viernes, 1 de marzo de 2019

La estela de madera

Sí, hijo mío; pase lo que pase, asegúrate de proteger esa tablilla. Es lo único que tenemos que merece la pena guardar.

    El padre de K’ang-p’u acababa de salir en dirección a la ciudad, donde pasaría todo el día. Había pedido a K’ang-p’u que hiciera algunas tareas en el pequeño huerto, porque el chico era fuerte y siempre estaba dispuesto a ayudar.

    —Muy bien, padre, haré lo que me has pedido. Pero supón que los soldados extranjeros vienen mientras no estás. He oído que ayer llegaron a T’ang Shu y quemaron la aldea. Si vinieran aquí, ¿qué debería hacer?

    El señor Lin se rio de buena gana.

    —Bueno, ¡aquí no hay nada que puedan quemar! Una casa de adobe con el tejado de paja y un montón de harapos como cama. Seguramente no se molestarán en dañar mi pequeña cabaña. Lo que buscan es dinero o cosas que puedan vender.

    —Pero, padre —insistió el chico—, ¿es que lo has olvidado? Seguramente no querrás que quemen la estela de tu padre.

    —Es verdad; lo había olvidado. Sí, sí, muchacho, pase lo que pase asegúrate de salvar la estela. Es lo único que tenemos que merece la pena conservar.

    Dicho eso, el señor Lin se marchó dejando a K’ang-p’u solo. El pequeño apenas tenía doce años. Siempre sonreía y tenía el corazón alegre. Cuando se quedaba solo no lloraba ni se volvía perezoso.

    Entró en la casa, pequeña y pobre, y se detuvo un momento para mirar con seriedad la tablilla de madera. Estaba sobre un estante, un trozo rectangular de madera de unos treinta centímetros de alto dentro de una caja también de madera. A través de la celosía delantera, K’ang-p’u podía ver el nombre de su abuelo escrito en caracteres chinos sobre la tablilla. Desde su infancia, a K’ang-p’u lo habían enseñado a tratar aquel trozo de madera con reverencia.

    —El espíritu de tu abuelo está dentro —le había dicho su padre una vez—. Debes rezar por su espíritu porque era un buen hombre, mucho mejor que tu padre. Si lo hubiera obedecido en todo, yo, su único hijo, no estaría ahora viviendo en esta miserable choza.

    —Pero ¿él no vivía aquí también? —le preguntó K’ang-p’u, sorprendido.

    —Oh, no, vivíamos en una casa grande que está muy lejos, en otra aldea. Una casa grande con una alta muralla de piedra.

    El pequeño se quedó sorprendido al oír esto, porque en su aldea no había ningún muro de piedra y creía que su abuelo debía haber sido un hombre rico. No hizo más preguntas, pero a partir de aquel día tuvo miedo de la caja de madera tallada en la que se suponía que vivía el espíritu de su abuelo.

    Así que, aquel día en el que su padre lo dejó solo, el chico se quedó mirando la tablilla y preguntándose cómo podía apretarse el espíritu de un hombre adulto en un espacio tan pequeño. Extendió un dedo con cautela, rozó la parte inferior de la caja y lo retiró, casi asustado por su atrevimiento. No ocurrió nada malo. No parecía distinta a cualquier otra cosa de madera. Un poco desconcertado, salió de la casa hacia el pequeño huerto. Su padre le había dicho que recolocara algunas coles jóvenes. K’ang-p’u había hecho aquello muchas veces antes. Primero reunió una cesta de plumas de gallina, porque su padre le había dicho que si introducía una pluma en las raíces de las plantas estas crecerían fuertes y sanas.

    K’ang-p’u trabajó todo el día en el huerto. Empezaba a sentirse cansado cuando escuchó que una mujer gritaba a lo lejos. Dejó caer su cesta y corrió a la puerta. Camino abajo, al otro lado de la aldea, una multitud de mujeres y niños corrían de un lado a otro y, ¡sí!, allí estaban los soldados… ¡Los temibles soldados extranjeros! Estaban quemando las casas y robando todo lo que encontraban.

    La mayoría de los niños se hubieran asustado y habrían echado a correr sin pensar en nada más. K’ang-pú, sin embargo, aunque temía a los soldados tanto como el resto de muchachos, era demasiado valiente para huir sin cumplir primero con su deber. Decidió quedarse allí hasta estar seguro de que los extranjeros se dirigían en su dirección, pues quizá se cansaran de su cruel entretenimiento y dejaran intacta la pequeña casa. Observó el saqueo con los ojos muy abiertos. ¡Pobre de él! Aquellos hombres no parecían cansarse de su diversión. Una tras otra, entraban en las casas para robar. Las mujeres gritaban y los niños lloraban. Casi todos los hombres de la aldea estaban lejos, en el mercado de otro pueblo, porque ninguno de ellos había esperado un ataque.

