viernes, 1 de marzo de 2019

LAS BRUJAS

¿Hay brujas? ¿No hay brujas? Ahora se niega la existencia de las brujas, pero antiguamente, en el País Vasco, se creía firmemente que existían.

  En Navarra, en el pueblo de Zugarramurdi, hay un prado llamado de Akelarre (en vascuence, campo del macho cabrío), porque allí se aparecía el diablo en forma de chivo. Allí acudían las brujas de Navarra y Guipúzcoa y celebraban sus fiestas que, desde entonces y en todas las lenguas del mundo, se llaman «aquelarres».

  La Santa Inquisición detuvo a las brujas que iban al Akelarre y las procesó. Las actas de los juicios a las brujas, todavía existen. Un fraile muy listo llegó al convencimiento de que todas las que se decían brujas no eran más que mujeres medio locas, y las cosas que creían hacían, eran soñadas.

  De todas formas, hay lugares en Euskalerría llamados Sorginzilo (Pozo de las brujas), Sorgiñerreka (Arroyo de las brujas), Sorginetxe (Casa de las brujas), Sorginiturri (Fuente de las brujas), etc.

  En cuanto a saber si existían o no, ya desde antiguo, había gente que dudaba de su existencia. Cuentan las leyendas que una vez, un grupo de costureras estuvo discutiendo sobre si había o no brujas. Al final, todas menos una, se mostraron conformes en creer que sí había brujas.

  A la que se mostró incrédula, cuando volvía a casa al anochecer, se le apareció un grupo de brujas en un cruce de caminos y le dijeron cantando:

  —Ba gaittuk, ezpagaittuk, ogetamar milla emen gaittuk (Si somos, si no somos, treinta mil aquí estamos).

  Y diciendo esto, cada bruja le fue arrancando de la cabeza un pelo. Y como eran tantas, a la pobre costurera la dejaron calva como una bola de billar.

  También se tiene por cosa peligrosa el contestar tres veces a la llamada de las brujas.

  En Elorrio, volvía un anochecer una aldeanita hacia su caserío, cuando oyó a lo lejos un irrintzi. Ya sabréis que el irrintzi, como el santzo, el oyu o uju son gritos semejantes a relinchos, muy usados por los vascos. Unos, se lanzan en las romerías para demostrar la alegría que se siente; otros, en el monte para dar aviso. Así se comunicaban los antiguos vascos cuando veían venir a los romanos.

  Bien: la aldeanita replicó al irrintzi y, al cabo de poco rato, volvió a sonar el lejano irrintzi. Ella, sin dudarlo, contestó por segunda vez. Y cuando sonó el tercero, también replicó.

  A la mañana siguiente, en aquel sitio, de la pobre aldeana no se hallaron más que unos pocos cabellos y trozos de vestido.

  Mejor suerte corrieron otras jóvenes que también tuvieron la malaventurada idea de contestar a los tres irrintzis de las brujas.

  En cuanto lo hubieron hecho, divisaron un objeto de fuego que se dirigía hacia ellas más veloz que el viento.

  Cuando lo vieron venir, les entró miedo y se metieron rápidamente en un caserío que estaba allí mismo y cerraron la puerta.

  Justo en aquel momento, oyeron un golpe fuerte en ella y, al día siguiente, apreciaron que tenía señales de fuego.

  Igualmente los pastores del monte Gorbea cuentan que algunas brujas, en forma de buitres, solían refugiarse en la cueva de Supelegor.

  Un pastor que construyó su chabola cerca de la cueva, para contrarrestar el efecto de las brujas, colocó en la entrada de la caverna, cruces y cera bendita.

  En cuanto lo hizo, se le colocó una bandada de buitres en el techo de la chabola y le dijeron que quitara de la cueva aquellas cosas si no quería que le hicieran daño. El pastor no tuvo más remedio que quitar las cruces y la cera bendita de la cueva de Supelegor.

  Cuando lo supo el cura de Orozko, subió a ver la cueva con su criado, pero no encontró nada. Al salir, se olvidó dentro su libro de oraciones.

  Para salir de Itxina, un gran amasijo de peñas donde está situada la cueva, hay que pasar por un túnel natural practicado en la roca, llamado Atxular.

  Las peñas que dominaban Atxular estaban llenas de buitres, que hacían intención de asaltar al cura y a su criado. Entonces el cura se dio cuenta de haberse olvidado su libro de oraciones en la cueva, y le mandó al criado que fuera en su busca.

  Pero el criado tenía miedo por causa de los buitres.

  —No tengas miedo —dijo el cura—; vete tranquilo, que yo me estaré aquí con estas brujas.

  Así fue: el criado pudo ir sin cuidado hasta la cueva y, en cuanto salió con el libro en la mano, todos los buitres se metieron en tropel en la cueva.


Cosas de las brujas.

  El nombre vasco de las brujas es sorgin, y su plural sorgiñak. Se lee sorguin y sorguiñak.

  Si alguna vez hay que golpearlas, debe ser siempre con números impares. Uno, tres, cinco, siete garrotazos, pues si le dan números pares, las brujas pueden hacer daño.

  Para causar dolor a una bruja, hay que azotar su sombra, no su cuerpo.

  Las brujas suelen reunirse de noche en algunos prados situados lejos del poblado, en medio de un bosque o montaña desierta.

  Hay un dicho famoso: Akelarreko baratzan, sorgiñak ezpatadantzan (En el prado de Akelarre las brujas bailan la espatadantza).

  Además del lugar de Akelarre, existen otros no menos famosos entre ellos: el de Petralanda, en Dima.

  Los días de reunión son varios; en Akelarre se reunían los lunes, miércoles y viernes. En otros lugares, los sábados. Por eso se dice que el sábado es el día de las brujas.

  Un aldeano se tropezó con un grupo de brujas que estaban bailando al corro en el claro de un bosque. Estas, que estaban alegres, le invitaron a bailar y el aldeano aceptó.

  Al cabo, cuando se cansaron, suspendieron el baile y empezaron a beber agua fresca con un hermoso vaso.

  Al llegarle el turno al aldeano, según costumbre, tomó el vaso lleno de agua y se santiguó antes de llevárselo a los labios. Al momento desaparecieron todas las brujas, quedando solo en medio del campo con el vaso precioso en la mano.

  Otro de los poderes de las brujas es el de transformarse en figura de animal. Generalmente, para ello solo tenían que dar tres vueltas alrededor de una cosa.

  Y para volver a su primitiva figura, era necesario que la cosa continuase de pie.

  Una bruja solía transformarse en asno, para lo cual daba tres vueltas alrededor de un árbol. Un vecino que la había observado, mientras la bruja andaba en sus brujerías metamorfoseada en animal, cortó el árbol con un hacha, y la bruja ya nunca más pudo volver a su figura humana.

