viernes, 1 de marzo de 2019

La pepita de oro

Hace muchos, muchos años, vivían en China dos amigos llamados Ki-wu y Pao-shu. Estos dos jóvenes, como Damón y Fintias, se querían y siempre estaban juntos. No intercambiaban ni una mala palabra; ni un solo pensamiento desagradable dañaba su amistad. Podrían contarse muchos relatos interesantes sobre su generosidad y sobre cómo los dioses los habían recompensado con la virtud. Sin embargo, una sola historia será suficiente para mostrar lo fuerte que era su afecto y su bondad.

    Era un soleado y alegre día de principios de primavera cuando Ki-wu y Pao-shu salieron a dar un paseo juntos, porque estaban cansados de la ciudad y sus ruidos.

    —Adentrémonos en el corazón del pinar —dijo Ki-wu jovialmente—. Allí olvidaremos nuestras preocupaciones, respiraremos el dulce aroma de las flores y nos tumbaremos en el suelo cubierto de musgo.

    —¡Estupendo! —exclamó Pao-shu—. Yo también estoy cansado y el bosque es el mejor lugar donde descansar.

    Recorrieron el serpenteante sendero tan felices como dos enamorados de vacaciones, con los ojos fijos en las lejanas copas de los árboles. Sus jóvenes corazones latían rápidamente mientras se acercaban al bosque.

    —He trabajado en mis libros treinta días seguidos —suspiró Ki-wu—. No he descansado en treinta días. Tengo la cabeza tan llena de conocimientos que temo que vaya a explotar. Oh, ¡qué ganas tengo de respirar el aire puro que sopla en la arboleda!

    —Yo he trabajado como un esclavo detrás del mostrador —añadió Pau-shu con tristeza— y me ha parecido tan aburrido como a ti tus libros. Mi jefe me trata mal. Me apetece mucho alejarme de él.

    Ya estaban cerca del límite del bosque; cruzaron un pequeño arroyo y empezaron a caminar entre los árboles y arbustos. Llevaban una hora paseando, charlando y riendo alegremente, cuando de repente, al pasar junto a un grupo de arbustos llenos de flores, vieron un fragmento de oro brillando en el sendero justo frente a ellos.

    —¡Mira! —dijeron a la vez, señalando el tesoro.



x. Vieron un fragmento de oro brillando en el sendero justo ante ellos.

    

    Ki-wu se encorvó y cogió la pepita. Era casi tan grande como un limón, y muy bonita.

    —Es tuya, querido amigo —le dijo, ofreciéndosela—, porque tú la viste primero.

    —No, no —respondió Pao-shu—. Te equivocas, hermano, porque tú fuiste el primero en hablar. Ahora no podrás decir que los buenos dioses no te han recompensado por tus muchas horas de estudio.

    —¡Recompensa por mi estudio! Vaya, eso es imposible. ¿No dicen siempre los sabios que el estudio es su propia recompensa? No, insisto: el oro es tuyo. Piensa en tus semanas de duro trabajo… ¡En el jefe que te ha exprimido hasta los huesos! Te lo mereces. Tómalo. —Y continuó, riéndose—: Quizá sea la semilla de la que germine una gran fortuna.

    Bromearon de este modo unos minutos, ambos negándose a quedarse con el tesoro, ambos insistiendo en que pertenecía al otro. Al final, la pepita de oro se quedó en el mismo lugar donde la habían visto y los dos camaradas se marcharon, felices, porque se valoraban el uno al otro más que a ninguna cosa del mundo. Así dieron la espalda a una posibilidad de disputa.

    —No nos alejamos de la ciudad buscando oro —afirmó Ki-wu amablemente.

    —No —contestó su amigo—. Un día en el bosque vale más que un millar de pepitas.

    —Vayamos al manantial, a sentarnos en las rocas —sugirió Ki-wu—. Es el punto más fresco de todo el bosque.

    Cuando llegaron al manantial, descubrieron con pesar que ya estaba ocupado. Un campesino estaba despatarrado en el suelo.

    —¡Despierta, amigo! —exclamó Pao-shu—. Ahí cerca hay dinero para ti. Siguiendo aquel camino encontrarás una manzana de oro que espera que la recojan.

    A continuación describieron al inoportuno desconocido el punto exacto donde estaba el tesoro y observaron encantados cómo se marchaba, ansioso por encontrarlo.

    Disfrutaron de su compañía mutua durante una hora, en la que hablaron de sus esperanzas y ambiciones de futuro y escucharon la música de los pájaros que brincaban en las ramas sobre sus cabezas.

    Al final los sorprendió la voz enfadada del hombre que había ido a buscar la pepita.

    —¿A qué estáis jugando? ¿Por qué hacéis que un hombre pobre como yo se canse las piernas para nada en un día caluroso?

    —¿A qué te refieres, amigo? —le preguntó Ki-wu, perplejo—. ¿No has encontrado la fruta de la que te hablamos?

    —No —respondió el hombre, sin esconder su enfado—. En su lugar había una monstruosa serpiente que corté en dos con mi espada. Ahora los dioses me darán mala suerte por haber matado a una criatura del bosque. Si pensabais que podíais echarme de este lugar con ese truco, pronto descubriréis que os equivocabais, porque yo llegué primero a este sitio y vosotros no tenéis derecho a darme órdenes.

    —Deja de hablar, paleto, y toma esta moneda por las molestias. Creímos estar haciéndote un favor. Si estás ciego, el único culpable eres tú. Vamos, Pao-shu, volvamos y echemos un ojo a la maravillosa serpiente que se escondía en una pepita de oro.

    Riéndose alegremente, los dos compañeros dejaron al campesino y regresaron para buscar la pepita.

    —Si no me equivoco —dijo el estudiante—, el oro está detrás de ese árbol caído.

    —Cierto; deberíamos ver pronto a la serpiente muerta.

    Recorrieron rápidamente la distancia que los separaba, con los ojos clavados en el suelo. Al llegar al punto donde habían dejado el brillante tesoro, cuál fue su sorpresa al ver, no la pepita, no la serpiente muerta que el haragán les había descrito, sino dos hermosas pepitas de oro, más grandes que la que habían visto al principio.

    Cada amigo recogió uno de estos tesoros y se lo entregó alegremente al otro.

    —¡Al final los dioses te han recompensado por tu generosidad! —exclamó Ki-wu.

    —Sí —respondió Pao-shu—, proporcionándome la oportunidad de darte lo que te mereces

No hay comentarios:

Publicar un comentario