    Los salteadores se acercaban cada vez más. Cuando llegaron a la casa vecina, K’ang-p’u supo que había llegado el momento de cumplir con su deber. Agarró la cesta de plumas de gallina, entró corriendo en la casa, cogió la valiosa tablilla del estante y la escondió en el fondo de la cesta. A continuación, sin detenerse a despedirse del lugar donde había pasado toda su vida, salió corriendo a la estrecha calle.

    —¡Matad a ese chico! —gritó un soldado con el que K’ang-p’u casi tropezó en su huida—. ¡Niño, suelta esa cesta! ¡Robar no está bien!

    —¡Sí, matadlo! —gritó otro, y profirió una estrepitosa carcajada—. Será una buena cena.

    Pero ninguno lo tocó y K’ang-p’u, aferrado a su carga, llegó rápidamente al serpenteante sendero entre los campos de maíz. Si lo seguían, se escondería entre las gigantescas mazorcas. Tenía las piernas cansadas y se sentó debajo de un arco de piedra cerca de un cruce para descansar.

    ¿A dónde iría? ¿Qué haría? Aquellas eran las preguntas que llenaban el confundido cerebro del niño. Primero debía descubrir si los soldados habían destruido todas las casas de su aldea. Si hubiera alguna intacta, regresaría al caer la noche para reunirse con su padre.

    Después de varios intentos logró subir a una de las columnas de piedra. Desde el arco tenía una buena vista de los alrededores. Su aldea estaba al oeste. Cuando vio la enorme nube de humo elevándose de las casas, su corazón latió rápidamente. Los ladrones estaban acabando con aquel lugar y pronto no quedaría nada más que montones de barro, ladrillo, cenizas y escombros.

    La noche llegó. K’ang-p’u bajó de su percha de piedra. Empezaba a tener hambre, pero no se atrevía a volver a casa. Y, además, ¿no tendrían hambre también el resto de aldeanos? Se tumbó a los pies del arco de piedra con la cesta a su lado. Pronto cayó profundamente dormido.

    No sabía cuánto tiempo había pasado dormido, pero cuando despertó sobresaltado y miró a su alrededor, la luna lo iluminaba todo y todavía no había amanecido. Alguien lo había llamado por su nombre. Al principio había creído que era la voz de su padre, pero al despejarse se dio cuenta de que era imposible, porque la voz parecía la de un anciano. K’ang-p’u miró a su alrededor, asombrado, primero las columnas de piedra y luego el arco. No había nadie a la vista. ¿Lo habría soñado?

    Justo cuando se tumbó para seguir durmiendo, la voz se oyó de nuevo muy débilmente:

    —¡K’ang-p’u! ¡K’ang-p’u! ¿Por qué no me dejas salir? Debajo de todas estas plumas no puedo respirar.

    De inmediato entendió lo que ocurría. Metió la mano en la cesta, agarró la tablilla de madera, la sacó de su escondite y la apoyó en la columna de piedra. ¡Milagro! Allí, ante sus ojos, había un hombre diminuto, de no más de quince centímetros, sentado sobre la tablilla con las piernas colgando. El enano tenía una larga barba gris y K’ang-p’u, sin mirar dos veces, supo que aquel era el espíritu de su abuelo muerto, que había vuelto a la vida y se había vestido con carne y hueso.

    —¡Ja! —se rio el hombrecillo—. Así que pensabas enterrar a tu viejo abuelo en plumas, ¿no? Una tumba suave pero bastante olorosa.

    —Pero, señor —exclamó K’ang-p’u—, ¡tuve que hacerlo para salvarte de los soldados! Estaban a punto de quemar nuestra casa, y tú hubieras ardido con ella.

    —¡Calma, calma, muchacho! No te pongas nervioso. No estoy riñéndote. Hiciste todo lo que pudiste por tu viejo abuelo. Si hubieras sido como la mayoría de los muchachos, habrías salido corriendo y me habrías dejado con esos demonios que estaban saqueando la aldea. No hay duda al respecto: me has salvado de una segunda muerte mucho más horrible que la primera.

    K’ang-p’u se estremeció, porque sabía que su abuelo había muerto en batalla. Había oído a su padre contar la historia muchas veces.

    —Bueno, ¿qué piensas hacer? —le preguntó el anciano al final, mirándolo fijamente.