  Los vecinos de Berástegui cuentan, admirados, que una mujer que iba hablando con sus vecinas, se convirtió de repente en bruja tras de dar tres vueltas a la iglesia parroquial. Igualmente, las brujas no pueden salir de la iglesia si el sacerdote no cierra el libro del altar al fin de la Misa.

  En un pueblo en el que se le olvidó al sacerdote cerrar el misal, una mujer-bruja no podía salir de la iglesia, por lo que llamó al monaguillo y le dijo:

  —Tú, vete y cierra el libro, que al sacerdote se le ha olvidado cerrar.

  Si una bruja, a la hora de la muerte cierra la mano, es que quiere pasar a otra su brujería. Al morir las brujas, caen enormes granizadas.

  En cambio, si una bruja quiere dejar de serlo, tiene que ir lejos y volver en la misma noche mientras el sacerdote lee el Evangelio. De lo contrario, las otras brujas la ahogarían.

  Los marinos de Lequeitio jamás llamaban a las brujas por su nombre cuando estaban en alta mar. No decían sorgiñak, sino pendulen kontrakoak (enemigas de las sondas). Tal vez pensarían que ellas eran las que enredaban las sondas.

  Aun ahora, los pescadores de Fuenterrabía no mencionan las brujas, y si sus mujeres, cuando ellos están en la mar, lo hacen, creen que no habrá pesca.


La bruja ladrona.

  Hace muchos años, en una casa vivía un padre con sus tres hijos. La casa tenía cerca un gran manzanal, al cual alguien venía todas las noches para robar manzanas.

  Deseosos de acabar con aquellos robos, una noche se quedó haciendo guardia el hermano mayor, mas no pudo resistir el sueño y se durmió hacia la madrugada. Al despertarse, se dio cuenta que, al igual que otras veces, les habían robado manzanas.

  A la siguiente noche, fue el segundo hermano el encargado de cuidar el manzanal, pero también le venció el sueño a la madrugada y a él también le robaron las manzanas de los árboles.

  El hermano pequeño se rió de sus hermanos mayores, y prometió que él saldría a cuidar del manzanal.

  —¡Cómo vas a estar toda la noche fuera! —dijeron los mayores—. Tú no vales para eso.

  —Sí, señores; yo cuidaré bien el manzanal y nadie robará manzanas —dijo el pequeño.

  Y de esta manera, salió el hermano pequeño a cuidar los árboles con una hoz en la mano.

  Hacia la madrugada, vio aparecer sobre la tapia del manzanal un gran bulto negro. Sin dudarlo, se dirigió hacia él y le hirió con la hoz. Entonces el bulto negro se escabulló velozmente.

  Cuando hubo luz suficiente acudieron los otros hermanos y, ya los tres juntos, fueron a ver si encontraban huellas del ladrón. En efecto: junto a la tapia había una gran mano negra.

  Y la ruta por donde había escapado el ladrón, estaba claramente marcada por gotas de sangre.

  —Vamos a seguir las huellas de sangre —se dijeron los hermanos, para saber dónde vivía el ladrón.

  Y sobre la pista de sangre echaron a andar y, anda que te anda, llegaron a una gran losa donde acababa el reguero de sangre.

  —Seguramente debajo de esta piedra estará la guarida del ladrón —pensaron.

  Y se decidieron a levantar la losa, bajo la cual encontraron una horrible sima.

  —Hay que saber quién bajará —dijeron. E hicieron txotxalamotx (coger varios palillos y, al que le toque el más corto, ese pierde).

  El más viejo tuvo la mala suerte de que le tocara, pero el más joven se ofreció a bajar.

  —¿Ya podrás?

  —Sí.

  Entre los dos hermanos le bajaron, sujeto de una cuerda. Cuando descendía el hermano pequeño, llevaba en la mano la hoz, por si acaso.

  Al llegar al fondo de la sima, se encontró a una hermosa jovencita.

  —¿Quién eres tú y qué haces aquí? —le preguntó.

  Ella le dijo que era la hija del rey y que en aquella sima vivía una bruja, la cual la había raptado y tenía cautiva desde hacía mucho tiempo, y que por amor de Dios se marchase, que si no estaba perdido.

  Pero el muchacho le dijo que no tuviera miedo, que él la libertaría. Entonces la joven le regaló unos escapularios al muchacho.

  El muchacho se soltó de la cuerda, la ató a la cintura de la muchacha y gritó a sus hermanos:

  —¡Tirad de la cuerda!

  Entre los dos de arriba sacaron a la chica y, con ella, se escaparon rápidos, dejando abajo al hermano menor.

  Este echó a andar por el interior de la caverna, y en esto se encontró con la bruja, que estaba sentada en una banqueta con un horrible gato a su lado.

  En cuanto le vio, el gato saltó a la cara del muchacho y se puso a arañarle. El muchacho gritó a la bruja que le quitara aquel gato, pero esta contestó que no, y además sacó la lengua para reírse de él.

  Arrojando el gato al suelo, el chico saltó sobre la bruja, y agarrados ambos, empezaron a luchar. Y como la bruja sacara la lengua otra vez en señal de burla, el muchacho, con la hoz, se la cortó y se la guardó en el bolsillo.

  Mas no por eso la bruja se daba por vencida, por lo que el muchacho, acordándose de los escapularios que le había dado la hija del rey, se los metió a la bruja por la cabeza.

  —Arráncame estas cosas —aullaba la bruja desesperada.

  —No; no te las quitaré si no me sacas de aquí.

  —Bueno.

  Y en un momento le sacó fuera.

  El muchacho, que quería saber qué había sido de la hija del rey, fue a la ciudad donde tenían el palacio. Y allí oyó que un muchacho la había librado del cautiverio de la bruja, y que se iba a casar con la hija del rey a la mañana siguiente.

  —¿Quién será el que se dice salvador de la muchacha? —se preguntó extrañado.

  Y tomando una habitación en una posada, se pasó todo el día encerrado, golpeando en la ventana con un martillito de hierro, como si estuviera construyendo algo.

  Al día siguiente, se puso en la ventana a vigilar cuándo aparecían los novios. En medio de lo más brillante del cortejo, descubrió a la hija del rey, que iba de la mano de su hermano mayor.

  —Ya os voy a dar yo boda —dijo el pequeño.

  Y tomando la lengua de la bruja le dijo:

  —Lengua, tan pronto como acá, estate allá.

  Y se desató un terrible ventarrón que se llevaba tejas, ventanas, arrastraba a la gente y amenazaba con arrasar todo. Por esta causa hubo de retrasarse la boda para el día siguiente.

