blanco arriba) —gritó.
Entonces Txilibristo, al oir que hablaba, la trató con dureza y le preguntó cómo se podían destruir las lamias. Esta respondió:
—Las lamias serán destruidas andando en el arroyo con arado tirado por dos novillos abigarrados, nacidos en la mañana de San Juan.
Estas palabras de la lamia se esparcieron pronto de barrio en barrio, y fueron registradas todas las cuadras de Arratia en busca de novillos abigarrados nacidos en la mañana de San Juan.
Estos novillos, con más ganas que rompiendo terrones de heredades, se ocuparon de pasar el arado por los arroyos para espantar así a las lamias.
Desde entonces, no han vuelto a aparecer las lamias por Arratia.
Otros, en cambio, dicen que la causa de la desaparición de las lamias fue la construcción de ermitas en los montes.
¿Cuál será la causa?
Antes de la venida del cristianismo al País Vasco, los vascos creían en las lamias. Por Otzaurte, en una fuente donde se aparecían las lamias, hay una lápida romana dedicada a las ninfas. Los romanos que vivieron por aquella zona de Euskalerría, creían que eran ninfas.
Los vascos, a medida que se fue introduciendo el cristianismo, se dieron cuenta que eran dioses del paganismo y dejaron de adorarlas y temerlas, si bien en algunas zonas persistió la creencia en las lamias como unos seres unas veces dañinos y otras benéficos.
Dicen que siempre se aprende algo, aun de lo malo. Pues vosotros también podéis aprender de las lamias muchas cosas, a no andar solos por lugares extraviados, no coger cosas que no os pertenecen, no mentir, no ser avaros…
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