    —¿Qué pienso hacer? Bueno, en realidad no lo sé. He pensado que quizá los soldados se hayan ido por la mañana y pueda llevarte de vuelta. Mi padre seguramente estará buscándome.

    —¿Qué? ¿Buscándote entre las cenizas? ¿Y qué podría hacer si te encontrara? Han quemado vuestra casa, las gallinas han huido y han aplastado vuestras coles. ¡A buen sitio iba a volver! Tú solo serías una boca más que alimentar. ¡No! Ese plan no funcionará. Si tu padre cree que estás muerto, se marchará a otra provincia y buscará trabajo. Eso lo salvaría de la inanición.

    —Pero ¿qué voy a hacer yo? —se lamentó el pobre K’ang-p’u—. ¡No quiero que me deje solo!

    —¿Solo? ¿Es que no cuentas con tu viejo abuelito? Está claro que no eres un joven demasiado educado, aunque me hayas salvado de morir quemado.

    —¿Contar contigo? —repitió el muchacho, sorprendido—. Bueno, no creo que puedas ayudarme a ganarme la vida.

    —¿Por qué no, chico? ¿Estamos en una época en la que los ancianos no sirven para nada?

    —Bueno, señor, es que eres el espíritu de mi abuelo, ¡y los espíritus no pueden trabajar!

    —¡Ja! Lo que hay que oír. Mira, si haces exactamente lo que te diga, te enseñaré lo que los espíritus pueden hacer.

    K’ang-p’u se lo prometió, porque siempre era obediente; y, ¿no era aquel hombrecillo que hablaba de un modo tan extraño el espíritu de su abuelo? ¿No se enseña a todos los niños de China que deben honrar a sus ancestros?

    —Ahora escucha, muchacho. Primero, deja que te diga que, si no hubieras sido bondadoso, valiente y buen hijo, yo no me molestaría en ayudarte a salir de tus penurias. Siendo como eres, no tengo más remedio que hacerlo. Yo eché a tu padre porque fue desobediente, y ha vivido en una choza sucia desde entonces. No hay duda de que se ha arrepentido de sus fechorías, porque veo que, aunque sufrió la deshonra de ser expulsado del hogar familiar, te ha enseñado a honrarme y quererme. La mayor parte de los chicos habrían cogido una manta o un trozo de pan antes de huir del enemigo, pero tú solo pensaste en mi tablilla. Me salvaste y te fuiste a la cama hambriento. Por esta valentía, te devolveré la casa de tus ancestros.

    —Pero no podré vivir en ella —dijo K’ang-p’u, lleno de asombro— si no permites que mi padre regrese. Si se marcha lo pasará muy mal: se sentirá solo sin mí y podría morir, y entonces yo no podría ocuparme de su tumba ni quemar incienso allí en la época adecuada.

    —Eso es cierto, K’ang-p’u. Veo que quieres a tu padre igual que a tu abuelo. Muy bien; lo haremos como deseas. Vaticino que tu padre ya se ha arrepentido de haberme tratado tan mal.

    —En efecto, así debe ser —dijo el muchacho muy seriamente—, porque lo he visto arrodillarse ante tu tablilla muchas veces, y también quemar incienso. Sé que lo siente mucho.

    —Muy bien; vete a dormir de nuevo. Esperaremos hasta mañana y entonces veré qué puedo hacer por ti. Esta luna no es lo suficientemente brillante para mis viejos ojos. Tendré que esperar a mañana.

    Mientras decía estas últimas palabras, el hombrecillo comenzó a empequeñecer ante los ojos de su nieto hasta desaparecer por completo.

    K’ang-p’u, al principio, estaba demasiado nervioso para cerrar los ojos. Siguió mirando el cielo estrellado un rato, preguntándose si lo que había oído llegaría a convertirse en realidad o si habría soñado toda aquella historia de la aparición de su abuelo. ¿Era posible que su padre fuera a recuperar la antigua casa familiar? Entonces recordó que una vez había oído a su padre contar que había vivido en una casa grande en un hermoso complejo. Fue justo antes de que las fiebres se llevaran a la madre de K’ang-p’u. Ella estaba tumbada sobre la tosca cama de piedra, sin ninguna de esas comodidades que son tan necesarias para los enfermos, y K’ang-p’u recordaba que su padre le había dicho: «¡Qué pena que no vivamos en la casa de mi padre! Allí tendrías todos los lujos. Todo esto es culpa mía, por haberle desobedecido».