  Y el muchacho, sin salir de su habitación, se pasó todo el día martillando en la ventana: kax-kax-kax.

  A la mañana siguiente, el día estaba azul, el cielo sin nubes, y ninguna brisa movía las hojas de los árboles. Hacía un tiempo ideal, por lo que en el palacio se organizó la comitiva y allá se fueron todos camino de la catedral, dispuestos a que la hija del rey se casara con su valiente salvador.

  Pero al pasar frente a la posada donde estaba escondido el hermano menor, este tomó otra vez en sus manos la lengua de la bruja, y repitió: Miari, miari, emen urduko an ize’ari (lengua, lengua, tan pronto como acá, estate allá).

  Y un viento como jamás se había conocido empezó a soplar, arrastrando sombreros, derribando toneles, haciendo volar colgaduras y asustando a los caballos. ¡Qué era aquello! Todo el mundo se volvía loco, pretendiendo escapar de la furia del terrible viento.

  Y los novios tuvieron que volver corriendo a buscar el refugio del castillo y aplazaron la boda para el siguiente.

  Y el muchacho promotor de todo el lío, sin salir de su aposento, se pasó el día haciendo kax-kax-kax con su martillito en la ventana.

  Al tercer día volvió a salir el cortejo, y vuelta la lengua a desencadenar el viento, por lo que quedaron las calles más barridas que nunca jamás.

  Al repetirse el ventarrón por tres días y, en el momento de ir la comitiva camino de la iglesia, dio qué pensar a la gente:

  —Aquí hay algún brujo que quiere impedir la ceremonia de la boda.

  En seguida empezaron a hacer averiguaciones y se enteraron que tres días antes había llegado a la posada un muchacho extranjero que, sin salir de su habitación, se pasaba todo el día haciendo un ruidito.

  Vinieron los guardias y se lo llevaron preso ante el rey.

  —¿Quién eres tú y qué poder tienes para que no se celebre la boda? —le preguntaron.

  Pero él se negó a decirles nada a ellos.

  —Solo declararé quién soy a la hija del rey —dijo.

  Cuando se presentó la hija del rey, el muchacho sacó del bolsillo los escapularios que ella le había dado y le preguntó si los conocía.

  Al verlos, ella dio un grito. Claro que los conocía; ¡si eran de ella! Y, además, también reconocía al muchacho. Él era el que verdaderamente la libró del cautiverio de la bruja.

  Al hermano mayor le dieron un caballo para que se volviera a casa y, al día siguiente, se celebró la boda de la hija del rey con el hermano menor; y estén seguros ustedes que aquella mañana no sopló el menor viento.

En Petralanda.

  El lugar de reunión de las brujas de Vizcaya estaba en Dima, en el sitio llamado de Petralanda.

  En un pueblo del valle de Arratia, vivía una señora muy rica y orgullosa, la cual iba los domingos a Misa mayor. Como es costumbre en muchos pueblos vascos, durante la Misa mayor se repartía pan bendito entre los feligreses. Un día, al recoger de manos del sacristán el trozo de pan bendito, a esta señora se le cayó de las manos y, no queriéndose inclinar a recogerlo por puro orgullo, lo dejó en el suelo.

  Y desde entonces la señora rica empezó a adolecer de un misterioso mal, del que nadie sabía la causa.

  Todos los sábados a la noche, se reunían en Petralanda las brujas del valle de Arratia después de disfrazarse en sus casas, untándose con ungüentos mágicos. Una de estas brujas tenía en su caserío un criado al que le picó la curiosidad, y queriendo saber qué ocurría en las reuniones de brujas, se fue un sábado antes de la medianoche y, subiéndose a un roble, esperó. Cuando todas las brujas estuvieron reunidas, comenzaron a hablar de los casos de brujería, mal de ojo, etcétera, que había en el valle de Arratia y mencionaron a la rica vanidosa. Una de las brujas dijo:

  —Esa orgullosa no se curará mientras no lama con la lengua el lugar donde estuvo el pedazo de pan.

  Tiempo le faltó al muchacho para ir a casa de la rica vanidosa, e insistiendo que tenía que decirle una cosa importantísima y privada, consiguió a solas contarle el secreto oído en el akelarre. En cuanto lo oyó la señora, fue inmediatamente a la iglesia y, ante la sepultura de su familia, se inclinó con humildad y lamió a conciencia el lugar donde se figuraba había estado el pan bendito.

  Y convertida en otra mujer, sana y airosa, la señora volvió a su casa.

  Deseando enterarse de alguna otra cosa, al sábado siguiente el muchacho se puso a espiar el akelarre en el mismo sitio que la vez anterior. Reunidas las brujas comentaron, asombradas, la curación de la señora orgullosa y, una bruja, dijo que únicamente algún espía que había oído su conversación podía habérselo dicho.

  Se pusieron a buscar por los alrededores, pero nada encontraban, hasta que una bruja, levantando la cabeza, divisó al muchacho y gritó:

  —Aiko an, aiko an (miradle allí, miradle allí).

  Y cogiéndole, le dieron tan soberana paliza que, viéndose el muchacho en peligro, tuvo la feliz idea de decir el nombre más terrible para las brujas: «¡Jesús!»

  Y el muchacho se quedó solo en Petralanda.

Por oir Misa.

  Es malo el vicio de la curiosidad. Sobre todo, de lo que nada nos importa. Por ejemplo, la curiosidad por saber cosas de utilidad, técnicas, culturales, religiosas, es de gran mérito. Los más grandes curiosos son los sabios, que siempre quieren enterarse de los misterios de la ciencia.

  Pero el curioso de hechos y dichos ajenos, que nada les va y, además, que encima se meten en vidas ajenas, suelen tener su justo castigo.

  Esto le pasó a un aldeano que, cuando volvía de casa después de trabajar en su ferrería, se tropezó con un grupo de brujas que saltaban y bailaban en el claro del bosque, cantando:

  —Egunez zar eta gauez gazte (de día viejas y de noche jóvenes).

  Y el hombre no supo resistir la tentación y les contestó:

  —Daiogun (que quiere decir: amén).

  ¡La que se armó! Por decir aquello, las brujas le agarraron y, hasta la madrugada, anduvieron metiéndole y sacándole del río.

  Y el pobre hombre, cuando llegó la claridad de la mañana, se encontró en la orilla del río completamente molido y mojado.

  Pues bien: ya sabréis que, antiguamente, se traía el vino de la Rioja con recuas de machos. Dos arrieros que andaban trayendo vino se encontraron en el camino hacia la Rioja y comenzaron a discutir.