    Su madre murió poco después de eso, pero K’ang-p’u había recordado aquellas palabras desde entonces y a menudo había deseado saber más cosas sobre aquella casa donde su padre había pasado su infancia. ¿Era posible que pronto fueran a vivir allí? No, seguramente se trataba de algún error: los espíritus nocturnos de sus sueños habían estado engañándolo. Con un suspiro, cerró los ojos y cayó dormido una vez más.

    Cuando volvió a despertar, el sol brillaba sobre su rostro. Miró a su alrededor, se frotó los ojos somnolientos e intentó recordar todo lo que había ocurrido. De repente, pensó en la tablilla y en la aparición de su abuelo a medianoche. Pero, por extraño que parezca, la cesta no estaba junto con todos sus contenidos. No había ni rastro de la tablilla, e incluso el arco de piedra bajo el que había dormido se había esfumado por completo. ¡Pobre de él! ¡Qué mal había guardado la tablilla de su abuelo! ¡Qué cosas tan horribles ocurrirían ahora que había desaparecido!

    K’ang-p’u se levantó y miró a su alrededor, temblando. ¿Qué había ocurrido mientras dormía? Al principio no supo qué hacer. Afortunadamente, el sendero a través del maizal seguía allí, así que decidió regresar a la aldea para ver si podía encontrar a su padre. Su charla con el anciano no había sido más que un sueño y algún ladrón le había arrebatado la cesta. Si al menos el arco de piedra no hubiera desaparecido, K’ang-p’u no se sentiría tan desconcertado.

    Corrió por el estrecho sendero, intentando olvidar el estómago vacío que empezaba a gritar pidiendo comida. Aunque los soldados siguieran en la aldea, seguramente no harían daño a un niño con las manos vacías. Sin embargo, era probable que se hubieran marchado el día anterior. ¡Si al menos encontrara a su padre! Cruzó el pequeño arroyo donde las mujeres iban a frotar las ropas contra las rocas. Allí estaba la enorme morera de donde los niños solían coger hojas para sus gusanos de seda. Otro giro del sendero y vería la aldea.

    Cuando K’ang-p’u dobló la curva y buscó las ruinas de las chozas de la aldea, una increíble visión lo esperaba. Allí, elevándose ante él, había un enorme muro de piedra, como esos que había visto rodeando las casas de los ricos en la ciudad. La gran puerta estaba abierta de par en par y el guarda salió a su encuentro.

    —¡Ah! ¡Ha llegado el señorito! —exclamó.

    Totalmente desconcertado, el niño siguió al criado al interior; atravesó varios patios grandes y entró en un jardín donde crecían flores y árboles curiosamente retorcidos.

    Aquella debía ser la casa que su abuelo le había prometido… El hogar de sus ancestros. ¡Ah! ¡Qué hermosa era! ¡Qué hermosa! Los criados hacían reverencias ante él cuando pasaba, lo saludaban con gran respeto y exclamaban:

    —Sí, ¡es el señorito! ¡Ha vuelto con los suyos!

K’ang-p’u, al ver lo bien vestidos que iban los criados, se sintió avergonzado de sus ropas harapientas y usó las manos para esconder un roto. Pero se sorprendió al descubrir que ya no llevaba ropas sucias y andrajosas, sino un traje de hermosa seda bordada. Iba vestido de la cabeza a los pies como un joven príncipe que su padre le había señalado un día en la ciudad.

    A continuación entraron en un magnífico salón al otro lado del jardín. K’ang-p’u no pudo contener las lágrimas, porque allí estaba su padre, esperándolo.

    —¡Hijo mío! ¡Hijo mío! —exclamó el padre—. Has vuelto. Temía haberte perdido para siempre.

    —¡Oh, no! —dijo K’ang-p’u—. No me has perdido, pero yo he perdido la tablilla. Un ladrón vino y se la llevó anoche mientras dormía.

    —¿Que has perdido la tablilla? ¿Un ladrón? Vaya, no, hijo mío, ¡te equivocas! Está aquí, justo ante ti.

    K’ang-p’u vio sobre una hermosa mesa tallada justo lo que había creído perdido. Mientras miraba, sorprendido, casi esperaba ver la diminuta figura con las piernas colgando y escuchar la aguda voz de su abuelo.

    —¡Sí, es la tablilla perdida! —gritó alegremente—. Cuánto me alegro de que vuelva a estar donde le corresponde.

    Entonces padre e hijo cayeron de rodillas ante el emblema de madera e hicieron nueve reverencias para agradecer al espíritu todo lo que había hecho por ellos.

    Cuando se levantaron, sus corazones albergaban una nueva felicidad.

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