  Joaniko sostenía que primero es la obligación, y Ángel que primero es la devoción. Joaniko, como quería ir rápido por el vino, no pensaba oir Misa el domingo, y Ángel decía que «por oír Misa y echar cebada, no se pierde jornada».

  Entonces acordaron apostar sus muías a ver quién llegaba antes al siguiente pueblo. Mientras Ángel se quedaba oyendo Misa, Joaniko se adelantó rápido y llegó muchísimo antes que Ángel. Este tuvo que entregarle su recua de muías y mientras el otro marchaba hacia la Rioja cantando alegres jotas, el otro tuvo que volverse a su casa, triste y pensativo.

  Al hacerse de noche, Ángel se perdió en el monte y, no sabiendo dónde cobijarse, subió a un árbol, y al dar las doce de la noche vio que se reunían muchas brujas que rodeaban al diablo y al cual adoraban. Después de bailar un rato, una de las brujas comentó:

  —Amigas, ¿sabéis qué le pasa a la infanta María, que es tan orgullosa?

  —No —le contestaron.

  —Pues que el otro día fue a comulgar y se le cayó un pedacito de la hostia y, como es tan orgullosa, no quiso inclinarse a cogerlo y vino un sapo y se lo llevó en la boca. El sapo está escondido debajo de la sepultura que hay en la iglesia, y la infanta está a la muerte y nadie sabe que no podrá curar de su mal hasta que no maten al sapo.

  Cuando llegó el alba se marcharon las brujas montadas en sus escobas, y el arriero fue al palacio del rey y le dijo al portero que él podía curar a la infanta.

  No le hicieron caso, pero cuando el rey oyó que un arriero decía que podía curar a su hija, mandó que le dejaran pasar.

  El arriero Ángel contó al rey todo lo que había oído a las brujas, y en seguida fueron los criados y mataron al sapo y la infanta se curó. Agradecidos, le preguntaron:

  —¿Qué quieres en pago? Pídenos lo que más desees y te lo daremos.

  —Pues una recua de muías para seguir trabajando en el vino.

  Y le compraron una recua de estupendas muías, las más altas y fuertes que había.

  Ángel, el arriero, contento y feliz se encaminó hacia La Rioja y en el camino se encontró con Joaniko que volvía con el vino.

  Joaniko se extrañó sobremanera al ver las hermosas muías que traía:

  —Chico, ¿de dónde te has hecho con esa recua de muías?

  Ángel, que era de buen corazón, le contó lo que le había sucedido.

  —Pues, chico —replicó Joaniko—, a pesar de haber perdido la apuesta has quedado mejor que yo. Se ve que el oir Misa no perjudica a nadie.

  Y cuando se separaron, Joaniko decidió ir al lugar donde se reunían las brujas para ver si sorprendía algún secreto que le hiciera rico.

  Mas, ¡ay!, en cuanto llegaron las brujas, como sospechaban que alguien les había oído la conversación, ya que se habían enterado de la curación de la hija del rey, registraron los alrededores y, agarrándole, le dieron una fenomenal tunda, y además le mataron las dos recuas de muías.

  La necia curiosidad es mala consejera, máxime si se quiere sacar algún provecho de ella. Una cosa parecida que al criado de Petralanda y al arriero, le ocurrió a un cheposo en Lequeitio.

  En este bellísimo pueblo vizcaíno vivían dos hombres, alegres y bromistas, aunque ambos tenían la desgracia de ser jorobados. Uno, era carpintero y, el otro, herrero.

  Un día, el carpintero, gran aficionado a la pesca, fue a pasar la tarde a las peñas de Anzoriz. Allí se le echó encima la noche, y era tan oscura que decidió no volver a Lequeitio y pasarla en el caserío de Elunzeta, donde tenía amigos. Pero estos habían soltados unos fieros perros que le impidieron acercarse al caserío, por lo que tuvo que refugiarse en el hueco de un viejo castaño, que aún existe.

  Nuestro jorobado se durmió como un bendito, cuando a medianoche le despertaron unas voces femeninas que cantaban siempre la misma canción:

  —Lunes, martes, miércoles… tres.

  Se trataba de un grupo de sorgiñak que, cogidas de la mano, bailaban alrededor del árbol. Nuestro carpintero, aburrido de oír tantas veces lo mismo, cantó a su vez y en el mismo tono:

  —Jueves, viernes, sábado… seis.

  La algazara, las risas y las bromas de las brujas al oír esta salida, fueron tremendas.

  Las brujas buscaron al cantor y, al ver que era jorobado, le quitaron la corcova que colgaron del árbol, agradecidas por el buen rato que les había hecho pasar. Al otro día, domingo, en Misa mayor nadie conocía al carpintero, tan esbelto y gentil había quedado.

  Su amigo el herrero le acosó a preguntas, hasta saber cómo se había quedado sin chepa y, al siguiente sábado, fue hasta el árbol donde bailaban las brujas, metiéndose en el agujero para esperarlas.

  Tardaron tanto, que se quedó dormido. De pronto fue despertado por las risas y canciones de las sorguiñas.

  —Lunes, martes, miércoles… tres —cantaban unas, y otras, respondían:

  —Jueves, viernes, sábado… seis —y todas reían y daban gritos, bailando alrededor del árbol.

  Entonces creyó el herrero que era hora de intervenir y dijo:

  —Y domingo… siete.

  Pero las brujas, rechinando los dientes al oír el nombre del día santo, buscaron al atrevido y después de darle una paliza que le dejó medio muerto, dijeron:

  —Vamos a ponerle sobre el pecho la joroba que le quitamos al anterior, para que no se vuelva a meter donde no le importa.

  Y descolgando la giba del carpintero se la pegaron, desapareciendo acto seguido montadas en sus escobas.

  ¡Pobre herrero, que tuvo que vivir en adelante con dos chepas en lugar de la una que tenía!

  El que no se conforma con lo que tiene…


El palacio de las brujas.

  Existe en Aranguren un palacio abandonado, que es llamado por el pueblo «El palacio de las brujas».

  A pesar de llevar más de doscientos años abandonado, el palacio aún se mantiene enhiesto y señorial, justificando la solidez y magnificencia de su edificación. Este palacio fue construido por uno de los tres hermanos Amézaga, que salieron del valle de Salcedo, jurisdicción de Zalla, del barrio de Aranguti o Aranguren, a buscar honra y fortuna sirviendo al rey Felipe V.

  Tan heroicamente se portaron, que uno de ellos murió salvando la vida del rey, y este colmó a los otros dos de gloria y riquezas.

  Los Amézaga hablaban con frecuencia con el rey de las bellezas y hermosuras de Aranguren, tanto, que un día les dijo Felipe V que, si se lo permitían sus ocupaciones, iría a visitarles a su casa solariega.

  Firmada la paz de Utrech, volvieron los Amézaga a sus lares, dueños de una gran fortuna y, esperando la visita del rey, comenzaron a edificar una magnífica casa-palacio que fuera digno albergue de la persona real.

  Había en la vecindad un jorobado de quien los hermanos Amézaga se habían burlado en los años juveniles, y el cual les odiaba mortalmente. Al pecado del odio se unió el de la negra envidia, y no queriendo que para más ennoblecerles les visitara el rey, decidió hacer algo, a fin de impedir la terminación del palacio y la visita real.

  El jorobado se fue a la judería de Valmaseda y, a cierto curandero judío, le ofreció su propia condenación con tal de que el palacio no se terminase.

  El curandero le dijo:

  —Lo puedes hacer fácilmente. Mira: donde ahora se alza el altivo monte Serantes, se extendía hace muchísimos años una magnífica playa. En aquella llanura vivía un gigante que no creía en Dios. Un día se burlaba de cierto joven cristiano, que antes de bañarse hacía la señal de la cruz. Dios castigó al gigante y quedó convertido en la picuda montaña. Y desde entonces, es tradición que sale una voz cavernosa de la montaña incitando a la gente a que no se santigüe antes de entrar en el agua. El que obedece puede pedir una gracia, que se le concede; claro que, a cambio, debe entregar su alma.

  Presuroso el jorobado fue hasta la playa y cuando oyó la voz: «No te santigües», formuló su satánico deseo. Días después, recogían su cadáver.

  Dice la tradición que, inmediatamente, los Amézaga recibieron orden del rey de acudir en su ayuda para una nueva guerra y, presurosos, abandonaron las obras.

  Y ya el palacio nunca jamás logró terminarse, ni los Amézaga volvieron a su tierra natal.

  En la cueva de Artekona, donde se dice que fue echado el cuerpo del infeliz suicida, se oían siniestros quejidos que llegaban hasta la casa-palacio.

  En 1874, un soldado del Ejército liberal arrojó una cruz de palo al interior y, desde entonces, ha dejado de oirse la triste voz que, saliendo de la cueva, se perdía en el mar.

  Y de toda esta historia solo queda el palacio de las brujas, que aún sigue en pie, desafiando los siglos y sirviendo ahora como almacén de un caserío.

Las tres olas

Todas las mañanas, unos pescadores botaban su lancha al agua y se marchaban mar adentro a pescar.

  Había tres brujas que, por odio a aquellos pescadores, decidieron provocar su perdición.

  Y se convirtieron en tres gigantescas olas y se dirigieron hacia la lancha con la intención de hundirla.

  Pero en el camino, las brujas, convertidas en olas, iban hablando. Una de ellas decía:

  —Para que no les hundamos necesitan tener la barca de frente y la vela replegada.

  Como el viento soplaba fuerte, les llegó la chillona voz de las brujas y rápidamente pusieron la lancha en aquella posición, por lo que las olas, a pesar de ser terribles, no pudieron hundir la lancha.

  Y cuando pasaba la última ola, aún tuvieron arrestos para tomar un gran pincho y clavarlo en la ola, con la que aquella bruja quedó casi muerta.

  Otra cosa de brujas les pasó a unos pescadores de Elanchove.

  Una vez entraron de arribada en el puerto de Elanchove unas lanchas de Bermeo, y sacando fuera los remos, palos y redes, se marcharon a cenar.

  Cuando era ya de noche, un anciano volvió de la taberna y, metiéndose en su bote, se tumbó dispuesto a dormir.

  En esto llegaron a la lancha dos mujeres con sayas rojas, y saltando al bote, soltaron las cuerdas y empezaron a remar, diciendo a la vez:

  —A cada palada sien leguas.

  Y en seguida llegaron a La Habana. Las dos brujas saltaron a tierra y se dirigieron a alguna reunión, y entonces el anciano que no había dicho ni palabra por estar muerto de miedo, también salió a tierra firme y después de arrancar una rama a un árbol de La Habana, se volvió a meter en la lancha y, para matar el tiempo, comenzó a fumar en su pipa.

  En esto llegaron las dos brujas y se dijeron:

  —Aquí hay olor a tabaco. ¡Hum! ¿Se nos habrá metido algún hombre?

  El anciano, al oir esto, se quedó quieto, quieto, tapado por las redes con temor de que le descubrieran.

  Tranquilizadas las brujas, empezaron a decir:

  —A cada palada sien leguas.

  Y para el amanecer llegaron a Elanchove y, bajándose del bote, se marcharon con rumbo desconocido.

  Cuando volvieron los otros pescadores se quedaron asombrados de lo que decía el anciano: que en aquella noche había ido y vuelto a La Habana.


  Y para demostrarlo, les enseñaba la rama verde del árbol de La Habana, y como nadie podía traer una rama verde desde La Habana, todos le creyeron.

Por encima de zarzas y matas.

Hace muchos años, en la carretera que va de Vitoria a Laguardia, había una posada y se decía que la posadera era una bruja de tomo y lomo.

  En dicha posada paraban los arrieros y, uno de ellos, tuvo la curiosidad por saber a dónde iba la posadera a hacer sus brujerías.

  Al hacerse de noche, se tumbó en un banco que estaba junto al fogón, y envolviéndose en su manta, hizo como que se dormía.

  Cuando dieron las doce de la noche, la mesonera levantó uno de los ladrillos de la cocina y sacó una escoba y una vasija de barro. Con un ungüento que sacó del pucherito se untó todo el cuerpo y, guardando la vasija y la escoba otra vez bajo el ladrillo, dijo:

  —Por encima de zarzas y matas, van las brujas al campo de las zaragatas.

  Y desapareció al momento. En cuanto lo hizo se levantó el arriero y, de debajo del ladrillo, sacó el pucherito, se untó con el ungüento y dijo:

  —Por entre zarzas y matas van las brujas al campo de las zaragatas.

  Como se había equivocado y en lugar de decir «por encima», dijo «por entre», como un rayo fue al campo de las zaragatas entre las árgomas, los brezos y arbustos. ¡Qué golpes se daba! ¡Cómo se arañaba al pasar como una flecha por entre los zarzales o romper los duros arbustos!

  Y de repente, hecho una pura llaga, molido y medio muerto, cayó en medio del campo donde estaban las brujas, las cuales, al verle aparecer, quisieron lanzarse sobre él para matarle.

  Mas él recordó la fórmula que usan las brujas para volver a sus casas, y rápidamente la dijo antes de que le echasen mano. Pero también se equivocó. En lugar de decir:

  —Por encima de zarzas y matas, van las brujas cada una a su casa —dijo:

  —Por entre zarzas y matas, van las brujas cada una a su casa.

  Y si fenomenal fue la paliza que recibió en el camino de ida, no menor fue la de vuelta. Otra vez las matas y las zarzas molieron su cuerpo.


  Y en cuanto llegó a la posada, sin ganas de esperar la llegada de la mesonera, recogió sus machos y se marchó camino adelante. ¡Bien cara pagó su curiosidad!

La bruja envidiosa.

  Cuentan en Murélaga que hace muchos años, y en una casita del bosque de un lejano país, vivía un matrimonio con una hija, muy hermosa y buena.

  Un día la madre enfermó y murió, y el padre, no sabiendo cómo gobernar la casa, en cuanto se quitó el luto decidió casarse. Para ello salió al camino para pedir en matrimonio a la primera mujer que viera. Así lo hizo; pero sin saberlo, se casó con una bruja.

  Tuvieron otra hija, y cuando ya era mayorcita esta segunda hija, el padre tuvo un accidente y murió. Entonces se quedaron solas en la casa la bruja, su hija y la hijastra.

  La bruja quería con delirio a su hija y odiaba con todas sus fuerzas a la hijastra. Claro está que su hija era horrorosamente fea, mientras que su hijastra cada día era más hermosa.

  No pudiendo contener su odio, un día decidió acabar con la hija del primer matrimonio de su marido y poniéndola un traje de papel, la mandó, descalza, a recoger fresas, en pleno invierno.

  La infeliz niña tomó su cesto y, aterida de frío, empezó a caminar por el bosque sin encontrar más que dura nieve.

  En una choza encontró a tres hombres, que se asombraron de verla vestida con un traje de papel y descalza.

  —Pero, muchacha, ¿qué haces por aquí de esa forma?

  —Mi madre me ha mandado a buscar fresas.

  —¿Fresas? ¿Con el frío que hace y ese vestido de papel? ¿Pero qué clase de madre tienes?

  —Es mi madrastra.

  —¡Ahora se comprende! Mira; te vamos a dar un consejo: mira en las leñas que hay detrás de la choza; debajo de ellas encontrarás fresas, por lo menos para llenar un cesto.

  Fue la muchacha y pudo llenar hasta arriba su cesto. Cuando lo hizo volvió adonde los tres hombres para darles gentilmente las gracias.

  Estos agradecieron vivamente el comportamiento de la niña y le hicieron tres regalos.

  Uno dijo:

  —Ojalá te caiga de la boca un trozo de oro por cada palabra que pronuncies.

  El segundo:

  —Que cada día seas más hermosa.

  Y el tercero:

  —Ojalá que al morir te lleven los ángeles del cielo.

  Cuando la muchacha llegó a casa, mucho más hermosa que cuando salió, con la cesta colmada de fresas y sembrando de oro el suelo a cada palabra que pronunciaba, la bruja llevó un berrinche.

  —¿Dónde has estado? —preguntó.

  —En una choza al otro lado del bosque.

  —¿Y qué te ha pasado allí?

  —He visto a tres hombres, que me han enseñado el lugar donde estaban las fresas y me han hecho tres regalos.

  Al oir esto, la bruja mandó a su hija que se vistiera con su mejor vestido y, vaciando el cesto de fresas, se lo dio. Y a la hijastra la dijo:

  —Acompaña a mi hija hasta cerca de la choza y luego vuélvete sola a casa.

  Cuando la hija de la bruja llegó a la choza, se encontró allí a los tres hombres de antes.

  —Vengo a por más fresas —dijo ásperamente y de mal humor.

  —¡Caramba! ¡Más fresas! ¿Es que no teníais bastante con un cesto?

  —¡No!

  —Pues no tenemos fresas, pero te vamos a hacer tres regalos.

  Y el primero dijo:

  —Ojalá te caiga un sapo por cada palabra que pronuncies.

  El segundo:

  —Que cada día seas más fea.

  Y el tercero:

  —Y que al morir te lleven al infierno los diablos.

  Cuando llegó a casa la hija de la bruja, con el cesto sin fresas, más fea que nunca y echando sapos por la boca, la madrastra decidió acabar cuanto antes con la hija primera de su difunto marido.

  Como al día siguiente el río se heló por el terrible frío que hacía, la mandó con unas madejas de hilo para que las lavara y golpeara. La pobre niña iba medio desnuda y descalza. Apenas podía tener en sus manos las madejas, pues sus dedos ya no tenían fuerzas.

  Estaba a orillas del río golpeando las madejas, cuando apareció un caballero que, al verla tan hermosa y tan mal vestida, se acercó a ella:

  —¿Qué haces aquí, hermosa muchacha?

  —Mi madre me ha enviado a lavar estas madejas de hilo.

  —¡Con este frío tan terrible y medio desnuda! ¿Qué clase de madre tienes?

  —Es mi madrastra.

  —¡Ah, ya! Pues mira; desde ahora tendrás nueva madre: será mi madre, pues yo me voy a casar contigo.

  Y montándola en el caballo la llevó a su palacio, pues aquel caballero era el rey, que andaba buscando mujer.

  La madre del rey quería mucho a su nuera y vivían felices, y su felicidad se aumentó al saber que la hermosa niña del bosque iba a tener un hijo.

  Pero en el momento de nacer, y mientras el rey y su madre estaban admirando a la criatura, se presentó en el palacio la bruja y, metiéndose en el cuarto de la joven reina, la raptó y puso a su fea hija en su lugar.

  Cuando el rey vio que su hermosa mujer se había convertido de repente en una repugnante harpía que arrojaba sapos por la boca, pensó que era cosa de alguna bruja, pero nadie sabía qué hacer.

  En esto un pájaro se puso en la ventana y comenzó a cantar:

 
    Txin txaun txoria

    txoritxu txilibitaria

    astoan arto-bitxia

    upan edergarria zalduna doa zoroa,

    moroa langoa daroa.
 

  Una vieja ama de llaves fue la que comprendió el sentido de estos misteriosos versos vascos.

  Y corrieron todos a la casita del bosque donde estaba presa la esposa del rey, maltratada por su madrastra la bruja, y la libertaron y allí mismo prendieron fuego a la casa con la bruja dentro.

  Y cuando volvieron al palacio, agarraron a la hija de la bruja y la tiraron por la ventana al mar, y allí se ahogó.

La reina sin brazos

Un viudo vivía con su hija única en una casa de las afueras de un gran pueblo. La muchacha era de muy buen corazón y, de entre sus virtudes, destacaba la compasión. Pobre que llamaba a la puerta de su casa, pobre que estaba seguro de no marchar con las manos vacías. Generalmente daba unas monedas, pero si el pobre estaba muy necesitado añadía algo de comida, pan, huevos o chorizos.

  Una vez, una bruja muy mala llamó a la puerta de aquella casa. La bruja iba disfrazada de pordiosera, y con voz lastimera pidió algo, pues estaba desfallecida.

  La muchacha, compadecida, además de dinero le dio lo que tenía en la mesa. Inmediatamente la ingrata bruja fue al campo donde el padre de la chica estaba trabajando y empezó a hablar mal de ella:

  —Tiene usted una hija que es una derrochadora. Además de darme limosna, me ha dado estos huevos y chorizos. Vaya usted haciendo cuentas. Por mucho que gane, es poco para esa manirrota. Pronto se va a arruinar y los acreedores le llevarán a la cárcel.

  El hombre, que era un grandísimo majadero, se creyó todo lo que le dijo la bruja y comenzó a pensar en la forma de deshacerse de aquella hija que, según pensaba, le iba a desbaratar la hacienda.

  Y con el pretexto de llevar a su hija a una romería, la vistió como para ir a una fiesta y salió con ella camino adelante. Al llegar a un lejano lugar desierto, hizo subir a su hija a un árbol y aquel desnaturalizado padre:

  —¡Toma! —dijo—. Por gastarme mis bienes.

  Y le cortó los dos brazos.

  Luego se marchó, dejándola atada a una rama para que se la comieran los cuervos. La pobre niña allí se quedó llorando amargamente, sin consuelo…

  En esto comenzó a llover y, el hijo del rey, que se hallaba cazando por aquellos lugares en compañía de sus soldados, buscó cobijo bajo las ramas de aquel árbol. Al ver que les caían gotas de sangre se quedaron admirados, hasta que, alzando la cabeza, vieron a una hermosa joven que se deshacía en lágrimas.

  —¿Qué os pasa, hermosa niña? —le preguntaron.

  La niña les contó todo lo que le había ocurrido, y el hijo del rey ordenó que la soltasen y la llevasen con mucho cuidado a su palacio. Allí la curaron y se quedó a vivir con la familia del rey, y todos pronto la quisieron mucho, pues era muy buena y de un trato encantador.

  Al fin, un día, el hijo del rey la dijo que quería casarse con ella:

  —¡Casarme yo, y con el heredero del trono! Es una locura. Todo el mundo se reiría al saber que el príncipe heredero se casa con una mujer sin brazos.

  —No me importa. Si tú no tienes brazos, tendrás muchos criados que te sirvan de brazos.

  Y como no había más que hablar, pues se casaron.

  Al cabo de unos meses estalló la guerra en las fronteras del reino, y el rey mandó a su hijo al frente de las tropas. El heredero ordenó a sus criados que cuidaran bien a su mujer.

  Al poco tiempo de marchar su marido, la pobre mutilada tuvo gemelos. Una niña y un niño muy hermosos. Llenos de júbilo, le escribieron una carta al padre comunicándole la buena nueva.

  Pero la bruja, que estaba esperando aquella ocasión para perjudicar a la muchacha, salió al camino del mensajero y le cambió la carta. Puso otra que decía:

  —Su esposa, manca de los dos brazos, ha tenido un perro y un gato por hijos, y no sabemos qué hacer.

  Cuando recibió la carta el hijo del rey, quedó muy extrañado, pero contestó diciendo:

  —Sea lo que sea, cuidarme bien a mi mujer hasta que yo vaya.

  Pero nuevamente volvió a salir la bruja al encuentro del mensajero y le cambió la carta:

  —Inmediatamente llevar a la madre y sus hijos al bosque y matarlos, y traer luego al palacio el corazón de la madre.

  Como por aquellos días había fallecido el rey, ahora resultaba ser rey el heredero que escribía la carta y, al ser una orden real, no les quedó más remedio que obedecer.

  Un criado salió con la infeliz mujer y los dos gemelitos, y cuando llegaron a una montaña le dijo que tenía que matarlos a los tres.

  Tanto lloró la madre y tanto suplicó que la matase a ella, pero no a los inocentes niños, que al fin el criado se compadeció. Y al perro que llevaba lo mató, y sacándole el corazón para mostrar que había cumplido la orden, se volvió al palacio. Antes colgó a la pobre mujer del cuello dos alforjas, metió allí a ambas criaturas, una delante y la otra detrás, y se marchó.

  La joven reina, pues aunque lo ignoraba era ya reina, comenzó a andar sin saber a dónde dirigir sus pasos, cuando los niños empezaron a llorar. Tenían sed.

  Oyó ruido de un arroyo y hacia él encaminó sus pasos. Como no tenía manos, se inclinó poco a poco para que el agua les llegase a la boca a los niños, y en eso se le salieron ambos de las alforjas, cayeron al agua y allí se ahogaron delante de sus ojos.

  Y la infeliz madre solo tuvo fuerzas para sentarse en el suelo y llorar, llorar.

  En esto se le apareció en la otra orilla del río una mujer muy hermosa, con una varita en la mano:

  —¿Qué haces? —le preguntó.

  Ella le contó todo lo que le había pasado.

  —Ten fe en Dios. Mete en el agua el brazo derecho —dijo.

  —Pero, señora, si yo no tengo ni brazo ni manos.

  —Haz lo que yo te digo.

  Así lo hizo y, cuando lo sacó, le brotó el brazo y mano que le faltaba.

  —Ahora mete el otro brazo.

  Igualmente recobró el brazo izquierdo. Entonces alargó ambos brazos para sacar el cuerpo de sus hijos, y en cuanto estos se hallaron fuera del agua, recobraron la vida.

  Entonces aquella hermosa mujer le dijo:

  —He aquí una varita. Tómala y, subiendo ahí, sobre la montaña, hallarás un sitio llano, raso, y en medio de él haz una raya con esta vara diciendo: «Padre, Hijo y Espíritu Santo, ayudadme». Diciendo esto, surgirá un hermoso palacio y vivirás allí sin que nada te falte. Pero no dejes de dar limosna y hospedaje a todos los que te lleguen a la puerta.

  Y diciendo esto, aquella mujer desapareció como por encanto. Era la Santísima Virgen María.

  Obedeciendo las órdenes de la Virgen, subieron el monte y llegando al llano que allí había, trazaron con la vara una raya y apareció un hermoso palacio blanco.

  Y durante varios años allí vivieron practicando la hospitalidad y la caridad, mientras los niños crecían en el santo temor de Dios.

  Mientras tanto el rey, que había vuelto de la guerra y quemado a la bruja que le cambió las cartas, acompañado del criado que se había apiadado de su mujer, iba por los pueblos y aldeas preguntando:

  —¿No han visto ustedes a una mujer hermosa, sin brazos, con dos criaturas metidas en unas alforjas?

  Pero nadie le sabía dar razón.

  Así pasaron muchos años y, al fin, llegaron a un pueblo donde les dijeron:

  —Nosotros nada sabemos, pero en el palacio blanco donde paran todos los viajeros, pobres y pordioseros, seguramente tendrán alguna noticia.

  Hacia allá fueron y llegaron anochecido. Pidieron hospedaje, que les fue otorgado al momento. Cuando cenaron todos juntos en la mesa, el rey estaba asombrado de la educación y compostura de los niños, así como de la belleza de su madre. Pensaba:

  —Si no fuera porque tiene los dos brazos, pensaría que es mi mujer desaparecida. ¡Tanto se parece!

  Cuando acabó la cena, vino el hijo de la casa y, acercándose al rey con una vasija de agua, le dijo:

  —Padre, toma agua para que te laves las manos y la cara.

  Y después vino la niña con una toalla diciendo:

  —Padre, toma la toalla para que seques tus manos y cara.

  El rey quedó muy extrañado ante las palabras de los niños, y entonces su madre, que había reconocido a su marido, declaró quién era: la niña sin brazos a la que la Virgen le había devuelto la vida de sus dos hijos y también los dos brazos.

  Al día siguiente, cuando todos estaban jugando felices y contentos en el jardín, vieron entrar a un viejo pordiosero con un saco a la espalda.

  —Apostaría a que es mi padre —dijo la esposa a su esposo el rey—. Mi padre, el que me cortó los brazos y me abandonó.

  Y saliéndole al encuentro le dio limosna y comenzó a preguntarle:

  —¿Qué sería de usted si mis padres me hubiesen prohibido darle limosna?

  —Pues que me moriría de hambre.

  —O sea que nunca se debe prohibir a los hijos dar limosna.

  —Pues yo ya lo hice con una hija que tenía de muy buen corazón, ¡Pobre niña!

—¿Pues qué le pasó? —preguntó su propia hija.
  —Una bruja, a la que quemaron hace años por cambiar las cartas del mensajero del rey, me hizo creer que mi hija, con sus limosnas, me arruinaría. Yo, tonto de mí, lo creí y la llevé a un lugar salvaje y desierto, donde le corté los brazos y la abandoné. ¡Pobrecita! Moriría pronto. En cuanto a mí, en cuanto dejé de dar limosnas fui empobreciéndome, cada vez más y más, hasta que los acreedores me arrojaron a la calle y se quedaron con todas mis casas. Y ahora ando de pueblo en pueblo pidiendo limosna. Gracias a la que me ha dado usted, hermosa señora, podré vivir mucho tiempo.

  —Mírame bien —dijo la hija—. ¿No me conoces?

  Entonces el anciano reconoció a su hija, y cayó de rodillas pidiéndole perdón.

  —Nada tengo que perdonarte, pues gracias a ti conocí al hijo del rey y ahora soy reina. Echemos la culpa a aquella perversa bruja que te oscureció la mente.

  Y dejando al anciano vivir en aquella casa, ellos se fueron a la capital del reino para vivir en el palacio real.

La bruja de Zaukalanda.

Cuando los moros dominaban la mayor parte de España, solían infiltrarse por la llanura alavesa y saqueaban los caseríos vascos de las montañas.

  Deseando librarse de aquella peste, se juntaron todos los vascos cristianos y presentaron batalla a los moros en el lugar de Zaukulanda. La batalla fue dura, y para el anochecer todos los moros yacían muertos.

  Los vascos se retiraron a sus tiendas para descansar, y cuál no sería su sorpresa al ver a la mañana siguiente que todos los moros habían resucitado.

  Y lo sucedido en Zaukulanda se fue repitiendo en todas las batallas que se dieron por aquellos meses. Gran carnicería con los moros y, al día siguiente, todos habían recobrado misteriosamente la vida y se aprestaban para nuevas luchas.

  Al fin se enteraron de quién era la causante de las resurrecciones. Una bruja que recorría de noche el campo de batalla con un gran puchero lleno de ungüento y, hombre por hombre, metiendo dos dedos en el puchero, les untaba las heridas, y los muertos, sin más, se levantaban como si hubieran estado durmiendo.

  Después de una gran carnicería que hicieron, los cristianos estaban desanimados pensando en que todos sus trabajos eran inútiles, pues la misteriosa bruja vendría a hacer su acostumbrada labor, cuando se presentó un joven vasco a sus jefes:

  —Mientras vosotros dormís en vuestras tiendas, alrededor de las fogatas, yo me echaré entre los moros como si fuera un muerto más. Veremos si logro cazar a esa escurridiza bruja.

  El joven se tumbó entre los moros muertos y se tiznó de sangre, y allá se estuvo vigilando atentamente a ver quién aparecía.

  A medianoche, vio venir a una vieja feísima con un puchero, en el que metió dos dedos y, sacándolos untados, se agachó ante el primer muerto moro y en el momento en que untó las heridas de aquel con el ungüento, se levantó vivito y coleando.

  El joven guerrero al ver esto, se incorporó y, acercándose en la oscuridad, le dio un lanzazo al moro resucitado, enviándole otra vez al otro barrio, y acto seguido atravesó a la bruja, dejándola muerta en el acto.

  Queriendo cerciorarse si era por aquel ungüento con lo que resucitaba o con otras magias, el joven se untó los dedos y le untó a la vieja bruja las heridas. Esta se levantó al momento resucitada y entonces el joven levantó su lanza amenazándola.

  —No me mates, muchacho, no me mates —le dijo la bruja—. Si me dejas viva, te enseñaré a hacer este ungüento.

  Pero el muchacho, no fiándose de la bruja, la dio una serie de lanzadas y la dejó ya muerta definitivamente.

  Cuando volvió con su puchero a las filas cristianas, nadie quería creer al valeroso joven que aquel ungüento podía resucitar a los muertos.

  —¿No me creéis? —decía él—. Pues voy a hacer yo mismo y con mí mismo la prueba. Ahora mismo matadme a lanzadas y luego meted dos dedos en el puchero, rebañar un poco de salsa y luego untadme las heridas. Veréis cómo vuelvo a la vida.

  Nadie quería hacer la prueba, pero tanto insistió que, al fin, uno le dio una lanzada y le tumbó muerto. Y al instante, untándole con el ungüento de la bruja, el muchacho resucitó.

  Inmediatamente, visto los poderes de aquel ungüento, recorrieron el campo de batalla y todos los barrancos donde podía haber muertos cristianos, y para el amanecer estaban todos con vida.


  La pena es que se acabó el ungüento y como solo la bruja muerta sabía la fórmula para hacer otro puchero, pues no ha podido resucitarse a nadie más.


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